– Es por culpa de la vista. No debería conducir de noche -dijo.
No jodas. Y eso sin hablar de su cabeza, por la que tendrían que prohibirle conducir a cualquier hora. El tío ese es un lunático.
– ¿Hubo algún herido? -preguntó Mary Maggie.
Ranger sacudió la cabeza.
– Llámanos si sabes algo de él, ¿de acuerdo? -dije.
– Claro -contestó Mary Maggie.
– No nos va a llamar -le dije a Ranger mientras bajábamos en el ascensor.
Ranger se limitó a mirarme.
– ¿Qué? -pregunté.
– Paciencia.
Las puertas del ascensor se abrieron en el garaje subterráneo y salimos de él.
– ¿Paciencia? El Porreta y Dougie han desaparecido y yo tengo a Joyce Barnhardt pisándome los talones. Vamos por ahí hablando con gente, pero no descubrimos nada nuevo, no pasa nada y ni siquiera parece que a nadie le importe lo más mínimo.
– Estamos dando mensajes. Presionando. Cuando se presiona en el punto apropiado las cosas se empiezan a romper.
– Hmmm -dije con la persistente sensación de que no habíamos logrado gran cosa.
Ranger abrió el coche con el control remoto.
– No me gusta cómo ha sonado ese «hmmm».
– Ese rollo de la presión me suena un poco… oscuro.
Estábamos solos en el garaje apenas iluminado. Ranger y yo a solas bajo dos plantas de coches y hormigón. Era el escenario perfecto para un asesinato del hampa o el ataque de un violador perturbado.
– Oscuro -repitió Ranger.
Me agarró por las solapas de la chaqueta, me atrajo hacia sí y me besó. Su lengua tocó la mía y tuve un estremecimiento que estuvo a un milímetro de ser un orgasmo. Sus manos se deslizaron dentro de mi chaqueta y me rodearon la cintura. Sentía su cuerpo duro pegado a mí. Y, de repente, nada importaba, salvo tener un orgasmo provocado por Ranger. Lo estaba deseando. Ya mismo. Que le dieran a Eddie DeChooch. Uno de estos días se estrellaría contra los pilares de un paso elevado y allí acabaría todo.
– Sí, pero ¿qué pasa con la boda? -murmuró una vocecilla en lo más profundo de mi mente.
– Cierra el pico -le dije a la vocecilla-. Eso lo pensaré después.
– Y ¿qué me dices de las piernas? -preguntó la voz-. ¿Te has afeitado las piernas esta mañana?
Caramba, ¡me costaba respirar, de tanto como necesitaba aquel puñetero orgasmo, y ahora tenía que preocuparme por los pelos de mis piernas! ¿Es que no hay justicia en este mundo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué sólo a mí me tienen que importar los pelos de las piernas? ¿Por qué tiene que ser siempre la mujer la que se preocupe por el maldito pelo?
– Tierra a Steph -dijo Ranger.
– Si lo hacemos ahora, ¿contará como un anticipo si luego atrapamos a DeChooch?
– No lo vamos a hacer ahora.
– ¿Por qué no?
– Porque estamos en un aparcamiento. Y cuando consiga sacarte de este garaje ya habrás cambiado de opinión.
Le miré entrecerrando los ojos.
– Entonces, ¿qué sentido tiene esto?
– Demostrarte que se pueden destruir las defensas de una persona si se aplica la presión en el punto justo.
– ¿Me estás diciendo que sólo era una demostración? ¿Me has puesto en este… en este estado para reforzar un argumento?
Sus manos seguían en mi cintura, apretándome contra él.
– ¿Cómo es de grave ese estado?
Si hubiera sido un poco más grave habría ardido por combustión espontánea.
– No es para tanto -le dije.
– Mentirosa.
– ¿Y cómo es de grave tu estado?
– Preocupantemente grave.
– Me estás complicando la vida.
Me abrió la puerta del coche.
– Sube. Ronald DeChooch es el siguiente de la lista.
La recepción de la empresa de pavimentos estaba vacía cuando entramos Ranger y yo. Un chaval joven asomó la cabeza por una esquina y nos preguntó qué queríamos. Le dijimos que queríamos hablar con Ronald. Treinta segundos después Ronald salía de donde estuviera, al fondo de las oficinas.
