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– Olvídalo.

Me volví al dormitorio, cerré la puerta, eché el pestillo y me puse la almohada encima de la cabeza.

Cuando salí del dormitorio eran las siete. El Porreta estaba dormido en el suelo y en la tele estaban poniendo los dibujos animados del sábado. Puse en marcha la cafetera, le di a Rex un poco de agua fresca y de comida y metí una rebanada de pan en mi flamante tostadora nueva. El olor del café levantó a El Porreta del suelo.

– Eh -dijo-, ¿qué hay para desayunar?

– Café y tostadas.

– Tu abuela me habría hecho tortitas.

– Mi abuela no está aquí.

– Estás decidida a ponérmelo difícil, tía. Seguro que te has puesto ciega de donuts y a mí sólo me das tostadas. Esto afecta a mis derechos -no estaba gritando exactamente, pero tampoco hablaba en un susurro-. Soy un ser humano y tengo mis derechos.

– ¿De qué derechos estás hablando? ¿Del derecho a comer tortitas? ¿Del derecho a comer donuts?

– No me acuerdo.

Ay, madre.

Se desmoronó en el sofá.

– Este apartamento es deprimente. Me pone, o sea, como nervioso. ¿Cómo puedes soportar vivir aquí?

– ¿Quieres café o no?

– ¡Sí! Quiero café y lo quiero ahora mismo -su voz ascendió un tono. Ahora sí estaba gritando-. ¡¿Qué quieres, que me pase la vida esperando el café?!

Puse una taza de golpe en la encimera de la cocina, la llené de café y se la tiré a El Porreta. Luego marqué el teléfono de Morelli.

– Necesito drogas -le dije a Morelli-. Tienes que traerme drogas.

– ¿Quieres decir, antibióticos o algo así?

– No. Marihuana o algo así. Anoche tiré todas las drogas de El Porreta por el retrete y ahora le odio. Tiene un mono alucinante.

– Creía que querías limpiarle.

– No merece la pena. Me gusta más cuando está colocado.

– No te muevas de ahí -dijo Morelli, y colgó.

– Este café es como aguachirle, colega -dijo El Porreta-. Necesito un café italiano.

– ¡Vale! Vamos a por un puñetero café italiano.

Cogí el bolso y las llaves y empujé a El Porreta al descansillo.

– Eh, tengo que ponerme unos zapatos, tía -dijo El Potreta.

Puse los ojos en blanco exageradamente y solté un suspiro desmedido mientras El Porreta volvía a entrar en el apartamento a coger los zapatos. Genial. Yo ni siquiera estaba enganchada y también tenía el mono.

Cinco

Pasarme la mañana ociosamente sentada degustando un café italiano no formaba parte de mis planes, así que opté por el autoservicio de McDonald's, en cuyo menú se podía encontrar café francés con vainilla y tortitas. No eran tortitas del calibre de las que hacen las abuelas, pero no estaban mal, y eran más fáciles de conseguir.

El cielo estaba cubierto y amenazaba con llover. Nada nuevo. La lluvia es permanente en Jersey en abril. Una llovizna constante y gris que propicia en todo el estado un pelo desastroso y una tendencia al sillonbol. En la escuela nos enseñaban que las lluvias de abril traen las flores de mayo. Las lluvias de abril también propician las colisiones de doce vehículos en las autopistas de Jersey y las sinusitis infecciosas. La parte positiva de todo esto es que en Jersey solemos tener motivos frecuentes para comprar coche nuevo y que se nos conoce en todo el mundo por nuestra particular versión nasal del inglés.

– Bueno, ¿cómo está tu cabeza? -le pregunté a El Porreta mientras volvíamos a casa.

– Llena de café con leche. Tengo la cabeza tranquila, colega.

– No. Me refiero a cómo están los doce puntos que te han dado en la cabeza.

El Porreta se pasó un dedo por el esparadrapo.

– Está bien.

Durante un momento se quedó con los labios separados y los ojos rebuscando entre los oscuros recovecos de su mente hasta que se hizo la luz.

– Ah, sí -dijo-. La anciana espantosa me pegó un tiro.

Eso es lo bueno que tiene fumar hierba toda la vida… te quedas sin memoria reciente. Si te pasa algo horrible, a los diez minutos ya no te acuerdas de nada.

