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– Colega -dijo El Porreta.

¡Mierda! Giré la llave de contacto y metí un disco de Godsmack en el reproductor de CD. No quería ni pensar en el asunto de la boda y no hay nada como el metal para barrer de la cabeza cualquier atisbo de pensamiento. Dirigí el coche hacia la casa de El Porreta y cuando llegamos a Roebling, El Porreta y yo estabamos agitando las cabezas a todo meter.

Ibamos pateando el suelo y sacudiendo la melena y casi se me pasa el Cadillac blanco. Estaba aparcado delante de la casa del padre Carolli, junto a la iglesia. El padre Carolli es tan viejo como la Tierra y lleva en el Burg desde que yo recuerdo. Era lógico que él y Eddie DeChooch fueran amigos y que éste acudiera al otro en busca de consuelo.

Recé una breve oración para que DeChooch estuviera dentro de la casa. Allí podría detenerle. En la iglesia ya era otra cosa. Dentro de la iglesia había que tener en cuenta todo ese rollo del santuario. Y si mi madre se enteraba de que había violado el santuario iba a ser un infierno.

Me acerqué a la puerta de Carolli y llamé con los nudillos. No hubo respuesta.

El Porreta se coló entre los arbustos y miró por una de las ventanas.

– No veo a nadie por ahí, colega.

Ambos miramos a la iglesia.

¡Maldición! Seguramente DeChooch se estaba confesando. Perdóneme, padre, porque me he cargado a Loretta Ricci.

– Bueno -dije-. Vamos a ver en la iglesia.

– Tal vez debería irme a casa y ponerme mi traje de Súper Colega.

– No estoy muy segura de que sea lo más indicado para la iglesia.

– ¿No es lo bastante elegante?

Abrí la puerta de la iglesia y miré en su interior sombrío. En los días soleados la iglesia deslumbraba con la luz que entraba por las vidrieras de colores. Los días de lluvia, se veía apagada y sin color. Hoy la única calidez provenía de las escasas lamparillas votivas encendidas que parpadeaban delante de la imagen de la Virgen María.

La iglesia parecía estar vacía. No se oían susurros en los confesionarios. Nadie rezaba. Nada más que las velas y el olor a incienso.

Estaba a punto de irme cuando oí una risita. El sonido venía de la zona del altar.

– Hola -dije en voz alta-. ¿Hay alguien por ahí?

– Sólo nosotras, las gallinas.

Parecía la voz de DeChooch.

El Porreta y yo recorrimos cautelosamente el pasillo central y nos asomamos al otro lado del altar. DeChooch y Carolli estaban sentados en el suelo con las espaldas apoyadas en el altar, compartiendo una botella de vino tinto. Había una botella vacía tirada en el suelo a un par de metros de ellos.

El Porreta les hizo el signo de la paz.

– Colegas -dijo.

El padre Carolli le devolvió el signo y repitió el mantra:

– Colega.

– ¿Qué queréis? -preguntó DeChooch-. ¿No veis que estoy en la iglesia?

– ¡Está bebiendo!

– Es terapéutico. Estoy deprimido.

– Tiene que acompañarme al juzgado para renovar la fianza -le dije a DeChooch.

DeChooch dio un largo trago de la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Estoy en la iglesia. No me puedes arrestar en la iglesia. Dios se cabrearía. Te pudrirías en el infierno.

– Es uno de los mandamientos -dijo Carolli.

El Porreta sonrió.

– Esstos dos están pedo.

Rebusqué en mi bolso y saqué las esposas.

– Huy, esposas -dijo DeChooch-. Qué miedo tengo.

Le cerré las esposas alrededor de la muñeca izquierda y le cogí la otra mano. DeChooch sacó una nueve milímetros del bolsillo de la chaqueta, le dijo a Carolli que sujetara el brazalete libre y disparó contra la cadena. Los dos hombres respingaron cuando la bala cortó la cadena, sacudiendo sus brazos huesudos con ondas violentas.

– Eh -dije-, que esas esposas costaron sesenta dólares.

DeChooch entrecerró los ojos y miró a El Porreta.

– ¿Te conozco?

