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– ¿Recuerda qué coche llevaban?

– La verdad es que no. A mí, todos los coches me parecen iguales.

– ¿Era un Cadillac blanco? ¿O un deportivo?

– No. No era ninguna de esas dos cosas. Me acordaría de un Cadillac blanco o de un coche deportivo.

– ¿Alguien más?

– Ha estado pasando por aquí un hombre mayor. Delgado. De setenta y tantos años. Ahora que lo pienso, puede que fuera en un Cadillac blanco. A Dougie viene a verle mucha gente. No me fijo en todos. Nadie me ha parecido particularmente sospechoso. Excepto esas dos señoras que tenían las llaves. Las recuerdo porque la mayor me miró y había algo especial en su mirada. Sus ojos daban miedo. Tenía una mirada fiera y enloquecida.

Le di las gracias a la señora Belski y le entregué una de mis tarjetas.

Una vez a solas con Ranger en el coche me puse a pensar en la cara que había visto El Porreta en la ventana la noche que le dispararon. Nos había parecido tan improbable que no le habíamos dado más importancia. Él no fue capaz de identificarla ni de describirla con demasiado detalle… salvo por la mirada aterradora. Y ahora la señora Belski me hablaba de una mujer de sesenta y tantos años con una mirada que daba miedo. Y además estaba la mujer que había llamado a El Porreta para acusarle de que tenía algo suyo. Tal vez aquélla fuera la mujer de la llave. ¿Y cómo había obtenido aquella llave? Tal vez se la había dado Dougie.

– Y ahora ¿qué? -le dije a Ranger.

– Ahora a esperar.

– Nunca se me ha dado muy bien esperar. Tengo otra idea. ¿Qué te parece si me pongo de cebo? ¿Qué te parece si llamo a Mary Maggie y le digo que tengo la cosa y que quiero canjearla por El Porreta? Y le digo que se lo comente a DeChooch.

– ¿Crees que Mary Maggie es su contacto?

– Es un palo de ciego.

Morelli llamó media hora después de que Ranger me dejara en casa.

– ¿Que eres qué? -gritó.

– El cebo.

– ¡Jesús!

– Es buena idea -dije-. Vamos a hacer que se crean que tengo lo que sea que estén buscando…

– ¿Vamos?

– Ranger y yo.

– Ranger.

Tuve una visión mental de Morelli apretando los dientes.

– No quiero que trabajes con Ranger.

– Es mi trabajo. Somos cazarrecompensas.

– Y tampoco quiero que te dediques a eso.

– Vaya, pues ¿sabes una cosa? A mí no me vuelve loca que seas policía.

– Al menos mi trabajo es legal -dijo Morelli.

– Mi trabajo es tan legal como el tuyo.

– Cuando trabajas con Ranger no lo es -dijo-. Es un chiflado. Y no me gusta cómo te mira.

– ¿Cómo me mira?

– Igual que yo.

Me di cuenta de que estaba hiperventilando. Respira despacio, me dije a mí misma. Que no te entre pánico.

Me libré de Morelli, me hice un sándwich de mantequilla de cacahuete con aceitunas y llamé a mi hermana.

– Estoy preocupada con el rollo este de la boda -le dije-. Sí no has sido capaz de mantener tu matrimonio, ¿qué oportunidades tengo yo?

– Los hombres piensan al revés -dijo Valerie-. Yo hice todo lo que se supone que hay que hacer y me equivoqué. ¿Cómo es posible?

– ¿Todavía le quieres?

– Creo que no. Lo que más deseo es darle un puñetazo en la nariz.

– Bueno -dije-. Tengo que dejarte.

Y colgué.

Acto seguido me puse a buscar en el listín de teléfonos, pero el nombre de Mary Maggie Mason no aparecía. No me sorprendió. Llamé a Connie y le pedí que me consiguiera el número. Connie tiene recursos para enterarse de números que no aparecen en la guía.

– Ya que has llamado te voy a pasar un asuntillo -dijo Connie-. Melvin Baylor. No se ha presentado a juicio esta mañana.

