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Como las noticias vuelan en el Burg, cuando llegamos a casa mi madre ya había recibido seis llamadas de teléfono sobre el asunto y conocía hasta el menor detalle de la escaramuza. Cuando entramos en casa apretó la boca con fuerza y fue a por hielo para mi ojo.

– No ha sido para tanto -le dijo Valerie a mi madre-. Los de urgencias dijeron que no creían que Stephanie se hubiera roto la nariz. De todas maneras, tampoco pueden hacer gran cosa cuando te rompes la nariz, ¿verdad, Stephanie? Tal vez ponerte una tirita -le quitó la bolsa de hielo de las manos a mi madre y se la puso ella en la cabeza-. ¿Hay alguna bebida alcohólica en casa?

El Porreta se separó de la televisión.

– Colega -dijo-. ¿Qué ha pasado?

– Una pequeña disputa por un sitio para aparcar.

Asintió con la cabeza.

– Si es que hay que ponerse a la cola, ¿no es verdad?

Y se volvió a ver la televisión.

– No me lo vas a dejar aquí, ¿verdad? -preguntó mi madre-. No se va a quedar a vivir conmigo también éste, ¿no?

– ¿Crees que resultaría? -le pregunté esperanzada.

– ¡No!

– Entonces supongo que no te lo voy a dejar.

Angie retiró la mirada de la televisión.

– ¿Es verdad que te ha pegado una ancianita?

– Ha sido un accidente -le dije.

– Cuando una persona recibe un golpe en la cabeza se le inflama el cerebro. Eso mata neuronas que no se vuelven a regenerar.

– ¿No es demasiado tarde para que estés viendo la televisión?

– No tengo que ir a la cama porque no tengo que ir a la escuela mañana -dijo Angie-. No nos hemos matriculado en la escuela nueva. Y, además, estamos acostumbradas a acostarnos tarde. Mi padre tiene muchas cenas de negocios y nos dejan estar levantadas hasta que vuelve a casa.

– Pero ahora se ha marchado -dijo Mary Alice-. Nos ha abandonado para poder dormir con la niñera. Una vez les vi dándose un beso y papá tenía un tenedor en los pantalones y se le estaba saliendo.

– Es lo que tienen los tenedores -dijo la abuela.

Recogí mi ropa y a El Porreta y nos pusimos en marcha hacia casa. Si hubiera estado en mejores condiciones habría dirigido el coche hacia el Snake Pit, pero aquello tendría que dejarlo para otro día.

– Cuéntame otra vez por qué todo el mundo anda detrás de ese tal Eddie DeChooch -dijo El Porreta.

– Yo le busco porque no se presentó el día que le tocaba el juicio. Y la policía le busca porque creen que podría estar implicado en un asesinato.

– Y cree que yo tengo algo que le pertenece.

– Sí.

Observé a El Porreta mientras conducía y me pregunté si no habría algo suelto en su cabeza, si no emergería de pronto a la superficie alguna importante información.

– ¿Y a ti qué te parece? -dijo El Porreta-. ¿Crees que Samantha puede hacer todas esas cosas mágicas sin mover la nariz?

– No -dije-. Creo que tiene que mover la nariz.

El Porreta lo pensó concienzudamente.

– Yo también lo creo.

Era lunes por la mañana y me sentía como si me hubiera atropellado un camión. Se me había hecho una postilla en la rodilla y me dolía la nariz. Salí de la cama a rastras y repté hasta el cuarto de baño. ¡Aaah! Tenía los dos ojos morados. Uno estaba considerablemente más morado que el otro. Me metí en la ducha y me quedé en ella lo que me parecieron un par de horas. Cuando salí la nariz me dolía menos, pero los ojos estaban peor que antes.

Nota mental. Dos horas de ducha caliente no son buenas para los ojos morados en primera fase.

