Elegí un trozo de pollo y asentí con la cabeza.
– Choochy regresa a Trenton con los cigarrillos, le deja unos cuantos a Dougie y luego le arrestan mientras intenta llevar el resto a Nueva York.
Asentí otra vez.
– Y lo siguiente es que Loretta Ricci aparece muerta y DeChooch nos deja colgados.
– Sí. Y luego desaparece Dougie. Benny y Ziggy buscan a Chooch. Chooch busca una cosa. Algo que, una vez más, no sabemos lo que es. Y alguien le roba a Dougie su asado.
– Y ahora también ha desaparecido El Porreta dijo Lula-. Chooch creyó que El Porreta tenía la cosa. Tú le dijiste a Chooch que la tenías tú. Y Chooch te ofreció cambiarla por dinero, pero no por El Porreta.
– Sí.
– Es la sarta de chorradas más disparatada que he oído en mi vida -dijo Lula, mordiendo un muslo de pollo. De repente dejó de masticar y de hablar y abrió los ojos desmesuradamente-. Arg -dijo. Luego empezó a agitar los brazos y a agarrarse el cuello.
– ¿Estás bien? -le pregunté. Siguió apretándose el cuello.
– Dele un golpe en la espalda -dijo alguien desde otra mesa.
– Eso no sirve para nada -dijo otra persona-. Hay que hacerle la cosa esa de Heimlich.
Corrí hacia Lula e intenté rodearla con los brazos para hacerle la maniobra de Heimlich, pero mis brazos no la abarcaban del todo.
Un tío grandote que estaba en la barra se nos acercó, agarró a Lula en un abrazo de oso por detrás y apretó.
– Ptuuuuu -dijo Lula. Y un trozo de pollo salió volando de su boca y le atizó en la cabeza a un niño que estaba dos mesas más allá.
– Tienes que adelgazar un poco -le dije a Lula.
– Es que tengo los huesos muy grandes -dijo ella.
El ambiente se tranquilizó y Lula sorbió su batido.
– Se me ha ocurrido una idea mientras me estaba muriendo -dijo Lula-. Está claro el siguiente paso que debes dar. Dile a Chooch que estás dispuesta a hacer el trato a cambio de dinero. Y cuando él venga a recoger esa cosa, le apresamos. Y una vez que le tengamos le hacemos hablar.
– Hasta el momento no se nos ha dado muy bien eso de apresarle.
– Ya, pero ¿qué tienes que perder? No hay nada que pueda llevarse.
Cierto.
– Tienes que llamar a Mary Maggie, la luchadora, y decirle que vamos a aceptar el trato -dijo Lula.
Saqué mi teléfono móvil y marqué el número de Mary Maggie, pero no obtuve respuesta. Dejé mi nombre y mi número en el contestador y le pedí que me devolviera la llamada.
Estaba guardando el móvil en el bolso cuando Joyce entró como una tromba.
– He visto tu coche en el aparcamiento -dijo Joyce-. ¿Esperas encontrar a DeChooch aquí, comiendo pollo frito?
– Acaba de irse -dijo Lula-. Podíamos haberle detenido, pero nos ha parecido demasiado fácil. Nos gustan los retos.
– Vosotras dos no sabríais qué hacer con un reto -dijo Joyce-. Sois dos fracasadas. Gordi y Lerdi. Las dos sois patéticas.
– No tan patéticas como para tener problemas con el chop suei -dijo Lula.
Aquello dejó a Joyce desconcertada por un momento, sin saber si Lula estaba implicada en los hechos o sencillamente la provocaba.
El busca de Joyce sonó. Joyce leyó la pantalla y sus labios se curvaron en una sonrisa.
– Tengo que irme. Tengo una pista sobre DeChooch. Es una pena que vosotras dos, nenas, no tengáis nada mejor que hacer que quedaros aquí atiborrándoos. Claro que, por lo que se ve, me imagino que es lo que mejor hacéis.
– Sí, y por lo que se ve, lo mejor que tú sabes hacer es recoger los palitos que te tiran y aullar a la luna -dijo Lula.
– Que te den -dijo Joyce, y salió disparada hacia su coche.
– Huy -dijo Lula-, esperaba algo más original. Me parece que hoy Joyce está en baja forma.
– ¿Sabes lo que tendríamos que hacer? -le dije-. Deberíamos seguirla.
