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Morelli dirigió su atención a mi camiseta.

– Qué bonita.

– ¿La camiseta?

Pasó la punta de un dedo por el ribete de encaje del sujetador.

– Eso también.

Su mano se deslizó por debajo del tejido de algodón y en breve la camiseta había volado por encima de mi cabeza.

– Quizá deberías enseñarme lo que tienes. Convencerme de que merece la pena casarse contigo.

Levanté una ceja.

– Quizá deberías ser tú el que me convenciera.

Morelli me bajó la cremallera de los vaqueros.

– Bizcochito, antes de que acabe esta noche me vas a suplicar que me case contigo.

Sabía por anteriores experiencias que eso era cierto. Morelli sabía cómo hacer que una chica se despertara sonriendo. Mañana por la mañana puede que andar fuera difícil, pero sonreír sería sencillo.

Nueve

El busca de Morelli se disparó a las 5.30 de la mañana. Morelli miró la pantalla y suspiró.

– Un confidente.

Escruté en la oscuridad sus movimientos por la habitación.

– ¿Tienes que irte?

– No. Sólo tengo que llamar por teléfono.

Salió a la sala. Hubo un momento de silencio. Y luego volvió a aparecer en la puerta del dormitorio.

– ¿Te has levantado a medianoche y has recogido los restos de la comida?

– No.

– No hay comida en la mesa de café.

Bob.

Me tiré de la cama, metí los brazos en el albornoz y salí a ver la escabechina.

– He encontrado un par de asas de alambre -dijo Morelli-. Al parecer Bob se ha comido la comida y los envases.

Bob paseaba junto a la puerta. Tenía el estómago hinchado y babeaba. Perfecto.

– Tú haz la llamada y yo voy a pasear a Bob.

Volví al dormitorio, me puse unos vaqueros y una sudadera y embutí los pies en un par de botas. Le sujeté la correa a Bob y cogí las llaves del coche.

– ¿Las llaves del coche?

– Por si me apetece un donut.

Un donut, lo que yo te diga. Bob iba a hacer una gigantesca caca de comida china. Y la iba a hacer en el césped de Joyce. A lo mejor hasta conseguía que vomitara.

Bajamos en el ascensor porque no quería que Bob se moviera más que lo imprescindible. Nos fuimos directamente al coche y salimos rugiendo del aparcamiento.

Bob iba con la nariz pegada al cristal. Jadeaba y regurgitaba. Tenía el estómago inflamado hasta el límite.

Apreté el pedal del acelerador casi hasta el suelo.

– Aguanta, chicarrón -le dije-. Casi hemos llegado. No nos falta nada.

Frené ruidosamente delante de la casa de Joyce. Rodeé el coche a la carrera hasta el lado del pasajero, abrí la puerta y Bob salió disparado. Se lanzó al césped de Joyce, se acuclilló e hizo una caca que parecía tener dos veces su peso corporal. Se paró un momento y vomitó una mezcla de cartón y chop suei de gambas.

– ¡Buen chico! -le susurré.

Bob se sacudió y regresó al coche de un salto. Le cerré la puerta, me metí en mi lado y salimos de allí antes de que nos alcanzara la pestilencia. Otro trabajo bien hecho.

Morelli estaba ocupado con la cafetera cuando entramos en casa.

– ¿No hay donuts? -preguntó.

– Se me han olvidado.

– Es la primera vez que se te olvidan los donuts.

– Estaba pensando en otras cosas.

– ¿Como el matrimonio?

Morelli sirvió dos tanques de café y me pasó uno.

– ¿Te has dado cuenta de que el matrimonio parece mucho más apremiante por la noche que por la mañana?

– ¿Quiere eso decir que ya no te quieres casar? -Morelli se apoyó en la barra y dio un sorbo de café. -No te vas a librar tan fácilmente.

– Hay muchas cosas de las que nunca hemos hablado.

– ¿Como cuáles?

– Niños. Imagínate que tenemos niños y luego resulta que no nos gustan.

– Si nos gusta Bob nos puede gustar cualquier cosa -dijo Morelli.

Bob estaba en la sala arrancando pelusa de la alfombra a lametones.

Eddie DeChooch llamó diez minutos después de que Morelli y Bob se fueran a trabajar.

