– No estoy muy convencida del calzado-dijo-. El calzado es siempre lo más difícil.
Llevaba unas delicadas sandalias de charol negro con tacón bajo. Las uñas de los dedos de los pies iban pintadas de rojo fuerte.
– Me imagino que eso depende de si quieres llevar zapatos de hombre o de mujer -dije-. ¿Eres una lesbiana chico o una lesbiana chica?
– ¿Hay dos clases de lesbianas?
– No lo sé. ¿No lo has investigado?
– No. Sencillamente supuse que las lesbianas eran unisex.
Con lo que le estaba costando ser lesbiana con la ropa puesta, no quería ni imaginarme lo que pasaría cuando se la quitara.
– Voy a solicitar un empleo en el centro comercial -dijo Valerie-. Y luego tengo otra entrevista en la ciudad. Me preguntaba si podríamos intercambiar los coches. Quiero dar buena impresión.
– ¿Qué coche llevas ahora?
– El Buick del 53 de tío Sandor.
– Un coche fuerte -dije-. Muy lésbico. Mucho mejor que mi CR-V.
– No lo había pensado.
Me sentí un poco culpable porque no sabía si a las lesbianas les gustarían los Buick del 53. La verdad era que no quería dejarle mi coche. Odio el Buick del 53.
Le dije adiós con la mano y le deseé suerte mientras se alejaba por el descansillo. Rex estaba fuera de la lata y me miraba. Una de dos, o pensaba que era muy lista o pensaba que era una hermana horrorosa. Es difícil de decir cuando se trata de hámsters. Por eso son unas mascotas tan buenas.
Me colgué el bolso de cuero negro en el hombro izquierdo, agarré la cazadora vaquera y cerré la puerta. Era el momento de volver a por Melvin Baylor. Sentí una punzada de nervios. Eddie DeChooch era intranquilizador. No me gustaba la facilidad con la que disparaba sobre la gente de buenas a primeras. Y ahora que yo me contaba entre los amenazados me gustaba todavía menos.
Bajé las escaleras y atravesé apresuradamente el vestíbulo. Miré por las puertas de cristal al aparcamiento. No se veía a DeChooch por ningún lado.
El señor Morganstern salió del ascensor.
– Hola, guapa -dijo-. Vaya. Cualquiera diría que te has dado con el pomo de una puerta.
– Gajes del oficio -le contesté.
El señor Morganstern era muy viejo. Tendría unos doscientos años.
– Ayer vi marcharse a tu amiguito. Puede que esté un poco tocado de la cabeza, pero sabe viajar con clase. Y un hombre que sabe viajar con clase es normal que te guste -dijo.
– ¿Qué amiguito?
– Ese tal Porreta. El que lleva traje de Superman y el pelo castaño largo.
El corazón me dio un vuelco. No se me había ocurrido pensar que uno de mis vecinos pudiera saber algo de El Porreta.
– ¿Cuándo le vio? ¿A qué hora?
– A primera hora de la mañana. La panadería de la esquina abre a las seis y fui y volví andando, así que cuando vi a tu amigo calculo que serían las siete. Salía por la puerta en el momento en que entraba yo. Iba con una señora y los dos subieron a una gran limusina negra. Le deben de ir bien las cosas.
– ¿Le dijo algo?
– Me dijo… colega.
– ¿Tenía buen aspecto? ¿Parecía preocupado?
– No. Estaba como siempre. Ya sabes, como un poco ido.
– ¿Cómo era la mujer?
– Guapa. Bajita, con el pelo castaño corto. Joven.
– ¿Cómo de joven?
– Puede que alrededor de los sesenta.
– Supongo que la limusina no tenía ningún cartel, como el nombre de la compañía de alquiler.
– No que yo recuerde. Era sencillamente una limusina grande y negra.
Me giré en redondo, volví a subir las escaleras y me puse a llamar a las empresas de alquiler de limusinas. Tardé media hora en llamar a todas las que aparecían en el listín telefónico. Sólo dos de ellas habían tenido un servicio el día anterior a primera hora de la mañana. Ambos servicios habían ido al aeropuerto. Ninguno había sido contratado por, ni había recogido a, una mujer.
Otro callejón sin salida.
Fui en coche hasta el apartamento de Melvin y llamé a la puerta.
Melvin me abrió con una bolsa de maíz congelado en la cabeza.