Me revolví el pelo con el secador y lo recogí en una cola de caballo. Me vestí con el uniforme habitual de vaqueros y camiseta y fui a la cocina a hacerme el desayuno. Desde que había aparecido Valerie mi madre había estado demasiado ocupada para prepararme la bolsa de comida habitual, o sea que no había bizcocho de piña en el frigorífico. Me serví un vaso de zumo de naranja y metí una rebanada de pan en la tostadora. El apartamento estaba muy silencioso. Tranquilo. Apacible. Demasiado apacible. Demasiado tranquilo. Salí de la cocina y eché un vistazo. Todo parecía estar en orden. Salvo por la almohada y la manta revuelta en el sofá.

¡Mierda! El Porreta no estaba. ¡Joder, joder, joder!

Corrí hacia la puerta. Estaba cerrada y con el cerrojo echado. La cadena de seguridad colgaba suelta, sin cerrar. Abrí la puerta y miré afuera. No había nadie en el descansillo. Miré por la ventana de la sala al aparcamiento. El Porreta no estaba allí. Ni personajes o coches sospechosos. Llamé a casa de El Porreta. No hubo respuesta. Garabateé una nota para El Porreta diciéndole que enseguida volvía y que me esperara. Podía esperar en el descansillo o colarse en el apartamento. Al fin y al cabo, todo el mundo se colaba en mi apartamento. Pegué la nota en la puerta y me fui.

Mi primera parada fue en casa de El Porreta. Dos compañeros de piso. El Porreta no estaba. Segunda parada, la casa de Dongie. Allí no hubo suerte. Pasé por el club social, la casa de Eddie y la casa de Ziggy. Volví a mi apartamento. Ni rastro de El Porreta.

Llamé a Morelli.

– Ha desaparecido -le dije-. Cuando me levanté esta mañana había desaparecido.

– ¿Y eso es malo?

– Sí, es malo.

– Tendré los ojos abiertos.

– No habrá habido nada de… uh…

– ¿Cadáveres arrastrados por la marea? ¿Cuerpos encontrados en el vertedero? ¿Miembros descuartizados echados en el buzón de devolución nocturna del videoclub? No. Ha sido una noche tranquila. Ninguna de esas cosas.

Colgué y llamé a Ranger.

– Socorro -le dije.

– He oído que una ancianita te dio una paliza anoche -dijo él-. Vamos a tener que darte unas lecciones de defensa personal, cariño. No es bueno para tu imagen que una anciana te dé una paliza.

– Tengo problemas más importantes que ése. Estaba vigilando a El Porreta y ha desaparecido.

– Puede que se haya marchado, sencillamente.

– Puede que no.

– ¿Se ha llevado un coche?

– Su coche sigue en el aparcamiento de mi casa.

Ranger se quedó en silencio un instante.

– Voy a hacer unas preguntas y te vuelvo a llamar.

Llamé a mi madre.

– No habrás visto a El Porreta, ¿verdad? -le pregunté.

– ¿Qué? -gritó-. ¿Qué has dicho?

Pude oír a Angie y a Mary Alice correteando por detrás. Estaban gritando y parecía que daban golpes en cacerolas.

– ¿Qué está pasando ahí? -grité al teléfono.

– Tu hermana se ha ido a una entrevista de trabajo y las niñas están haciendo un desfile.

– Pues parece que están haciendo la Tercera Guerra Mundial. ¿Ha pasado El Porreta por ahí esta mañana?

– No. No le he visto desde anoche. Es un poquito raro, ¿no? ¿Estás segura de que ha dejado las drogas?

Volví a dejar la nota para El Porreta pegada en la puerta y fui en el coche a la oficina. Connie y Lula estaban sentadas en la mesa de la primera, mirando la puerta de la guarida de Vinnie.

Connie me hizo un gesto para que me estuviera callada.

– Joyce está dentro con Vinnie -susurró-. Ya llevan diez minutos dale que te pego.

– Tenías que haber estado aquí cuando Vinnie se puso a mugir como una vaca. Creo que Joyce ha debido ordeñarle -dijo Lula.

Detrás de la puerta cerrada se oían gruñidos y gemidos en tono grave. Los gruñidos cesaron y Lula y Connie se estiraron expectantes.

– Ésta es mi parte favorita -dijo Lula-. Ahora empiezan con los azotes y Joyce ladra como un perro.

Me incliné igual que ellas para escuchar los azotes y los ladridos de Joyce, avergonzada pero incapaz de alejarme.