– ¿Qué has decidido? -preguntó-. ¿Vamos a hacer un trato?

– Quiero a El Porreta.

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que no le tengo yo? Y no sé dónde está. Y tampoco lo tiene nadie que yo conozca. Puede que se asustara y huyera.

No supe qué decir, porque era una posibilidad.

– ¿Lo tienes guardado en un lugar frío, verdad? -dijo DeChooch-. Necesito recuperarlo en buenas condiciones. Me estoy jugando el culo con esta historia.

– Sí. Está conservado en frío. No se va a creer lo bien conservado que está. En cuanto encuentre a El Porreta podrá comprobarlo -y colgué.

¿De qué demontres estaba hablando?

Llamé a Connie, pero todavía no había llegado a la oficina. Le dejé un mensaje para que me llamara y me di una ducha. Mientras estaba en la ducha hice un resumen de mi vida. Iba detrás de un anciano deprimido que me estaba haciendo quedar como una estúpida. Dos de mis amigos habían desaparecido sin dejar rastro. Tenía la pinta de haber peleado un combate con George Foreman. Tenía un vestido de novia que no quería ponerme y un salón de banquetes que no quería utilizar. Morelli quería casarse conmigo. Y Ranger quería… Diantre, no quería pensar en lo que quería Ranger. Ah, sí; además estaba Melvin Baylor que, hasta donde yo sabía, seguía en el sofá de la casa de mis padres.

Salí de la ducha, me vestí, le dediqué un mínimo esfuerzo al pelo y llamó Connie.

– ¿Has sabido algo más de la tía Flo y del tío Bingo? -le pregunté-. Necesito saber qué pasó en Richmond. Necesito saber qué es lo que busca todo el mundo. Es algo que se tiene que conservar en frío. Puede que se trate de medicinas.

– ¿Cómo sabes que se tiene que conservar en frío?

– Por DeChooch.

– ¿Has hablado con DeChooch?

– Me ha llamado él.

A veces me costaba creer lo absurda que era mi vida. Tenía un NCT que me llamaba. ¿Descabellado o qué?

– A ver lo que puedo averiguar -dijo Connie.

Después llamé a la abuela.

– Necesito cierta información sobre Eddie DeChooch -le dije-. He pensado que tú podrías preguntar por ahí.

– ¿Qué quieres saber?

– Pasó algo en Richmond y ahora está buscando una cosa. Necesito saber qué es lo que busca.

– ¡Dejalo en mis manos!

– ¿Sigue ahí Melvin Baylor?

– No. Se ha ido a casa.

Me despedí de la abuela y se oyó un golpe en la puerta. La abrí un poco y miré fuera. Era Valerie. Iba vestida con un traje negro de chaqueta y pantalón, una camisa blanca almidonada y corbata de hombre de rayas negras y rojas. Llevaba su corte de pelo a lo Meg Ryan pegado detrás de las orejas.

– Nuevo look -dije-. ¿A qué se debe?

– Es mí primer día de lesbiana.

– Sí, claro.

– Lo digo en serio. Me he dicho a mí misma, ¿por qué esperar? Voy a empezar una nueva vida. He decidido dar el salto sin pensar. Voy a buscar trabajo. Y me voy a echar novia. Quedarse en casa lloriqueando por una relación fallida no sirve de nada.

– La otra noche no creí que lo dijeras en serio. ¿Has tenido… hum, alguna experiencia lésbica?

– No, pero no creo que sea muy difícil.

– No sé si me gusta esto -dije-. Estoy acostumbrada a ser la oveja negra de la familia. Esto podría cambiar mi situación.

– No seas boba -dijo Valerie-. A nadie le importará que sea lesbiana.

Valerie llevaba en California demasiado tiempo.

– En fin -dijo-, ya tengo una entrevista de trabajo. ¿Estoy bien? Quiero ser clara respecto a mi orientación sexual, pero no quiero ser demasiado marimacho.

– No quieres parecer una de esas bolleras moteras.

– Exacto. Quiero el look chic lésbico.

Como mi experiencia con las lesbianas era muy limitada no estaba muy segura de qué era el chic lésbico. La mayoría de las lesbianas que conocía había sido por la tele.