– Me muero -dijo-. La cabeza me estalla. Los ojos me arden.
Tenía un aspecto horrendo. Peor que el día anterior, que ya es decir.
– Volveré más tarde -le dije-. No beba más, ¿de acuerdo?
Cinco minutos después estaba en la oficina.
– Oye -me dijo Lula-. Fíjate. Hoy tienes los ojos entre negros y verdes. Eso es buena señal.
– ¿Ha pasado Joyce por aquí?
– Ha aparecido hace unos quince minutos -dijo Connie-. Estaba hecha una fiera, decía no sé qué de chop suei de gambas.
– Estaba como loca -dijo Lula-. Hablaba sin sentido. Nunca la he visto tan enfadada. Supongo que tú no sabes nada de esas gambas, ¿verdad?
– No. Ni idea.
– ¿Qué tal está Bob? ¿Sabrá él algo del chop suei?
– Bob está bien. Ha tenido una pequeña indisposición de estómago esta mañana, pero ahora ya se encuentra mejor.
Connie y Lula chocaron las manos.
– ¡Lo sabía! -dijo Lula.
– Voy a ir con el coche a inspeccionar unas casas -dije-. A lo mejor le apetece a alguien venir conmigo.
– Huy, huy -dijo Lula-. Tú sólo buscas compañía cuando crees que alguien va a por ti.
– Puede que Eddie DeChooch me esté buscando -probablemente también me estuvieran buscando muchos otros, pero Eddie DeChooch era el más trastornado y el que más probablemente quisiera pegarme un tiro. Aunque la vieja de los ojos aterradores empezaba a acercársele mucho.
– Supongo que podremos arreglárnoslas con Eddíe DeChooch -dijo Lula sacando el bolso del último cajón del archivador-. Después de todo no es más que un viejecito deprimido.
Con pistola.
Lula y yo nos acercamos primero a ver a los compañeros de piso de El Porreta.
– ¿Está El Porreta aquí?
– No. No le he visto. Puede que esté en casa de Dougie. Se pasa allí todo el tiempo.
Acto seguido fuimos a casa de Dougie. Cuando le pegaron el tiro a El Porreta me quedé con las llaves de la casa y no las había devuelto. Abrí la puerta principal y Lula y yo nos colamos dentro. No parecía notarse nada especial. Fui a la cocina y miré en el congelador y el frigorífico.
– ¿De qué vas? -preguntó Lula.
– Estoy investigando.
Cuando acabamos en casa de Dougie fuimos a casa de Eddie DeChooch. Como en el caso anterior, no encontramos nada extraordinario. Sólo por probar, eché un vistazo en el congelador.
Y allí encontré una pieza de carne asada.
– Ya veo que los asados te vuelven loca -dijo Lula.
– Dougie tenía un asado en el congelador y se lo robaron.
– Uh-uh.
– Podría ser éste. Éste podría ser el asado robado.
– A ver si me aclaro. ¿Tú crees que Eddie DeChooch irrumpió en casa de Dougie para robar un asado?
Al oírlo decir en voz alta, la verdad es que sonaba un poco absurdo.
– Podría ser -dije.
Pasamos con el coche junto al club social y la iglesia, cruzamos por delante del aparcamiento subterráneo de Mary Maggie, nos acercamos a Ace Pavers y acabamos en la casa de Ronald DeChooch en Trenton Norte. En el transcurso de nuestro itinerario recorrimos la mayor parte de Trenton y el Burg en su totalidad.
– Para mí es más que suficiente -dijo Lula-. Necesito comer pollo frito. Quiero un poco de ese Pollo en el Cubo, supergrasiento y superpicante. Y además quiero galletas, y ensalada de col y uno de esos batidos tan espesos que tienes que sorber hasta echar los higadillos para que suba por la pajita.
El Pollo en el Cubo está a un par de manzanas de la oficina. Tienen una gigantesca gallina giratoria empalada en un poste que brota del asfalto del aparcamiento y un pollo frito excelente.
Lula y yo compramos un cubo y lo llevamos a una de las mesas.
– Vamos a ver si lo entiendo -dijo Lula-. Eddie DeChooch se va a Richmond y recoge unos cigarrillos. Mientras DeChooch está en Richmond, Louie D compra la granja y le roban no sé qué. No sabemos qué.