Yo llevaba puesta una camiseta de Morelli, unos pantalones de chándal prestados e iba descalza, puesto que mis zapatos seguían empapados por dentro y por fuera y probablemente los tendría que tirar a la basura.
Morelli se había vestido para ir a trabajar con su ropa de policía de paisano.
– No lo entiendo -le dije a Morelli-. Ese tío va por ahí en un Cadillac blanco y la policía no le detiene. ¿Cómo es eso?
– Probablemente no sale tanto por ahí. Se le ha visto un par de veces, pero no por alguien en condiciones de seguirle. Una vez Mickey Green, mientras patrullaba en moto. Otra, un coche de policía atascado en el tráfico. Y no es un caso prioritario. No sería lo mismo si hubiera alguien asignado con dedicación plena a buscarle.
– Es un asesino. ¿Eso no es prioritario?
– No se le busca exactamente por asesinato. Loretta Ricce murió de un ataque cardíaco. En este momento sólo se le busca para interrogarle.
– Creo que robó un asado del frigorífico de Dougie.
– Ah, eso le sube de categoría. Seguro que eso le pone en la lista de más buscados.
– ¿No te parece extraño que robara un asado?
– Cuando llevas en la policía tanto tiempo como yo, nada te parece demasiado extraño.
Morelli se acabó el café, enjuagó la taza y la puso en el lavaplatos.
– Tengo que irme. ¿Te quedas aquí?
– No. Necesito que me lleves a mi apartamento. Tengo que hacer cosas y visitar a alguna gente -y no me vendrían mal un par de zapatos.
Morelli me dejó frente a la puerta de mi edificio. Entré descalza, con la ropa de Morelli y la mía en la mano. El señor Morganstern estaba en el portal.
– Debe de haber sido una noche memorable -dijo-. Le doy diez dólares si me cuenta los detalles.
– De ninguna manera. Es usted demasiado joven.
– ¿Y si le doy veinte? Pero tendrá que esperar a primeros de mes, cuando reciba el cheque de la Seguridad Social.
Diez minutos después salía por la puerta ya vestida. Quería alcanzar a Melvin Baylor antes de que se fuera a trabajar. En honor a la Harley, me había puesto vaqueros, camiseta y la chupa de cuero. Salí rugiendo del aparcamiento y pillé a Melvin intentando abrir su coche. La cerradura estaba oxidada y Melvin no conseguía girar la llave. Por qué razón se empeñaba en cerrar aquel coche se escapaba a mi comprensión. Nadie querría robarlo. Iba vestido con traje y corbata y, salvo por los oscuros círculos que rodeaban sus ojos, tenía mucho mejor aspecto.
– Detesto molestarle -le dije-, pero tiene que ir al juzgado a renovar la fecha de juicio.
– ¿Y qué pasa con el trabajo? Tengo que ir a trabajar.
Melvin Baylor era un hombrecito encantador. Cómo tuvo el valor de mear en la tarta de bodas era un misterio.
– Tendrá que llegar tarde. Voy a llamar a Vinnie para que nos espere en el ayuntamiento y con un poco de suerte no tardaremos mucho.
– No puedo abrir el coche.
– Pues ha tenido suerte, porque le voy a llevar en mi moto.
– Odio este coche -dijo Melvin. Retrocedió y le propinó una patada a la puerta del coche, de la que cayó un trozo de metal oxidado. Agarró el espejo retrovisor, lo arrancó y lo tiró al suelo-. ¡Puto coche! -dijo lanzando el retrovisor de una patada al otro lado de la calle.
– Ha estado bien -dije-. Pero ahora deberíamos irnos.
– No he terminado -dijo Melvin intentando abrir el maletero, con la misma falta de éxito-. ¡Joder! -gritó. Se subió por el parachoques al maletero y se puso a pegar saltos. Luego subió al techo y allí siguió saltando.
– Melvin -dije-, creo que está un poquito fuera de control.
– Odio mi vida. Odio mi coche. Odio este traje -se bajó del coche, medio cayéndose, y volvió a intentar abrir el maletero. Esta vez lo consiguió. Rebuscó un poco en su interior y sacó un bate de béisbol-. ¡Ajá! -dijo.
¡Ay, madre!
Melvin se retiró y le atizó al coche con el bate. Y le atizó otra vez y otra vez, rompiendo a sudar. Destrozó una ventanilla y los cristales saltaron por los aires. Retrocedió y se miró una mano. Tenía un gran corte. Había sangre por todas partes.
