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– Hola, Melvin -grité-. Abre la puerta.

– Vete -dijo Melvin desde el otro lado-. No me encuentro nada bien. Vete.

– Soy Stephanie Plum -dije-. Tengo que hablar contigo. La puerta se abrió y apareció Melvin. Estaba despeinado y tenía los ojos inyectados en sangre.

– Tenías que haber ido al juzgado esta mañana -le dije.

– No he podido. Me encontraba mal.

– Deberías habérselo dicho a Vinnie.

– Huy. No se me ha ocurrido.

Olí su aliento.

– ¿Has estado bebiendo?

Se tambaleó sobre los talones y una sonrisa extraviada se extendió por su rostro.

– No.

– Hueles a jarabe para la tos.

– Licor de cereza. Me lo regalaron por Navidades.

Madre mía. No lo podía entregar en aquel estado.

– Melvin, tenemos que espabilarte.

– Estoy bien. Aunque no noto los pies -miró hacia abajo-. Hace un minuto sí los notaba.

Le saqué del apartamento, cerré la puerta detrás de nosotros y bajé las inestables escaleras delante de él para evitar que se rompiera el cuello. Le metí en mi CR-V y le puse el cinturón de seguridad. Se quedó así, pasmado, sujeto de los hombros por las correas, con la boca abierta y los ojos vidriosos. Me lo llevé a la casa de mis padres y le saqué del coche a rastras.

– Visitas, ¡qué bien! -dijo la abuela Mazur mientras me ayudaba a llevar a Melvin a la cocina.

Mi madre estaba planchando y canturreando sin melodía.

– Nunca la había oído cantar así -le dije a la abuela.

– Ha estado así todo el día -dijo ella-. Estoy empezando a preocuparme. Y lleva planchando la misma camisa desde hace una hora.

Senté a Melvin a la mesa, le di una taza de café solo y le preparé un sándwich de jamón.

– ¿Mamá? -dije-. ¿Estás bien?

– Claro que sí. Estoy planchando, cariño.

Melvin levantó los ojos hacia la abuela.

– ¿Sabe lo que hice? Or… riné en la tarta de boda de mi ex mujer. Me meé encima del glaseado. Delante de todo el mundo.

– Podía haber sido peor -dijo la abuela-. Podía haber hecho caca en la pista de baile.

– ¿Sabe lo que pasa cuando se hace pis encima del glaseado? Se estropea completamente. Se pone todo churretoso.

– ¿Y las figuritas de los novios que la coronan? -preguntó la abuela-. ¿También las meó?

Melvin sacudió la cabeza.

– No pude alcanzarlas. Sólo llegué al piso de abajo -dejó caer la cabeza sobre la mesa-. No puedo creer que me pusiera en ridículo de aquella manera.

– Si se entrena a lo mejor llega al piso superior la próxima vez -dijo la abuela.

– No voy a ir a una boda nunca más -dijo Melvin-. Ojalá estuviera muerto. Quizá debería suicidarme.

Valerie entró en la cocina con la cesta de la colada.

– ¿Qué pasa?

– Que me meé en la tarta -dijo Melvin-. Estaba muy pedo.

Y se quedó inconsciente con la cara encima del sándwich.

– No puedo llevármelo así.

– Puede dormir en el sofá -dijo mi madre dejando la plancha-. Que cada una le coja de una extremidad y lo llevamos entre todas.

Cuando llegué a casa Ziggy y Benny estaban en el aparcamiento.

– Hemos oído que quiere hacer un trato.

– Sí. ¿Tienen a El Porreta?

– No exactamente.

– Entonces no hay trato.

– Registramos todo el apartamento y no estaba allí -dijo Zíggy.

– Porque está en otro sitio -le contesté.

– ¿Dónde?

– No se lo voy a decir hasta que vea a El Porreta.

– Podríamos hacerle mucho daño -dijo Ziggy-. Podríamos hacerla hablar.

– A mi futura abuela política no le gustaría.

– ¿Sabe lo que creo? -dijo Zíggy-. Creo que nos está mintiendo con eso de que lo tiene.

Me encogí de hombros y di la vuelta para entrar en el edificio.

– Cuando encuentren a El Porreta me lo dicen y entonces negociaremos.