Melvin Baylor vive a dos manzanas de casa de mis padres. Es un tipo de cuarenta años absolutamente encantador al que desplumó una sentencia de divorcio que le dejó sin otra cosa que su ropa interior. Para añadir oprobio al dolor, dos semanas después de dicha sentencia su ex mujer, Lois, anunció su compromiso con el desempleado vecino de al lado.

La semana pasada se casaron su ex y el vecino. El vecino sigue sin empleo, pero ahora conduce un BMW y ve los concursos de la tele en una pantalla gigante. Mientras, Melvin vive en un apartamento de una habitación encima del garaje de Virgil Selig y tiene un Nova marrón de diez años. La noche de la boda de su ex, Melvin se zampó su cena habitual de cereales y leche desnatada y, sumido en una profunda depresión, se dirigió en su Nova al bar de Casey. Como no es un gran bebedor, después de tomar dos martinis Melvin estaba convenientemente borracho. Entonces se montó en su ruinoso cacharro y, por primera vez en su vida, demostró tener agallas irrumpiendo en el banquete de bodas de su ex mujer y aliviándose encima de la tarta delante de doscientas personas. Fue acogido con una calurosa ovación por parte de todos los hombres de la fiesta.

La madre de Lois, que había pagado ochenta y cinco dólares por aquella fantasía de tres pisos, hizo que detuvieran a Melvin acusado de escándalo público, actos obscenos, invasión de intimidad y destrucción de propiedad privada.

– Ahora mismo voy -dije-. Prepárame los papeles. Y me das el número de teléfono de la Mason cuando llegue.

Agarré el bolso y le grité a Rex que no tardaría mucho. Atravesé corriendo el descansillo y las escaleras, y me choqué con Joyce en el portal.

– Me han dicho que te has pasado toda la mañana preguntando por ahí sobre DeChooch -me dijo-. Ahora DeChooch es mío. Así que retírate.

– Por supuesto.

– Y quiero el expediente.

– Lo he perdido.

– ¡Puta! -dijo Joyce.

– ¡Guarra!

– ¡Culo gordo!

– ¡Chocho loco!

Joyce se dio la vuelta bruscamente y salió escopetada del edificio. La próxima vez que mi madre cocinara pollo iba a desear, con el hueso de la suerte, que Joyce pillara un herpes.

La oficina estaba tranquila cuando llegué. La puerta del despacho de Vinnie estaba cerrada. Lula estaba dormida en el sofá. Connie tenía preparados el teléfono de Mary Maggie y los papeles para la captura de Melvin.

– En su casa no contestan al teléfono -dijo Connie-, y ha llamado al trabajo diciendo que estaba enfermo. Probablemente esté escondido debajo de la cama, deseando que todo esto no sea más que una pesadilla.

Metí la orden de captura en el bolso y llamé a Mary Maggie desde el teléfono de Connie.

– He decidido hacer un trato con Eddie -le dije en cuanto contestó al teléfono-. El problema es que no sé cómo ponerme en contacto con él. He pensado que, como está usando tu coche, a lo mejor se pone en contacto contigo… para decirte que el coche está bien.

– ¿Cuál es el trato?

– Tengo algo que Eddie está buscando y quiero cambiarlo por El Porreta.

– ¿El Porreta?

– Eddie lo entenderá.

– Vale -dijo Mason-. Si llama se lo diré, pero no puedo garantizar que hable con él.

– Por supuesto -dije-. Por si acaso.

Lula abrió un ojo.

– Huy, huy. ¿Ya estás contando mentiras otra vez?

– Soy el cebo -dije.

– No me digas.

– ¿Qué es eso que busca DeChooch? -quiso saber Connie.

– No lo sé -dije-. Eso es parte del problema.

Por lo general, la gente se va del Burg cuando se divorcia. Melvin era una excepción. Creo que en el momento de su divorcio estaba demasiado agotado y desanimado para llevar a cabo cualquier clase de pesquisa en busca de un nuevo hogar.

Aparqué delante de la casa de Selig y fui andando al garaje de la parte de atrás. Era un garaje destartalado de dos plazas con un apartamento destartalado de una plaza en el segundo piso. Subí las escaleras del apartamento y llamé a la puerta. Escuché al otro lado. Nada. Volví a llamar, apoyé la oreja en la madera deteriorada y escuché otra vez. Alguien se movía allí dentro.