– Soy El Porreta, colega. Me ha visto en la casa de Dougie -El Porreta levantó dos dedos firmemente unidos-. Dougie y yo somos uña y carne. Somos un equipo.

– ¡Ya sabía que te conocía! -dijo DeChooch-. Os odio a ti y al asqueroso ladrón de tu socio. Tenía que haber imaginado que Kruper no podía estar en esto él solo.

– Colega -dijo El Porreta.

DeChooch apuntó a El Porreta con la pistola.

– ¿Te crees muy listo, verdad? Crees que puedes aprovecharte de un pobre viejo. Pedirme más dinero… ¿eso es lo que quieres?

El Porreta se dio con los nudillos en la frente.

– Aquí no hay serrín.

– Quiero que me los des, ya -dijo DeChooch.

– Será un placer hacer negocios con usted -dijo El Porreta-. ¿De qué estamos hablando? ¿De tostadoras o de Súper Trajes?

– Gilipollas -dijo DeChooch. Entonces disparó un tiro que estaba destinado a la rodilla de El Porreta pero falló por unos diez centímetros y rebotó en el suelo.

– Caray -dijo Carolli-, me vas a dejar sordo. Guarda ese cacharro.

– Lo guardaré cuando le haya hecho hablar -dijo DeChooch-. Tiene algo que me pertenece.

DeChooch volvió a levantar el arma y El Porreta salió corriendo por el pasillo de la iglesia como alma que lleva el diablo.

Dentro de mi cabeza, yo era una heroína y desarmaba a DeChooch de una patada. En la realidad, estaba paralizada. Ponme una pistola debajo de la nariz y mi cuerpo entero se vuelve líquido.

DeChooch disparó otro tiro que adelantó a El Porreta y arrancó una esquirla de la pila bautismal.

Carolli le dio a DeChooch un pescozón en el cogote con la mano plana.

– ¡Basta ya!

DeChooch se tambaleó y la pistola se le disparó haciendo un agujero en un cuadro de una Crucifixión de metro y medio que colgaba en la pared más lejana.

Nos quedamos todos boquiabiertos. Y todos hicimos la señal de la cruz.

– Hostia -dijo Carolli-. Le has pegado un tiro a Jesús. Eso te va a costar un montón de avemarías.

– Ha sido sin querer -dijo DeChooch. Escudriñó el cuadro-. ¿Dónde le he dado?

– En la rodilla.

– Es un alivio -dijo DeChooch-. Al menos no ha sido en un sitio mortal.

– Y respecto a su comparecencia en el juzgado -le dije-, si se viniera conmigo para que le dieran nueva fecha lo tomaría como un favor personal.

– Madre mía, eres como un grano en el culo -dijo DeChooch-. ¿Cuántas veces tengo que decirte… que te olvides? Estoy deprimido. No voy a sentarme en un calabozo con esta depresión. ¿Has estado alguna vez en la cárcel?

– No exactamente.

– Bueno, pues puedes creerme, no es un sitio al que apetezca ir cuando estás deprimido. Y, por otro lado, tengo que hacer una cosa.

Yo, mientras, rebuscaba en mi bolso. En algún sitio tenía que tener el spray de pimienta. Y probablemente la pistola eléctrica.

– Además, hay gente buscándome y son mucho más peligrosos que tú -dijo DeChooch-. Y encerrarme en el calabozo se lo pondría muy fácil.

– ¡Yo soy peligrosa!

– Jovencita, tú eres una aficionada -dijo DeChooch.

Saqué un bote de laca para el pelo, pero no logré encontrar el spray de pimienta. Tenía que organizarme mejor. Probablemente lo mejor sería poner el spray de pimienta y la pistola eléctrica en el bolsillo de la cremallera, pero entonces tendría que encontrarles otro sitio al chicle y a los caramelos de menta.

– Bueno, yo me voy -dijo DeChooch-. Y no quiero que me sigas o tendré que pegarte un tiro.

– Sólo una pregunta más. ¿Qué quería de El Porreta?

– Eso es una cosa privada entre él y yo.

DeChooch salió por una puerta lateral y Carolli y yo nos quedamos mirándole.

– Acaba de dejar que se escape un asesino -le dije a Carolli-. ¡Estaba tan tranquilo bebiendo con un asesino!