Lula ya estaba recogiendo los restos de la comida.
– Me lees el pensamiento -dijo Lula.
En el instante en que Joyce salía del aparcamiento, Lula y yo cruzábamos la puerta y entrábamos en el CR-V Lula llevaba en el regazo el cubo de pollo y las galletas, colocamos los batidos en los soportes para bebidas y nos pusimos en marcha.
– Apuesto algo a que estaba mintiendo -dijo Lula-. Apuesto a que no hay ninguna pista. Probablemente va al centro comercial.
Me mantuve a un par de coches de distancia para que no me descubriera y Lula y yo no retiramos los ojos del parachoques trasero de su SUV. A través de la ventana de atrás del coche se veían dos cabezas. Alguien iba con ella en el asiento del copiloto.
– No está yendo al centro comercial -dije-. Va en dirección contraria. Parece que va al centro de la ciudad.
Diez minutos después me invadía un mal presentimiento sobre el destino de Joyce.
– Ya sé dónde va -le dije a Lula-. Va a hablar con Mary Maggie Mason. Alguien le ha dicho lo del Cadillac blanco.
Seguí a Joyce al interior del aparcamiento, a una distancia prudencial. Aparqué a dos filas de ella y Lula y yo nos quedamos quietas observando.
– Uh, uh -dijo Lula-, ahí van. Ella y su compinche. Los dos suben a hablar con Mary Maggie.
¡Mierda! Conocía a Joyce demasiado bien. Conocía su forma de trabajar. Entrarían en la casa a saco, con las armas en la mano, y revisarían cuarto por cuarto en nombre de la ley. Ése es el tipo de comportamiento que nos da mala reputación a los cazarrecompensas. Y lo que es peor, a veces da resultado. Si Eddie DeChooch estaba escondido debajo de la cama de Mary Maggie, Joyce lo encontraría.
No reconocí a su socia desde lejos. Las dos iban vestidas con pantalones de faena negros y camisetas negras con las palabras
DEPARTAMENTO DE FINANZAS escritas en la espalda en letras amarillas.
– Chica -dijo Lula-, si llevan uniformes. ¿Por qué nosotras no tenemos esos uniformes?
– Porque no queremos parecer un par de idiotas.
– Sí. Ésa era la respuesta que estaba esperando.
Salí del coche y le grité a Joyce:
– ¡Oye, Joyce! Espera un momento. Quiero hablar contigo.
Joyce se giró sorprendida. Al verme entrecerró los ojos y le dijo algo a su colega. No me llegó lo que se estaban diciendo. Joyce apretó el botón de subida. Las puertas del ascensor se abrieron y Joyce y su colega desaparecieron.
Lula y yo llegamos al ascensor segundos después de que las puertas se cerraran. Apretamos el botón y esperamos unos minutos.
– ¿Sabes lo que creo? -dijo Lula-. Creo que este ascensor no va a bajar. Creo que Joyce lo ha dejado parado arriba.
Empezamos a subir por las escaleras, al principio deprisa, luego más lentamente.
– Les pasa algo a mis piernas -dijo Lula en el quinto piso-. Se me han vuelto como de goma. No quieren seguir funcionando.
– Sigue.
– Para ti es fácil decirlo. Tú sólo tienes que subir ese cuerpecito huesudo. Fíjate en lo que tengo que arrastrar yo.
Para mí no era fácil en absoluto. Estaba sudando y apenas podía respirar.
– Tenemos que ponernos en forma -le dije a Lula-. Deberíamos ir al gimnasio o algo así.
– Antes preferiría quemarme a lo bonzo.
Aquello también se me podía aplicar a mí.
En el séptimo piso salimos de las escaleras al descansillo. La puerta de la casa de Mary Maggie estaba abierta y ella y Joyce se estaban gritando.
– Si no sale de aquí en este instante voy a llamar a la policía -gritaba Mary Maggie.
– Yo soy la policía -le contestaba Joyce a gritos.
– ¿Ah, sí? ¿Y dónde está su placa?
– La llevo aquí mismo, colgada del cuello con una cadena.
– Esa placa es falsa. La compró por correo. Se lo vuelvo a decir. Voy a llamar a la policía y a decirles que están suplantándoles.
– No estoy suplantando a nadie -dijo Joyce-. Yo no he