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– ¿Puedo dejar la moto aparcada en la calle con tranquilidad?

– iDios mío, no! Apárcala en la acera, cerca del escaparate, para que podamos vigilarla.

Detrás del mostrador había un negro inmenso. Llevaba el pelo muy corto y jaspeado de gris. Su delantal blanco de carnicero estaba salpicado de sangre. Llevaba una gruesa cadena de oro al cuello y un solo pendiente con un brillante. Al vernos sonrió de oreja a oreja.

– ¡Lula! Qué guapa estás. No te veía desde que dejaste de trabajar en la calle. Me gustan los cueros.

– Éste es Omar -me dijo Lula-. Es tan rico como Bill Gates. Sigue llevando esta carnicería porque le gusta meter la mano en el culo de las gallinas.

Omar echó la cabeza para atrás y se rió, y el sonido era igual que el eco de la Harley entre las fachadas de los edificios de la calle Stark.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -le preguntó Omar a Lula.

– Necesito un corazón.

Omar no pestañeó. Me imagino que le pedirían corazones todo el tiempo.

– Muy bien -dijo-. ¿Qué clase de corazón necesitas? ¿Qué vas a hacer con él? ¿Sopa? ¿Lo vas a freír en rodajas?

– ¿Supongo que no tendrás ningún corazón humano, verdad?

– Hoy no. Sólo los traigo por encargo.

– Entonces, ¿cuál es el que más se parece?

– El de cerdo. Apenas se pueden distinguir.

– Vale. Me llevo uno.

Omar fue al mostrador del fondo y rebuscó en una cubeta de órganos. Sacó uno y lo puso en la báscula, sobre un trozo de papel encerado.

– ¿Qué te parece?

Lula y yo miramos por los lados de la báscula.

– No sé mucho de corazones -le dijo Lula a Omar-. A lo mejor tú nos puedes ayudar. Estamos buscando un corazón que le encaje a un cerdo de unos cien kilos que acaba de tener un ataque al corazón.

– ¿Un cerdo de qué edad?

– Sesenta y muchos, puede que setenta años.

– Un cerdo muy viejo -dijo Omar. Volvió al mostrador y sacó un segundo corazón-. Éste lleva algún tiempo en la cubeta. No sé si el cerdo tuvo un ataque al corazón, pero no tiene muy buena pinta -lo apretó con un dedo-. No es que le falte nada, pero da la impresión de que llevaba mucho tiempo trabajando, ¿sabéis lo que quiero decir?

– ¿Cuánto cuesta? -preguntó Lula.

– Tienes suerte. Éste está en oferta. Puedo dártelo a mitad de precio.

Lula y yo intercambiamos miradas.

– Vale, me lo llevo -dije.

Omar miró por encima del mostrador la nevera de Lula.

– ¿Quieres que te envuelva a Porky o prefieres que te lo ponga en hielo?

Mientras volvíamos a la oficina me paré en un semáforo y un tío en una Harley Fat Boy se detuvo a mi lado.

– Bonita moto -dijo-. ¿Qué lleváis en la nevera?

– El corazón de un cerdo -le dijo Lula.

El semáforo se abrió y los dos arrancamos.

Cinco minutos después estábamos en la oficina, enseñándole el corazón a Connie.

– Madre mía, parece auténtico -dijo Connie.

Lula y yo la miramos levantando las cejas.

– No es que yo lo sepa -dijo Connie.

– Va a resultar bien -dijo Lula-. Lo único que tenemos que hacer es cambiarlo por la abuela.

Tenía retortijones de miedo en el estómago. Breves temblores nerviosos me cortaban la respiración. No quería que le pasara nada malo a la abuela.

Cuando eramos pequeñas, Valerie y yo nos peleábamos todo el rato. A mí siempre se me ocurrían ideas peregrinas y Valerie se chivaba a mi madre. «Stephanie está en el techo del garaje intentando volar», le gritaba Valerie a mi madre entrando a la carrera en la cocina. O «Stephanie está en el patio de atrás intentando hacer pis de pie, como los chicos». Después de que mi madre me hubiera reñido, y cuando no me veía nadie, yo le daba a Valerie un buen pescozón. ¡Zas! Y entonces nos peleábamos. Y entonces mi madre me volvía a reñir a mí. Y entonces yo me iba de casa.

