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– No. Choochy no es un asesino. Nos conocemos desde hace mucho. Tiene un corazón de oro.

– Ha intentado pegarle un tiro a El Porreta.

– Se puso nervioso. Desde que tuvo el ataque ha estado muy excitable.

– ¿Tuvo un ataque?

– Uno pequeñito. Apenas se puede tener en cuenta. Yo los he tenido peores.

Madre mía.

Alcancé a El Porreta a media manzana de su casa. Iba medio escondiéndose, corriendo y andando, mirando para atrás por encima de su hombro, haciendo la versión Porreta de un conejito huyendo de la jauría. Cuando por fin aparqué El Porreta ya había cruzado la puerta, había localizado una colilla y la estaba encendiendo.

– Hay gente que te dispara -le dije-. No deberías fumar canutos. Los canutos te dejan atontado y necesitas estar muy espabilado.

– Colega -dijo El Porreta exhalando.

Diosss.

Saqué a El Porreta a rastras de su casa y me lo llevé a la de Dougie. Ahora teníamos un nuevo ingrediente. DeChooch estaba detrás de algo y creía que lo tenía Dougie. Y pensaba que ahora lo tenía El Porreta.

– ¿De qué estaba hablando DeChooch? -le pregunté a El Porreta-. ¿Qué está buscando?

– No lo sé, tía, pero no es una tostadora.

Estábamos en la sala de la casa de Dougie. Dougie no es el mejor amo de casa del mundo, pero la habitación parecía extrañamente desordenada. Los cojines del sofá estaban amontonados y la puerta del armario abierta. Metí la cabeza en la cocina y encontré una escena semejante. Las puertas de los armarios y los cajones estaban abiertos. La puerta del sótano también estaba abierta, así como la de la pequeña despensa. No recordaba que las cosas estuvieran así la noche anterior.

Dejé el bolso en la mesa de la cocina y revolví entre su contenido para sacar el spray de pimienta y la pistola eléctrica.

– Aquí ha entrado alguien -le dije a El Porreta.

– Si, me pasa con frecuencia.

Me volví y le miré fijamente.

– ¿Con frecuencia?

– Esta semana es la tercera vez. Me imagino que alguien quería llevarse nuestros ahorros. Y al viejo ese, ¿qué le pasa? Era muy amigo de Dougie, vino a casa más de una vez y todo. Y ahora se pone a gritarme. Es, no sé, como desconcertante, colega.

Me quedé pasmada, con la boca abierta y los ojos desencajados durante unos segundos.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que DeChooch volvió después de dejar los cigarrillos?

– Sí. Sólo que yo no sabía que era DeChooch. No sabía cómo se llamaba. Dougie y yo le llamábamos el vejete. Yo estaba aquí cuando entregó los cigarrillos. Dougie me llamó para que le ayudara a descargar las cajas. Y un par de días después vino a ver a Dougie. La segunda vez yo no le vi. Lo sé porque me lo dijo Dougie -El Porreta dio una última calada a la colilla-. Fíjate lo que son las coincidencias. ¡Quién me iba a decir que estábamos buscando al vejete!

Pescozón mental.

– Voy a revisar el resto de la casa. Tú quédate aquí. Si me oyes gritar, llama a la policía.

¿Soy valiente o no? De hecho estaba completamente segura de que no había nadie en la casa. Llevaba lloviendo por lo menos una hora, si no más, y no había señales de que hubiera entrado nadie con los pies mojados. Lo más probable era que la casa hubiera sido registrada la noche anterior.

Accioné el interruptor de la luz del sótano y empecé a bajar las escaleras. Era una casa pequeña con un sótano pequeño y no tuve que adentrarme mucho para ver que el sótano también había sido objeto de un concienzudo registro. Las cajas que había en el trastero y en el otro dormitorio habían sido abiertas y vaciadas en el suelo.

Estaba claro que El Porreta no sabía qué era lo que buscaba DeChooch. El Porreta no era tan listo como para crear pistas falsas.

– ¿Ha desaparecido algo? -le pregunté a El Porreta-. ¿Ha notado Dougie alguna vez la falta de algo después de que le registraran la casa?

– Un asado.

– ¿Perdona?

