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Tomé la autopista 1 hasta Princeton, saqué un mapa y localice la casa de Vincent. Princeton no forma realmente parte de Nueva Jersey. Es una pequeña isla de riqueza y excentricidad intelectual que flota en el Mar de la Megápolis Central. Es un pueblo de bondad infinita en la tierra del centro comercial. En Princeton el aire es más ligero, los tacones más bajos y los culos más apretados.

Vincent poseía una enorme casa colonial amarilla y blanca con medio acre de terreno en un extremo del pueblo. Había un garaje separado para dos coches. Ningún coche en el paseo. Ninguna bandera que proclamara que Eddie DeChooch residía allí. Aparqué a una casa de distancia, en la acera opuesta de la calle y me quedé mirando la casa. Muy aburrido. No pasaba nada. No entraban coches. No se veían niños jugando en la acera. No sonaba ensordecedor el heavy metal en ningún altavoz gigantesco del segundo piso. Un bastión de respetabilidad y decoro. Y un poquito sobrecogedora. Saber que estaba comprada con los beneficios del Snake Pit no alteraba la sensación de superioridad de la opulencia. Pensé que a Dave Vincent no le haría ninguna ilusión que una cazarrecompensas en busca de Eddie DeChooch perturbara su tranquilidad dominical. Y puede que me lo estuviera inventando, pero no creo que la señora Vincent aceptara la posibilidad de mancillar su estatus social albergando a tipos como Choochy.

Tras una hora de vigilancia sin resultados, un coche de la policía apareció en la calle y aparcó detrás de mí. Genial. Me iban a echar a patadas del barrio. Si alguien del Burg me pillara sentada vigilando su casa mandarían al perro para que se meara en las ruedas del coche. Como acción de apoyo, me gritarían una serie de improperios para que me largara de una vez. En Princeton te mandaban un agente de las fuerzas de orden público perfectamente planchado y bien educado para indagar. ¿Tiene clase o no?

No parecía tener mucho sentido discutir con el Agente Perfecto, así que salí del coche y fui hacia él mientras estaba examinando mi matrícula. Le entregué una tarjeta mía y el contrato de fianza que me autorizaba a detener a Eddie DeChooch. Y le di la explicación clásica de la vigilancia rutinaria.

Entonces él me explicó a mí que la buena gente de aquel vecindario no estaba acostumbrada a estar bajo vigilancia y que, probablemente, me iría mejor si llevara a cabo la vigilancia de manera más discreta.

– Por supuesto -le dije. Y me fui.

Si un policía es amigo tuyo, es el mejor amigo que puedas tener en tu vida. Pero, por otro lado, si no tienes cierta intimidad con un policía, lo mejor es no cabrearle.

De todas maneras, vigilar la casa de Vincent no me estaba sirviendo de nada. Si quería hablar con Dave Vincent lo mejor sería ir a verle al trabajo. Además, tampoco me vendría mal echar un vistazo al Snake Pit. No sólo podría hablar con Vincent; además tendría otra oportunidad con Mary Maggie Mason. Parecía una persona bastante agradable, pero estaba claro que sabía más de aquella historia.

Tomé la autopista 1 en dirección sur y, de repente, decidí echarle otro vistazo al garaje de Mary Maggie.

Siete

Llegué al garaje y di unas vueltas buscando el Cadillac blanco. Recorrí todos los pasillos arriba y abajo, pero no tuve suerte. Y menos mal, porque no sabía lo que iba a hacer si me encontraba con Choochy. No me sentía capaz de detenerle yo sola. Y la idea de aceptar la proposición de Ranger me produjo un orgasmo en el acto, seguido de un ataque de pánico.

Porque, a ver, ¿qué pasaba si dormía una noche con Ranger? ¿Qué pasaría? Supongamos que fuera tan increíble que ya no me interesara ningún otro hombre. Supongamos que fuera mejor en la cama que Joe. Y no es que Joe fuera un desastre en la cama. Pero es que Joe era simplemente mortal, y no estaba muy segura de Ranger.

Y ¿qué sería de mi futuro? ¿Me iba a casar con Ranger? No. Ranger no era de los que se casaban. ¡Qué coño!, Joe tampoco lo era mucho.