¡Mierda! Me bajé de la moto y senté a Melvin en el bordillo. Todas las amas de casa del vecindario estaban en la calle contemplando el espectáculo.
– Necesito una toalla -dije. Luego llamé a Valerie y le dije que trajera el Buick a casa de Melvin.
Valerie llegó al cabo de un par de minutos. Melvin tenía la mano envuelta en una toalla, pero el traje y los zapatos estaban salpicados de sangre. Valerie salió del coche, vio a Melvin y se desplomó, crac, en el césped de los Selig. Dejé a Valerie tirada en el césped y me llevé a Melvin a urgencias. Le dejé ingresado y volví a la casa de los Selig. No tenía tiempo para esperar a que le cosieran. A no ser que la pérdida de sangre le provocara un shock, probablemente estaría allí durante horas antes de que le viera un médico.
Valerie estaba de pie junto al bordillo, con expresión confusa.
– No sabía qué hacer -me dijo-. No sé conducir la moto.
– No te preocupes. Te devuelvo el Buick.
– ¿Qué le pasaba a Melvin?
– Una explosión de temperamento. Se recuperará.
Lo siguiente de la lista era pasarme por la oficina. Yo creía que me había vestido para la ocasión, pero Lula me dejó como una aficionada. Llevaba botas de la tienda Harley, pantalones de cuero, chaleco de cuero y las llaves en una cadena sujeta al cinturón. Y colgada en el respaldo de la silla tenía una chaqueta de cuero con flecos en las mangas y el escudo de Harley cosido en la espalda.
– Por si tenemos que salir en la moto -dijo.
«Aterradora motorista negra vestida de cuero provoca el caos en las autopistas. Kilómetros de atasco debido a conductores con tortícolis.»
– Será mejor que te sientes para que te cuente lo que sé de DeChooch -me dijo Connie.
Miré a Lula.
– ¿Tú ya sabes lo de DeChooch?
La cara de Lula se iluminó con una sonrisa.
– Sí. Connie me lo ha contado al llegar esta mañana. Y tiene razón, será mejor que te sientes.
– Esto sólo lo sabe la gente de la familia -dijo Connie-. Se ha mantenido en estricto secreto, o sea, que tienes que guardártelo para ti sola.
– ¿De qué familia estamos hablando?
– De la familia.
– Entendido.
– Pues ésta es la cosa…
Lula ya se estaba riendo, incapaz de contenerse.
– Lo siento -dijo-. Es que me parto. Cuando lo oigas te caerás de la silla, ya verás.
– Eddie DeChooch se comprometió a hacer contrabando de cigarrillos dijo Connie-. Pensó que era una operación pequeña y que la podría llevar a cabo él solo. Alquiló un camión y lo condujo hasta Richmond, donde recogió los cartones de cigarrillos. Mientras está allí Louie D tiene un ataque cardíaco fatal. Como probablemente sepas, Louie D es de Jersey. Ha vivido en Jersey toda su vida, hasta que, hace un par de años, se trasladó a Richmond para ocuparse de ciertos negocios. Por eso, cuando Louie estira la pata, DeChooch coge el teléfono y lo notifica inmediatamente a la familia de Jersey.
»A la primera persona que llama DeChooch es a Anthony Thumbs -Connie hizo una pausa, se inclinó hacia delante y bajó la voz-. ¿Sabes a quién me refiero cuando hablo de Anthony Thumbs?
Asentí. Anthony Thumbs controla Trenton. Lo que dudo que sea un gran honor, dado que Trenton no es exactamente el centro de las actividades del hampa. Su verdadero nombre es Anthony Thumbelli, pero todo el mundo le llama Anthony Thumbs. Puesto que Thumbelli no es un apellido italiano muy frecuente, me imagino que fue fabricado en Ellis Island, como el apellido de mi abuelo Plum fue abreviado de Plumerri por un funcionario desbordado de trabajo.
Connie continuó.
– Anthony Thumbs nunca le ha tenido mucho cariño a Louie D, pero Louie D está muy bien relacionado, de alguna manera poco clara, y Anthony sabe que la cúpula de la familia está en Trenton. Así que Anthony Thumbs hace lo más sensato como cabeza de familia y le dice a DeChooch que acompañe al cuerpo de Louie D hasta Jersey para que lo entierren. Lo que pasa es que Anthony Thumbs, que no se distingue por ser el hombre más elocuente de la tierra, le dice a Eddie DeChooch, que no oye nada: "Tráeme a ese cabrón aquí". Cito textualmente. Anthony Thumbs le dice a Eddie DeChooch "Tráeme a ese cabrón aquí".