– Será maravilloso teneros a las niñas y a ti en casa -dijo mi madre-. Y puedes ayudarnos a preparar la boda de Stephanie. Stephanie y Joe acaban de anunciar la fecha.
Valerie se atragantó y los ojos se le volvieron a poner rojos y llorosos.
– Enhorabuena -dijo.
La ceremonia de matrimonio de la tribu Tuzi dura siete días y acaba con la perforación ritual del himen -dijo Angie-. Entonces, la novia se va a vivir con la familia de su marido.
– Vi un programa especial sobre alienígenas en televisión -dijo la abuela-. Y no tenían himen. No tenían nada en absoluto ahí abajo.
– ¿Los caballos tienen himen? -quiso saber Mary Alice.
– Los caballos hombres no -dijo la abuela.
– Qué bien que te vayas a casar -dijo Valerie.
Y entonces rompió a llorar. No a sollozar ni a derramar lágrimas contenidas. Valerie se puso a llorar a chorros, gimiendo a lo grande, hipando y volcando toda su desgracia en lamentos. Las dos damitas también se pusieron a llorar, con unos gemidos a pleno pulmón como sólo un niño puede emitir. Y de repente, también lloraba mi madre, resollando en la servilleta. Y Bob se puso a aullar. Aaaauuuuuuu, aaaauuuuuuu.
– Nunca me volveré a casar -dijo Valerie entre sollozos-. Nunca, nunca, nunca. El matrimonio es obra del diablo. Los hombres son el Anticristo. Me voy a hacer lesbiana.
– ¿Cómo se hace eso? -preguntó la abuela-. Siempre he querido saberlo. ¿Tienes que llevar un pene falso? Una vez vi un programa de televisión y las mujeres llevaban unas cosas hechas de cuero negro que tenían la forma de enormes…
– ¡Matadme! -gritó mi madre-. Por favor, matadme. Me quiero morir.
Mi hermana y Bob retomaron sus gemidos y aullidos. Mary Atice se puso a relinchar a todo volumen. Y Angie se tapaba los oídos para no oír.
– La, la, la, la… -cantaba Angie.
Mi padre retiró su plato y miró alrededor. ¿Dónde estaba su café? ¿Dónde estaba su tarta?
– Esto te va a suponer una gran deuda conmigo -me susurró Morelli al oído-. Esto es una noche de sexo a lo perro.
– Me está empezando a doler la cabeza -dijo la abuela-. No puedo soportar este alboroto. Que alguien haga algo. Poned la televisión. Sacad los licores. ¡Haced algo!
Me levanté de la silla, fui a la cocina y saqué el pastel. Tan pronto como estuvo encima de la mesa, todo el llanto cesó. Si hay algo a lo que se concede atención en esta familia es… al postre.
Morelli, Bob y yo regresamos a casa en silencio; ninguno sabíamos qué decir. Morelli aparcó delante de casa, giró la llave de contacto y se volvió hacia mí.
– ¿Agosto? -preguntó con una voz más aguda que la habitual, incapaz de contener su incredulidad-. ¿Quieres casarte en agosto?
– ¡Me salió sin querer! Fue por culpa de ese rollo de morirse de mi madre.
– Tu familia hace que la mía parezca la Tribu de los Brady.
– ¿Me estás tomando el pelo? Tu abuela está loca. Le echa mal de ojo a la gente.
– Es un rollo italiano.
– Es un rollo de loca.
Un coche se acercó al aparcamiento, frenó en seco, se abrió la puerta y El Porreta cayó rodando al pavimento. Joe y yo corrimos hacia él al mismo tiempo. Cuando llegamos a su lado, El Porreta ya había conseguido incorporarse hasta quedar sentado. Se estaba agarrando la cabeza y le salía sangre por entre los dedos.
– Eh, colega -dijo El Porreta-, creo que me han pegado un tiro. Estaba viendo la televisión cuando oí un ruido en el porche, así que me di la vuelta y vi una cara espantosa mirándome por la ventana. Era una ancianita aterradora, con unos ojos verdaderamente espantosos. Estaba, o sea, oscuro, pero pude verla a través del cristal. Y de repente, sacó una pistola y me disparó. Y rompió la ventana de Dougie y todo. Tendría que haber una ley contra ese tipo de cosas, colega.