Siempre me iba a casa de la abuela Mazur. La abuela Mazur nunca me juzgaba. Ahora sé por qué. La abuela Mazur estaba tan loca como yo.

La abuela Mazur me recibía sin una sola palabra de recriminación. Sacaba las cuatro banquetas de la cocina a la sala de estar, las colocaba formando un cuadrado y las cubría con una sábana. Me daba una almohada y algunos libros para leer y me decía que me metiera en la tienda que había montado. Al cabo de un par de minutos deslizaba por debajo de la sábana un plato de galletas o un sándwich.

En algún momento de la tarde, antes de que el abuelo regresara del trabajo, mi madre me venía a buscar y todo volvía a la normalidad.

Y ahora la abuela estaba con el trastornado de Eddie DeChooch. Y a las siete la iba a cambiar por un corazón de cerdo.

– ¡Agh! -dije.

Lula y Connie me miraron.

– Pensaba en voz alta -les dije-. Quizás debería llamar a Joe o a Ranger para que me ayuden.

– Joe es policía -dijo Lula. Y DeChooch ha dicho que nada de policía.

– No tendría por qué enterarse de que Joe está allí.

– ¿Crees que le iba a gustar el plan?

Ése era el problema. Tenía que contarle a Joe que iba a canjear a la abuela por un corazón de cerdo. Era distinto desvelar un plan como aquél una vez que todo hubiera acabado y hubiera salido bien. Por el momento sonaba como cuando quería volar desde el techo del garaje.

– Puede que a él se le ocurra un plan mejor -dije.

– DeChooch sólo quiere una cosa -dijo Lula-. Y tú la tienes en esa nevera.

– ¡Lo que tengo en esa nevera es un corazón de cerdo!

– Bueno, sí, técnicamente es así -dijo Lula.

Probablemente Ranger sería la mejor opción. Ranger se llevaba bien con todos los chiflados del mundo… como Lula, la abuela y yo.

Ranger no contestaba a su teléfono móvil, así que llamé a su buscapersonas y me devolvió la llamada en menos de un minuto.

– Tenemos un problema nuevo en el asunto DeChooch -le dije-. Tiene a la abuela.

– Una pareja divina -dijo Ranger.

– ¡Estoy hablando en serio! He corrido la voz de que yo tenía lo que DeChooch estaba buscando. Y como no tiene a El Porreta ha secuestrado a la abuela para tener algo que canjear. Hemos quedado a las siete para hacer el trueque.

– ¿Qué piensas darle a DeChooch?

– El corazón de un cerdo.

– Me parece justo -dijo Ranger.

– Es una historia muy larga.

– Y ¿qué puedo hacer por tí?

– Podrías cubrirme las espaldas por si algo sale mal.

Luego le conté el plan.

– Dile a Vinnie que te ponga un micrófono -dijo Ranger-. Yo me pasaré por la oficina esta tarde para recoger el receptor. Enciende el micro a las seis y media.

– ¿El precio sigue siendo el mismo?

– Esto es cortesía de la casa.

Después de que me pusieran el micro, Lula y yo decidimos ir al centro comercial. Lula necesitaba unos zapatos y yo necesitaba dejar de pensar en la abuela.

Quaker Bridge es un centro comercial de dos plantas próximo a la autopista 1, entre Trenton y Princeton. Tiene todas las tiendas típicas de los centros comerciales, más un par de grandes almacenes flanqueando cada extremo, con un Macy's en el centro. Aparqué la moto cerca de la puerta del Macy's, porque tenían una oferta de zapatos.

– Fíjate -me dijo Lula en el departamento de zapatería-. Somos la única pareja que lleva una nevera de camping.

A decir verdad, yo llevaba la nevera como si me fuera la vida en ello, sujetándola contra el pecho con ambas manos. Lula seguía vestida de cuero. Yo llevaba botas y vaqueros, los dos ojos morados y una nevera. Y la gente, por mirarnos, se estrellaba contra maniquíes y expositores.

Regla número uno de los cazarrecompensas… pasar inadvertido.

Mi móvil sonó y casi se me cae la nevera al suelo.

Era Ranger.

– ¿Qué demonios haces? Estáis llamando tanto la atención que tenéis un guarda de seguridad detrás de vosotras. Probablemente cree que lleváis una bomba en la nevera.