– ¿Cómo que perdisteis a DeChooch?
– No fue culpa nuestra -dijo Lula-. Es muy escurridizo.
– ¡Diantres! -dijo Vinnie-. No puedo esperar que seáis capaces de atrapar a alguien escurridizo.
– Ya -dijo Lula-. No fastidies.
– Apuesto dólares contra donuts a que está en su club social -dijo Vinnie.
Hubo un tiempo en que los clubes sociales eran muy poderosos en el Burg. Eran poderosos porque a través de ellos se hacían apuestas. Luego Jersey legalizó el juego e inmediatamente la industria del juego ilegal se fue por el retrete. Ahora sólo quedan algunos clubes en el Burg, y los socios se limitan a sentarse en corrillos a leer el Modern Maturity y a comparar sus marcapasos.
– No creo que DeChooch esté en su club social -le dije a Vinnie-. Encontramos a Loretta Ricci muerta en el cobertizo de DeChooch y me imagino que estará camino de Río.
A falta de algo mejor que hacer me fui a mi apartamento. El cielo estaba cubierto y había empezado a caer una fina lluvia. Era media tarde y yo estaba algo más que ligeramente impresionada por lo de Loretta Ricci. Aparqué en la explanada, crucé la doble puerta de cristal que daba paso al pequeño recibidor y cogí el ascensor hasta el segundo piso.
Entré en el apartamento y me dirigí directamente hacia la luz roja parpadeante del contestador automático.
El primer mensaje era de Joe Morelli. «Llámame.» No sonaba muy amistoso.
El segundo mensaje era de mi amigo El Porreta. «Oye, colega -decía-, soy El Porreta». Eso era todo. Se acabó el mensaje.
El tercer mensaje era de mi madre. «¿Por qué a mí? -se preguntaba-. ¿Por qué tengo que tener una hija que encuentra cadáveres? ¿En qué me he equivocado? La hija de Emily Beeber nunca encuentra un cadáver. La hija de Joanne Malinoski nunca encuentra cadáveres. ¿Por qué a mí?».
Las noticias van deprisa en el Burg.
El cuarto y último mensaje era también de mi madre. «Estoy haciendo un pollo delicioso para la cena, con bizcocho de piña de postre. Pongo un plato más en la mesa por si no tienes planes.»
Mi madre estaba jugando sucio con el bizcocho.
Mi hámster, Rex, estaba dormido en su lata de sopa dentro de la jaula que tenía colocada sobre la encimera de la cocina. Di unos golpecitos en un lado de la jaula y le dije hola, pero Rex ni se movió. Recuperando sueño después de una dura noche de carreras en su rueda.
Pensé devolverle la llamada a Morelli, pero decidí no hacerlo. La última vez que hablé con él acabamos gritándonos. Después de pasar la tarde con la señora Ricci no tenía energía para pelearme con Morelli.
Entré en el dormitorio y me tiré en la cama a pensar. Muchas veces pensar se parece a dormir la siesta, pero la intención es diferente. Estaba en medio de un pensamiento muy profundo cuando sonó el teléfono. Cuando conseguí salir con esfuerzo de mis pensamientos ya no había nadie al otro lado de la línea, sólo un mensaje de El Porreta.
– Qué muermo -decía El Porreta. Se acabó. Nada más.
Es público y notorio que El Porreta experimenta con sustancias farmacéuticas y durante la mayor parte de su vida no se le ha entendido nada. Por lo general, lo mejor es ignorarle.
Metí la cabeza en el refrigerador y encontré un bote de aceitunas, un poco de lechuga marrón y pocha, una solitaria botella de cerveza y una naranja a la que le estaba saliendo pelusa azul. Nada de bizcocho de piña.
Me bebí la cerveza y me comí las aceitunas. No estaba mal, pero no era el bizcocho. Solté un suspiro de resignación. Iba a rendirme. Quería comerme aquel bizcocho.
Mi madre y mi abuela estaban en la puerta cuando aparqué junto al bordillo de delante de su casa. La abuela Mazur se fue a vivir con mis padres poco después de que el abuelo Mazur se llevara su cubilete de cuartos de dólar a la gran máquina tragaperras que hay en el cielo. La abuela aprobó por fin el examen del carnet de conducir el mes pasado y se compró un Corvette rojo. No necesitó más que cinco días para que le pusieran tantas multas por exceso de velocidad que le quitaron el carnet.