El Porreta vivía a dos manzanas del Hospital de St. Francis, pero lo había pasado de largo y había venido a pedirme ayuda a mí. ¿Por qué a mí?, me pregunté. Y entonces me di cuenta de que estaba pensando como mi madre y me di un pescozón mental en el cogote.
Volvimos a meter a El Porreta en su coche. Joe lo condujo hasta el hospital y yo les seguí en la camioneta de Joe. Dos horas más tarde habíamos cumplido con todas las formalidades médicas y policiales y El Porreta llevaba un espectacular esparadrapo en la frente. La bala le había rozado justo encima de la ceja y se había incrustado en la pared de la sala de Dougie.
De pie, en la sala de la casa de Dougie, examinamos el agujero de la ventana.
– Tenía que haberme puesto el Súper Traje -dijo El Porreta-. Eso les habría desconcertado, colega.
Joe y yo nos miramos. Desconcertado. Sí, desde luego.
– ¿Crees que estará seguro en esta casa? -le pregunté a Joe.
– Es difícil decir lo que será seguro para El Porreta -contestó Joe.
– Amén -dijo El Porreta-. La seguridad vuela con alas de mariposa.
– No tengo ni idea de qué coño significa eso -dijo Joe.
– Significa que la seguridad es inconsistente, colega.
Joe me llevó aparte.
– A lo mejor deberíamos meterle en rehabilitación.
– Lo he oído, colega. Esa idea es un muermo. La gente esa de rehabilitación es superrara. Son, o sea, unos muermos. Son todos, no sé, como drogatas.
– Vaya por Dios, no nos gustaría dejarte en medio de una pandilla de drogatas -dijo Joe.
El Porreta asintió con la cabeza.
– Joder, tío, total.
– Supongo que se puede quedar en mi casa un par de días -dije. Y nada más decirlo… ya me estaba arrepintiendo. ¿Qué me pasaba a mí hoy? Era como si no tuviera la boca conectada con el cerebro.
– Guau, ¿harías eso por El Porreta? Es impresionante -El Porreta me dio un abrazo-. No te arrepentirás. Voy a ser un compañero de piso excelente.
Joe no parecía estar tan contento como El Porreta. Joe tenía planes para la noche. Durante la cena había comentado que le debía una noche de sexo a lo perro. Probablemente estaba de broma; pero puede que no. Con los hombres nunca se sabe. Tal vez lo mejor era irme con El Porreta.
Le hice un gesto con los hombros a Joe que significaba: «Oye, ¿qué puede hacer una?».
– Vale -dijo Joe-, vamos a salir de aquí y a cerrar con llave. Tú llévate a El Porreta y yo me llevo a Bob.
El Porreta y yo estábamos en el descansillo delante de mi apartamento. El Porreta llevaba una pequeña bolsa de deportes en la que imaginé que habría una muda de ropa y un buen surtido de drogas.
– Muy bien dije-, aquí estamos. Te doy la bienvenida a mi casa, pero nada de drogas aquí.
– Colega -dijo El Porreta.
– ¿Hay alguna droga en la bolsa?
– Oye, ¿de qué tengo pinta?
– Tienes pinta de colgado.
– Bueno, sí, pero eso es porque me conoces.
– Vacía la bolsa en el suelo.
El Porreta volcó el contenido de la bolsa en el suelo. Yo volví a meter la ropa y confisqué todo lo demás. Pipas y papelillos y una selección de sustancias ilegales. Entramos en el apartamento, tiré los contenidos de las bolsas de plástico por el retrete y las herramientas al cubo de la basura.
– Nada de drogas mientras vivas aquí -le dije.
– Eh, de buen rollo -dijo El Porreta-. El Porreta no necesita drogas. El Porreta es un consumidor recreativo.
Huy, huy.
Le di a El Porreta una almohada y una manta y me fui a la cama. A las 4.00 de la mañana me despertó la televisión de la sala de estar a todo volumen. Salí arrastrando los pies, con mi camiseta y los boxers de franela y miré furiosa a El Porreta.
– ¿Qué pasa? ¿No puedes dormir?
– Normalmente duermo como un tronco. No sé lo que me pasa hoy. Me encuentro como el culo, tía. ¿Sabes a lo que me refiero? Atacado.
– Sí. A mí me parece que necesitas un canuto.
– Es terapéutico, colega. En California puedes comprar la hierba con receta.