– Había oído que una ancianita te había dado en un ojo, pero no sabía que hubiera hecho tan buen trabajo -me dijo Ronald-. Es un ojo morado de primera.
– ¿Has visto a tu tío recientemente? -le preguntó Ranger.
– No, pero he oído decir que tuvo un accidente delante de la funeraria. No debería conducir de noche.
– El coche que conducía pertenece a Mary Maggie Mason -dije yo-. ¿La conoces?
– La he visto por ahí -miró a Ranger-. ¿Tú también estás trabajando en este caso?
Ranger hizo un casi imperceptible gesto de asentimiento con la cabeza.
– Me alegro de saberlo.
– ¿Qué ha querido decir con eso? -le dije a Ranger en cuanto salimos-. ¿Ha querido decir lo que creo que ha querido decir? ¿Esa almorrana ha dicho que como estás tú en el caso han cambiado las cosas? O sea, que ahora se va a tomar la búsqueda en serio.
– Vamos a echarle un vistazo a la casa de Dougie -dijo Ranger.
La casa de Dougie no había cambiado desde la última vez que la había visitado. No había signos de un nuevo registro. Ni tampoco de que Dougie o El Porreta hubieran pasado por allí. Ranger y yo recorrimos las habitaciones una por una. Le puse a Ranger al día de mis anteriores registros y de la desaparición del asado.
– ¿La desaparición del asado te parece algo relevante? -le pregunté.
– Uno de los misterios de la vida -dijo él.
Dimos la vuelta a la casa y nos metimos en el garaje de Dougíe.
El perrillo escandaloso de los vecinos abandonó su puesto en el porche de los Belski y se puso a saltar a nuestro alrededor, ladrando y mordiéndonos las perneras de los pantalones.
– ¿Crees que alguien se dará cuenta si le pego un tiro? -me preguntó Ranger.
– Creo que la señora Belski te perseguiría con un cuchillo de carnicero en la mano.
– ¿Le has preguntado a la señora Belski si sabe quién registró la casa?
Me di un golpe en la frente con la mano plana. ¿Cómo no se me había ocurrido hablar con la señora Belski?
– No.
Los Belski llevan toda la vida viviendo en el vecindario. Ahora tienen unos sesenta y tantos años. Gente polaca, recia y muy trabajadora. El señor Belski es un jubilado de la Stucky Tool and Die Company. La señora Belski ha criado siete hijos. Y ahora tienen a Dougie de vecino. Otras personas menos tolerantes se llevarían mal con Dougie, pero los Belski han aceptado su destino como voluntad de Dios y coexisten.
La puerta de atrás de los Belski se abrió y la señora Belski asomó la cabeza.
– ¿Les está molestando Spotty?
– No -le contesté-. Spotty no nos molesta nada.
– Se pone muy nervioso cuando ve desconocidos -dijo la señora Belski cruzando el patio para recoger a Spotty.
– Tengo entendido que han estado pasando muchos desconocidos por la casa de Dougie.
– Siempre hay desconocidos en casa de Dougie. ¿Estuvo usted en la fiesta de Star Trek que dio? -sacudió la cabeza-. Qué cosas.
– ¿Y después de aquello? En los últimos dos días.
La señora Belski se agachó para recoger a Spotty y lo sostuvo en sus brazos.
– Nada que se pueda comparar con la fiesta de Star Trek.
Le conté a la señora Belski que habían entrado en la casa de Dougie.
– ¡No! Qué horror -dijo. Miró la puerta de la casa de Dougie con preocupación-. Dougie y su amigo Walter a veces se vuelven un poquito locos, pero en el fondo son unos jóvenes muy agradables. Siempre se portan bien con Spotty.
– ¿Ha visto a alguien sospechoso por la casa?
– Estuvieron dos mujeres -dijo la señora Belski-. Una sería de mi edad. O tal vez un poco mayor. De unos sesenta años. La otra era un par de años más joven. Yo volvía de pasear a Spotty y aquellas mujeres aparcaron el coche y se metieron en casa de Dougie. Tenían la llave. Supuse que eran familiares. ¿Creen que serían ladronas?