– El pollo está en la mesa -dijo mi madre-. Estábamos a punto de sentarnos.
– Tienes suerte de que se haya retrasado la cena -dijo la abuela-, porque el teléfono no ha dejado de sonar. Todo el mundo habla de Loretta Ricci -se sentó y desplegó la servilleta-. Y no es que me haya sorprendido. Hace tiempo que pienso que Loretta estaba buscándose un lío. Estaba absolutamente despendolada. Tras la muerte de Dominic se volvió como loca. Loca por los hombres.
Mi padre estaba en la cabecera de la mesa y parecía que quisiera pegarse un tiro.
– Pasaba de un hombre a otro en las reuniones de ancianos -siguió la abuela-. Y he oído decir que era muy desvergonzada.
La carne siempre se ponía delante de mi padre para que eligiera el primero. Supongo que mi madre pensaba que si mi padre se entregaba de inmediato a la tarea de comer perdería un poco el interés en saltar sobre mi abuela y estrangularla.
– ¿Qué tal está el pollo? -quiso saber mi madre-. ¿Os parece que está demasiado seco?
Todo el mundo dijo que no, que el pollo no estaba demasiado seco. El pollo estaba en su punto.
– La semana pasada vi un programa de televisión sobre una mujer de ese tipo -dijo la abuela-. Una mujer muy sexual y resultó que el hombre con el que estaba saliendo era un alienígena del espacio exterior. Y el alienígena en cuestión se la llevó a su nave espacial y le hizo toda clase de cosas.
Mi padre se inclinó un poco más encima del plato y murmuró algo ininteligible, salvo las palabras viejo loro chiflado.
– ¿Y qué me decís de Loretta y Eddie DeChooch? -pregunté-. ¿Creéis que se estaban viendo?
– Que yo sepa, no -dijo la abuela-. Por lo que yo sé a Loretta le gustaban los hombres ardientes y a Eddie DeChooch no se le levantaba. Yo salí con él un par de veces y aquella cosa estaba más muerta que un picaporte. Por mucho que me esforzara no le pasaba nada.
Mi padre miró a la abuela y un trozo de carne se le cayó de la boca.
En su rincón de la mesa mi madre estaba toda sonrojada. Resolló y se hizo la señal de la cruz.
– Madre de Dios -dijo.
Yo jugueteaba con el tenedor.
– Si me largo ahora mismo probablemente me quede sin bizcocho de piña, ¿verdad?
– Para el resto de tu vida -dijo mi madre.
– ¿Y qué aspecto tenía? -se interesó la abuela-. ¿Qué llevaba Loretta? ¿Y cómo iba peinada? Doris Szuch dijo que había visto a Loretta en la tienda ayer por la tarde, así que me imagino que todavía no estaría descompuesta y llena de gusanos.
Mi padre agarró el cuchillo de trinchar y mi madre le detuvo con una mirada que decía: no se te ocurra ni pensarlo.
Mi padre es jubilado de correos. Conduce un taxi a tiempo parcial, sólo compra coches norteamericanos y fuma puros detrás del garaje cuando mi madre no está en casa. No creo que mi padre llegara a apuñalar a la abuela Mazur con el cuchillo de trinchar en serio. Sin embargo, si se atragantara con un hueso de pollo no estoy muy segura de que se sintiera infeliz del todo.
– Estoy buscando a Eddie DeChooch -le dije a la abuela-. Está NCT [1] ¿Se te ocurre alguna idea de dónde puede estar escondido?
– Es amigo de Ziggy Garvey y de Benny Colucci. Y luego está su sobrino Ronald.
– ¿Crees que saldría del país?
– ¿Quieres decir que podría ser culpable de haberle hecho esos agujeros a Loretta? No lo creo. Ya se le ha acusado de matar a otras personas y nunca se ha ido del país. Por lo menos que yo sepa.
– Odio esto -dijo mi madre-. Odio tener una hija que persigue asesinos. ¿Qué le pasa a Vinnie? ¿Por qué te ha dado este caso? -miró furiosa a mi padre-. Frank, es pariente tuyo. Tienes que hablar con él. Y tú ¿por qué no puedes parecerte más a tu hermana Valerie? -me preguntó mi madre-. Está felizmente casada y tiene dos niños preciosos. No va por ahí persiguiendo asesinos ni encontrando cadáveres.