Desde que trabajo en esto no para de colarse gente en mi apartamento. Compro las mejores cerraduras del mercado y es inútil. Todo el mundo se me cuela. Lo aterrador del caso es que empiezo a acostumbrarme.

Ziggy y Benny no es que dejaran las cosas como las encontraban…, es que las mejoraban. Me fregaban los cacharros y limpiaban los muebles. La cocina estaba limpia como una patena.

Sonó el teléfono y era Eddie DeChooch.

– Tengo entendido que lo tiene usted.

– Sí.

– ¿Está en buenas condiciones?

– Sí.

– Voy a mandar a una persona a recogerlo.

– ¡Quieto! ¡Espere un momento! ¿Y qué pasa con El Porreta? El trato es que lo cambio por El Porreta.

DeChooch hizo un sonido descalificador.

– El Porreta. Ni siquiera entiendo por qué se preocupa por ese fracasado. El Porreta no entra en el trato. Le daré dinero.

– No quiero dinero.

– Todo el mundo quiere dinero. Bueno, ¿y qué le parece lo siguiente? Yo la secuestro y la torturo hasta que me lo entregue.

– Mi futura abuela política le echaría el mal de ojo.

– Ese viejo loro no es más que una chiflada. Yo no creo en esas tonterías.

DeChooch colgó.

Con el plan del cebo estaba logrando un montón de movidas, pero no conseguía ningún progreso para liberar a El Porreta.

Tenía un enorme nudo en medio de la garganta. Estaba asustada. Al parecer nadie quería negociar con El Porreta. No quería que murieran ni El Porreta ni Dougie. Y peor aún, no quería ser como Valerie, lloriqueando a moco y baba.

– Joder! -grité-. Joder!;Joder!

Rex salió de su lata de sopa y me miró agitando los bigotes. Partí una punta de Pop Tart de fresa y se la di. Él se la metió en un carrillo y regresó a su lata. Un hámster amante de los placeres sencillos.

Llamé a Morelli y le invité a cenar.

– Pero tienes que traer tú la cena -le dije.

– ¿Pollo frito? ¿Bocadillos de carne? ¿Chino? -preguntó.

– Chino.

Corrí al baño, me di una ducha, me afeité las piernas para que la estúpida voz de mi cabeza no volviera a fastidiarme las cosas y me lavé el pelo con un champú que huele a cerveza de jengibre. Revolví el cajón de la ropa interior hasta que encontré el tanga de encaje negro y el sujetador a juego. Me cubrí la ropa interior con los habituales vaqueros y camiseta y me apliqué un poco de rímel y brillo de labios. Si me iban a secuestrar y a torturar, antes iba a pasar un buen rato.

Bob y Morelli llegaron en el momento en que me estaba poniendo los calcetines.

– He traído rollitos de primavera, cosas con verduras, cosas de cerdo, cosas de arroz y una cosa que creo que era de otro pero que se ha caído en mi bolsa -dijo Morelli-. Y cerveza.

Lo pusimos todo en la mesita de café y encendimos la televisión. Morelli le lanzó un rollito a Bob. Bob lo atrapó en el aire y lo engulló de un bocado.

– Hemos estado charlando y Bob ha aceptado ser mi testigo -dijo Morelli.

– O sea, ¿que va a haber boda?

– Creí que te habías comprado un vestido.

Jugueteé con un trocito de gamba.

– Lo he devuelto.

– ¿Qué ha pasado?

– No quiero una gran boda. Me parece una tontería. Pero mi madre y mi abuela no dejan de atosigarme para que la haga. De repente tenía el vestido aquel puesto. Y acto seguido ya teníamos un salón de banquetes reservado. Es como si alguien me hubiera sacado el cerebro de la cabeza.

– Quizá deberíamos casarnos por las buenas.

– ¿Cuándo?

– Esta noche no puedo. Juegan los Rangers. ¿Mañana? ¿El miércoles?

– ¿Lo estás diciendo en serio?

– Sí. ¿Te vas a comer el último rollito?

El corazón dejó de palpitarme en el pecho. Cuando volvió a hacerlo iba a saltos. Casada. ¡Mierda! Estaba emocionada, ¿no? Por eso me parecía que iba a vomitar. Era de la emoción.

– ¿No hacen falta análisis de sangre y certificados y no sé qué más?