Claro que eso también es lo malo que tiene fumar hierba, porque cuando ocurre un desastre, como que un amigo tuyo desaparece, existe la posibilidad de que algún recado o algún detalle importante se pierda entre la bruma. Y existe la posibilidad de que alucines y veas a una ancianita en la ventana, cuando en realidad el tiro ha sido disparado desde un coche.

En el caso de El Porreta, esta posibilidad era muy probable.

Pasé con el coche por delante de la casa de Dougie para asegurarme de que no había ardido mientras dormíamos.

– Parece que está en orden -dije.

– Parece muy solitaria -dijo El Porreta.

Cuando volvimos a mi apartamento Ziggy Garvey y Benny Colucci estaban en la cocina. Cada uno de ellos tenía en las manos una taza de café y una tostada.

– Espero que no le moleste -dijo Ziggy-. Queríamos probar la tostadora nueva.

Benny hizo un gesto con su tostada.

– Una tostada excelente. Fíjese qué dorado tan uniforme. No está quemada en los bordes en absoluto. Y está crujiente por todas partes.

– Debería comprar un poco de mermelada -dijo Ziggy-. Un poco de mermelada de fresa le iría bien a esta tostada.

– ¡Han vuelto a entrar en mi apartamento! Odio que hagan eso.

– No estaba en casa -dijo Ziggy-. Y no queríamos que diera la impresión de que tiene hombres merodeando por su descansillo.

– Claro. No queríamos ensuciar su buen nombre -dijo Benny-. No nos parecía que fuera esa clase de chica. Aunque desde hace años se escuchan ciertos rumores sobre usted y Joe Morelli. Debería tener cuidado con él. Tiene muy mala reputación.

– Eh, fíjate -dijo Ziggy-. Es el mariquita aquel. ¿Dónde tienes el uniforme, chaval?

– Sí, y ¿por qué llevas ese esparadrapo? ¿Te has caído de los zapatos de tacón? -preguntó Benny.

Ziggy y Benny se dieron codazos mutuamente y se rieron como si aquello fuera un gran chiste.

Una idea se encendió dentro de mi cabeza.

– ¿Ustedes no sabrán nada del motivo por el que tiene que llevar ese esparadrapo, verdad?

– Yo no -dijo Benny-. Ziggy, ¿tú sabes algo de ese asunto?

– No sé nada de ese asunto -dijo Ziggy.

Me apoyé en el mostrador de la cocina y crucé los brazos.

– Bueno, ¿y qué están haciendo aquí?

– Habíamos pensado pasar a informarnos -dijo Ziggy-. Hace ya tiempo que no hablamos y queríamos saber si ha habido alguna novedad.

– No han pasado ni veinticuatro horas -dije.

– Si, eso es lo que he dicho. Hace ya tiempo.

– No ha habido ninguna novedad.

– Vaya, qué faena -dijo Benny-. Nos habían hablado muy bien de usted. Teníamos muchas esperanzas puestas en su ayuda. Ziggy se acabó el café, aclaró la taza en el fregadero y la puso en el escurridor.

– Tenemos que irnos.

– ¡Cerdo! -dijo El Porreta.

Ziggy y Benny se detuvieron junto a la puerta.

– Decir eso es una grosería -dijo Ziggy-. No vamos a tenerlo en cuenta porque eres amigo de la señorita Plum.

Miró a Benny en busca de apoyo.

– Exacto -dijo Benny-. No lo vamos a tener en cuenta, pero tendrías que aprender buenos modales. No está bien hablar así a los ancianos.

– ¡Me ha llamado mariquita! -gritó El Porreta.

– ¿Sí? -dijo Ziggy-. ¿Y?

– La próxima vez merodeen por el descansillo con toda libertad -dije. Cerré la puerta detrás de Ziggy y Benny y eché el pestillo. Luego le dije a El Porreta-: ¿Tienes alguna idea de

por qué te pudo pegar un tiro alguien? ¿Estás seguro de que viste la cara de la anciana en la ventana?

– No lo sé, tía. Me cuesta mucho pensar. Tengo la cabeza, no sé, como liada.

– ¿Y alguna llamada de teléfono extraña?

– Sólo hubo una llamada, pero no fue nada extraña. Una mujer me llamó cuando estaba en casa de Dougie y dijo que creía que yo tenía algo que no me pertenecía. Y yo me quedé tipo «pues vale».