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– Será mejor que se vista -dije-. Tenemos que llevarle a la ciudad, en serio.

– ¿Por qué no? -dijo DeChooch-. Da igual dónde esté sentado. Lo mismo puedo estar en la ciudad que aquí -se levantó, soltó un triste suspiro y se dirigió a las escaleras arrastrando los pies y con los hombros caídos. Se giró y nos dijo-: Dadme un minuto.

La casa era muy parecida a la de mis padres. La sala de estar a la entrada, el comedor en el centro y la cocina asomada a un estrecho patio trasero. Arriba habría tres dormitorios pequeños y un cuarto de baño.

Lula y yo nos quedamos sentadas en el silencio y la oscuridad, escuchando los pasos de DeChooch en su dormitorio, encima de nosotras.

– Tenía que haber traficado con Prozac en vez de con cigarrillos -dijo Lula-. Se podría haber metido unos cuantos.

– Lo que tendría que hacer es arreglarse los ojos. Mi tía Rose se operó de cataratas y ahora puede ver otra vez.

– Sí, y si se arregla los ojos probablemente se podría cargar a mucha más gente. Seguro que eso le levantaría mucho el ánimo. De acuerdo, puede que sea mejor que no se opere los ojos.

Lula miró a las escaleras.

– ¿Qué estará haciendo ahí arriba? ¿Cuánto se tarda en ponerse un par de pantalones?

– A lo mejor no puede encontrarlos.

– ¿Crees que está tan ciego?

Me encogí de hombros.

– Ahora que me doy cuenta, ya no le oigo moverse -dijo Lula-. Puede que se haya quedado dormido. Los viejos lo hacen muy a menudo.

Me acerqué a las escaleras y le grité a DeChooch:

– Señor DeChooch ¿Se encuentra bien?

Sin respuesta.

Grité de nuevo.

– ¡Ay, madre! -dijo Lula.

Subí las escaleras de dos en dos. La puerta del dormitorio de DeChooch estaba cerrada, y la aporreé con fuerza.

– ¿Señor DeChooch?

Mierda.

– ¿Qué pasa? -gritó Lula desde abajo.

– DeChooch no está aquí.

– ¿Cómo?

Lula y yo inspeccionamos la casa. Miramos debajo de las camas y dentro de los armarios. Rebuscamos en el sótano y en el garaje. Los armarios de DeChooch estaban llenos de ropa y su cepillo de dientes seguía en el cuarto de baño. Su coche dormía en el garaje.

– Esto es muy raro -dijo Lula-. ¿Cómo puede habernos despistado? Estábamos sentadas en la misma entrada. Le habríamos visto escabullirse.

Estábamos en el patio de atrás y levanté los ojos a la segunda planta. La ventana del baño daba directamente al tejado plano que cubría la puerta trasera que unía la cocina con el patio. Igual que en casa de mis padres. Cuando iba al instituto solía escaparme por aquella ventana por las noches para salir con mis amigos. Mi hermana Valerie, la hija perfecta, nunca hizo tal cosa.

– Puede haberse escapado por la ventana -dije-. Además, ni siquiera tendría una gran distancia porque tiene esos dos cubos de basura pegados a la pared.

– Desde luego, vaya cara tiene, hacerse el pobre ancianito frágil y deprimido de la leche, y en cuanto nos damos la vuelta salta por una ventana. Si te digo yo que ya no puede una fiarse de nadie.

– Nos la ha dado con queso.

– Menudo saltarín.

Entré en la casa, revisé la cocina y, con un mínimo esfuerzo, encontré un manojo de llaves. Probé una de las llaves en la puerta principal. Perfecto. Cerré la casa y me guardé las llaves en el bolsillo. La experiencia me ha enseñado que, tarde o temprano, todos vuelven a casa. Y cuando DeChooch vuelva a casa puede que quiera cerrarla en condiciones.

Llamé a la puerta de Angela y le pregunté si, por casualidad, no estaría escondiendo a Eddie DeChooch. Ella insistió en que no le había visto en todo el día, de modo que le di mi tarjeta y le dije que me llamara si aparecía DeChooch.