Y luego estaba el otro aspecto del asunto. Supongamos que yo no estuviera a la altura. Involuntariamente cerré los ojos con fuerza. ¡Agh! Sería horrible. Más que bochornoso.

¡Supongamos que él no estuviera a la altura! La fantasía estaría destrozada. ¿En qué pensaría entonces cuando estuviéramos a solas la ducha de masaje y yo?

Sacudí la cabeza para aclararme la cabeza. No quería planterame una noche con Ranger. Era demasiado complicado.

Ya era la hora de cenar cuando llegué a casa de mis padres. Valerie se había levantado de la cama y estaba sentada en la mesa con las gafas de sol puestas. Angie y El Porreta comían sándwiches de mantequilla de cacahuete delante de la televisión. Mary Alice galopaba por la casa, piafando y relinchando. La abuela estaba arreglada para ir al velatorio. Mi padre inclinaba la cabeza sobre el asado. Y mi madre estaba en el extremo opuesto de la mesa con un sofoco de primera. Tenía la cara sonrojada, el pelo humedecido en la frente y los ojos recorrían febrilmente la habitación, retando a cualquiera que se le ocurriera comentar que estaba en el umbral del cambio.

La abuela hizo caso omiso de mi madre y me pasó la salsa de manzana.

– Esperaba que te presentaras a cenar. Me vendría bien que me llevaras al velatorio.

– Claro que sí -dije-. Pensaba ir de todas formas.

Mi madre me dedicó una mirada sufriente.

– ¿Qué? -le pregunté.

– Nada.

– ¿Qué?

– La ropa que llevas. Si vas al velatorio de la Ricci vestida así no van a parar de llamarme durante una semana. ¿Qué le voy o decir a la gente? Pensarán que no tienes dinero para comprarte ropa decente.

Bajé la mirada a mis vaqueros y mis botas. A mí me parecían decentes, pero no estaba dispuesta a discutir con una mujer menopáusica.

– Tengo ropa que puedes ponerte -dijo Valerie-. De hecho, voy a ir contigo y con la abuela. ¡Será divertido! ¿Stiva sigue dando galletitas?

Seguro que hubo un error en el hospital. No es posible que yo tenga una hermana que piense que las funerarias son divertidas.

Valerie saltó de su silla y me arrastró de la mano escaleras arriba.

– ¡Sé exactamente lo que te vas a poner!

No hay nada peor que ponerse ropa de otros. Bueno, puede que el hambre en el mundo o una epidemia de tifus, pero, aparte de eso, la ropa prestada nunca sienta bien. Valerie es unos centímetros más baja que yo y pesa dos kilos menos. Calzamos exactamente el mismo pie y nuestros gustos en ropa no podían ser más opuestos. Vestirme con ropa de Valerie para ir al velatorio de la Ricci es como un Halloween en el infierno.

Valerie sacó una falda del armario.

– ¡Tachón! -cantó-. ¿A que es maravillosa? Es perfecta. Y también tengo la blusa perfecta. Y los zapatos perfectos. Va todo a juego.

Valerie siempre ha ido a juego. Sus zapatos y sus bolsos siempre combinan. Sus blusas y sus faldas combinan también. Y Valerie sabe llevar un foulard sin parecer una idiota.

Al cabo de cinco minutos Valerie me había pertrechado por completo. La falda era malva y lima con un estampado de lirios rosas y amarillos. El tejido era vaporoso y el bajo me llegaba por media pantorrilla. Probablemente a mi hermana, en L. A., le quedaba genial, pero en mí parecía una cortina de ducha de los setenta. Arriba llevaba una camisa elástica de algodón blanco con mangas farol y cuello de encaje. En los pies me puso unas sandalias de tiras rosas con tacones de ocho centímetros.

Nunca en mi vida se me habría ocurrido ponerme zapatos rosas.

Me miré en el espejo de cuerpo entero e intenté no hacer una mueca.

– Fíjate -dijo la abuela cuando llegamos a la funeraria de Stiva-. Está abarrotado. Teníamos que haber venido antes. Todos los asientos buenos junto al féretro estarán ya cogidos.