– Lo juro por Dios. Había un asado en el congelador y alguien se lo llevó. Era pequeño. De un kilo. Era una sobra de un corte de buey que Dougie se encontró por casualidad. Ya sabes… que se cayó de un camión. Era lo último que quedaba. Nos lo quedamos nosotros por si nos apetecía cocinar algún día.

Volví a la cocina y revisé el frigorífico y el congelador.

– Esto es un muermo total. Esta casa no es lo mismo sin el Dougster aquí.

Detestaba admitirlo, pero necesitaba ayuda para atrapar a DeChooch. Tenía la sospecha de que él era la clave de la desaparición de Dougie y no paraba de escapárseme.

Connie se disponía a cerrar la oficina cuando entramos El Porreta y yo.

– Me alegro de que hayáis venido -dijo-. Tengo un NCT para vosotros. Roseanne Kreiner. Mujer empresaria de tipo puti. Tiene su oficina en la esquina de Stark con la Doce. Acu sada de darle una paliza de muerte a uno de sus clientes. Imagino que no querría pagarle los servicios prestados. No será muy difícil de encontrar. Probablemente no quería perder tiempo de trabajo yendo a juicio.

Le cogí la carpeta a Connie y la metí en mi bolso.

– ¿Sabes algo de Ranger?

– Entregó a su hombre esta mañana.

¡Hurra! Ranger había vuelto. Podría ayudarme con lo mío. Marqué su número, pero no hubo respuesta. Le dejé un mensaje y probé en su buscapersonas. Un instante después mi móvil sonó y un estremecimiento me recorrió el estómago. Era Ranger.

– Hola -dijo Ranger.

– Me vendría bien un poco de ayuda con un NCT.

– ¿Qué te pasa?

– Es viejo y yo quedaría como una inútil si le disparara.

Oí cómo Ranger se reía al otro lado de la línea.

– ¿Qué ha hecho?

– De todo. Es Eddie DeChooch.

– ¿Quieres que hable con él?

– No. Quiero que me des algunas ideas para traerle sin cargármelo. Tengo miedo de que, si le doy una descarga con la pistola eléctrica, estire la pata.

– Haz equipo con Lula. Acorraladle y esposadle.

– Eso ya lo he intentado.

– ¿Se os escapó a Lula y a ti? Cariño, debe tener unos ochenta años. No ve. No oye. Tarda hora y media en vaciar la vejiga.

– Fue complicado.

– La próxima vez puedes probar a pegarle un tiro en un pie -dijo Ranger-. Eso suele funcionar.

Y así cortó la comunicación.

Genial.

A continuación llamé a Morelli.

– Tengo noticias para ti -me dijo-. Me encontré con Costanza cuando salí a por el papel. Me dijo que ya había llegado el resultado de la autopsia de Loretta Ricci y que había muerto de un ataque al corazón.

– ¿Y le dispararon después?

– Lo has cogido, Bizcochito.

Demasiado retorcido.

– Ya sé que es tu día libre, pero me preguntaba si me harías un favor -le dije a Morelli.

– Ay, madre.

– Quería pedirte que cuidaras de El Porreta. Está implicado en este lío de DeChooch y no sé si es seguro dejarle solo en mi apartamento.

– Bob y yo ya estamos preparados para ver el partido. Llevamos toda la semana planeándolo.

– El Porreta puede verlo con vosotros. Os lo llevo.

Colgué antes de que Morelli pudiera decir que no.

Roseanne Kreiner estaba de pie en su esquina, bajo la lluvia, completamente empapada y con cara de malas pulgas. Si yo hubiera sido un tío no le habría dejado que se acercara ni a diez metros de mi pito. Iba vestida con botas negras de tacón alto y una bolsa negra de basura. Era difícil de distinguir lo que llevaba debajo de la bolsa. Puede que nada. Paseaba y saludaba con la mano a los coches que pasaban y, cuando los coches no se paraban, les sacaba el dedo. Su expediente decía que tenía cincuenta y dos años.

Me arrimé a la acera y bajé la ventanilla.

– ¿Te lo haces con mujeres?

– Cariño, me lo hago con cerdos, vacas, patos y mujeres. Si tú pones la lana yo pongo la gana. Veinte por un trabajito manual. Te cobro horas extras si te pasas de tiempo.