Lula y yo nos metimos en el CR-V, encendí el motor y la imagen de las llaves de DeChooch se abrió paso hasta la superficie de mi cerebro. La llave de la casa, la llave del coche y… una tercera llave. Saqué el llavero del bolso y lo miré.

– ¿De dónde crees que es esta tercera llave? -pregunté a Lula.

– Es de uno de esos candados Yale que se ponen en las taquillas de los gimnasios y en los cobertizos y esas cosas.

– ¿Recuerdas haber visto un cobertizo?

– No lo sé. Supongo que no estaba atenta a eso. ¿Crees que puede estar escondido en el cobertizo con el cortacésped y el herbicida?

Quité el contacto del motor, salimos del coche y volvimos al patio.

– No veo ningún cobertizo -dijo Lula-. Veo un par de cubos de basura y el garaje.

Echamos un vistazo al sombrío garaje por segunda vez.

– Aquí no hay nada más que el coche.

Rodeamos el garaje hasta el fondo y descubrimos el cobertizo.

– Sí, pero está cerrado por fuera -dijo Lula-. Tendría que ser Houdini para meterse dentro y después cerrar desde fuera. Y, además, este cuchitril huele verdaderamente mal.

Metí la llave en el candado y el cierre se abrió de un salto.

– Espera -dijo Lula-. Voto por que dejemos el cobertizo cerrado. No quiero saber lo que huele así.

Bajé el picaporte, la puerta del cobertizo se abrió de par en par y Loretta Ricci apareció ante nosotras con la boca abierta, los ojos ciegos, y cinco agujeros de bala en medio del pecho. Estaba sentada en el suelo de tierra, con la espalda apoyada contra la pared de metal ondulado y el pelo blanco por la capa de cal que no hacía gran cosa por detener la descomposición que conlleva la muerte.

– Mierda, eso no es una tabla de planchar -dijo Lula.

Cerré la puerta de golpe, puse el candado en su sitio y establecí cierta distancia entre el cobertizo y yo. Me dije a mí misma que no iba a vomitar e hice unas cuantas respiraciones profundas.

– Tenías razón -dije-. No tenía que haber abierto el cobertizo.

– Nunca me haces caso. Ahora mira lo que tenemos. Y todo porque tienes que ser una chismosa. Y no sólo eso, ya sé lo que viene ahora. Vas a llamar a la policía y te van a tener todo el día liada. Si tuvieras un poco de cabeza harías como que no has visto nada y nos iríamos a comer unas patatas fritas con Coca-Cola. La verdad es que me vendrían bien unas patatas fritas y una Coca-Cola.

Le di las llaves de mí coche.

– Vete a comer algo, pero vuelve antes de media hora. Te juro que si me abandonas mando a la policía a buscarte.

– Oye, eso me duele. ¿Cuándo te he abandonado yo?

– ¡Me abandonas todo el tiempo!

– Bah -dijo Lula.

Abrí mi teléfono móvil y llamé a la policía. A los pocos minutos oí a los chicos de azul aparcar delante de la casa. Eran Carl Costanza y su compañero, Big Dog.

– Cuando nos han avisado me he imaginado que eras tú -me dijo Carl-. Hace casi un mes que no descubrías un cadáver. Sabía que te tocaba ya.

– ¡No encuentro tantos cadáveres!

– Oye -dijo Big Dog-, ¿eso que llevas es un chaleco Kevlar?

– Y además nuevecito -dijo Costanza-. No tiene ni un agujero de bala.

Los polis de Trenton son los mejores del mundo, pero su presupuesto no es exactamente como el de Beverly Hills. Los polis de Trenton esperan que Santa Claus les traiga su chaleco antibalas, porque los chalecos se financian básicamente con ayudas variadas y donaciones y no vienen acompañando automáticamente a la placa.

Saqué la llave de la casa de DeChooch del llavero y la puse a buen recaudo en mi bolsillo. Las otras dos llaves se las di a Costanza.

– Loretta Ricci está en el cobertizo y no tiene muy buen aspecto.

Conocía a Loretta Ricci de vista y nada más. Vivía en el Burg y era viuda. Yo le echaría unos sesenta y cinco años. A veces la veía en la carnicería de Giovichinni comprando carne para sus comidas.

Vinnie se inclinó en la silla y nos miró a Lula y a mí con los ojos entornados.