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– Estoy un poco nerviosa.

– No jodas.

Y colgó.

– Escucha -le dije a Lula-, ¿por qué no comemos un trozo de pizza y nos relajamos hasta que llegue la hora?

– Me parece bien -dijo Lula-. De todas maneras, no veo ningún zapato que me guste.

A las seis y media escurrí el hielo derretido de la nevera y le pedí al chaval de la pizzería un poco de hielo nuevo. Me dio un vaso lleno.

– La verdad es que lo necesito para la nevera -dije-. Necesito algo más que un vaso.

Miró la nevera por encima del mostrador.

– No creo que me permitan dar tanto hielo.

– Si no nos das el hielo vamos a tener un problema con el corazón -le dijo Lula-. Tiene que estar frío.

El chaval le echó una nueva mirada a la nevera.

– ¿El corazón?

Lula levantó la tapa de la nevera y le enseñó el corazón.

– ¡Hostias!, señora -dijo el chaval-. Llévense todo el hielo que quieran.

Llenamos la nevera sólo hasta la mitad, para que el corazón se viera fresco y bien en su lecho de hielo nuevo. Luego me fui al lavabo de señoras y encendí el micrófono.

– Probando -dije-. ¿Me escuchas?

Un segundo después sonaba mi móvil.

– Te escucho -dijo Ranger-. Y también a la señora del retrete de al lado.

Dejé a Lula en la pizzería y fui andando hasta el corazón del centro comercial, delante del Macy's. Me senté en un banco, con la nevera encima de las piernas y el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta, para tenerlo a mano.

Sonó exactamente a las siete en punto.

– ¿Estás lista para recibir instrucciones? -preguntó DeChooch.

– Estoy lista.

– Pasa por debajo del primer paso elevado de la autopista 1 en dirección sur…

Y en ese tnistno instante el guarda de seguridad me dio unos golpecitos en el hombro.

– Disculpe, señora -dijo-, pero voy a tener que pedirle que me deje echarle un vistazo al contenido de esa nevera.

– ¿Quién está ahí? -quiso saber DeChooch-. ¿Quién es?

– Nadie -le dije a DeChooch-. Siga con las instrucciones.

– Voy a tener que pedirle que se aleje de la nevera -dijo el guardia-. Ahora mismo.

Con el rabillo del ojo vi que se acercaba otro guardia.

– Escuche -le dije a DeChooch-. Tengo un pequeño problema en este momento. ¿Podría volver a llamarme dentro de unos diez minutos?

– Esto no me gusta -dijo DeChooch-. Se acabó. No hay trato.

– ¡No! ¡Espere!

Colgó.

Mierda.

– ¿Qué le pasa a usted? -le dije al guardia-. ¿No ha visto que estaba hablando por teléfono? ¿Esto es tan importante que no podía esperar dos segundos? ¿Es que no les enseñan nada en la escuela de polis de alquiler?

Había sacado la pistola.

– Limítese a alejarse de la caja.

Yo sabía que Ranger estaría observando desde algún sitio, y seguramente le estaría costando aguantar la risa.

Dejé la nevera en el banco y me retiré unos pasos.

– Ahora alargue el brazo derecho y abra la tapa para que pueda ver lo que hay -dijo el guardia.

Hice lo que me pedía.

Él se inclinó sobre la nevera y miró dentro.

– ¿Qué demonios es eso?

– Es un corazón. ¿Pasa algo? ¿Es ilegal llevar un corazón a un centro comercial?

Ahora ya eran dos guardias. Se miraron el uno al otro. El manual de poli de alquiler no decía nada sobre esto.

– Sentimos haberla molestado -dijo el guardia-. Parecía sospechosa.

– Subnormal -le solté.

Luego cerré la tapa, agarré la nevera y volví a toda prisa a la pizzería, donde estaba Lula.

– Ah-ah -dijo Lula-. ¿Cómo es que todavía tienes esa nevera? Tendrías que volver con la abuela.

– La he pifiado.

Ranger me esperaba junto a la moto.

– Si alguna vez necesito que me rescaten, hazme un favor y no te comprometas a hacerlo tú -dijo. Metió la mano por debajo de mi camiseta y apagó el micrófono-. No te preocupes. Volverá a llamar. ¿Cómo podría resistirse a un corazón de cerdo? -Ranger echó una mirada al interior de la nevera y sonrió-. Es un corazón de cerdo de verdad.

– Se supone que es el corazón de Louie D -le dije-. DeChooch se lo quitó por error. Y luego, no se sabe cómo, lo perdió mientras volvía de Richmond.

– Y tú le vas a dar un corazón de cerdo -dijo Ranger.

– Teníamos poco tiempo -dijo Lula-. Intentamos conseguir uno normal, pero sólo los sirven por encargo.

– Bonita moto -me dijo Ranger-. Te pega. Y sin más, se metió en su coche y desapareció.

Lula se abanicó.

– Ese hombre está buenísimo.

Llamé a mi madre en cuanto llegué al apartamento.

– No te preocupes por la abuela -le dije-. Va a pasar la noche con una amistad.

– ¿Por qué no me ha llamado?

– Imagino que pensaría que bastaba con hablar conmigo.

– Qué cosa tan rara. ¿Esa amistad es un hombre?

– Sí.

Oí el ruido de un plato al romperse y mi madre colgó el teléfono.

Había dejado la nevera encima del mostrador de la cocina. Ojeé su contenido y lo que vi no me hizo muy feliz. El hielo se estaba derritiendo y el corazón no tenía muy buena pinta. Sólo podía hacer una cosa. Congelar aquel puñetero cacharro.

Con mucho cuidado, lo recogí con las manos y lo metí en una bolsa de plástico. Tuve un par de arcadas, pero no poté, y me sentí muy orgullosa por ello. Después lo metí en el congelador.

En el contestador había dos mensajes de Joe. En los dos decía «Llámame».

No era algo que me apeteciera hacer. Me haría preguntas que yo no deseaba contestar. Sobre todo después de que el intercambio del corazón de cerdo hubiera sido un fiasco. Dentro de mi cabeza había una irritante vocecilla que repetía en un susurro: Si hubieras llamado a la policía las cosas podrían haber salido mejor.

¿Y qué sería de la abuela? Aún estaba con Eddie DeChooch. Con el loco y deprimido Eddie DeChooch.

¡A la mierda! Marqué el número de Joe.

– Necesito que me ayudes -dije-. Pero no puedes ser policía.

– Tal vez deberías deletrearme eso que has dicho.

– Te voy a contar una cosa, pero tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie y que no lo convertirás en asunto oficial de la policía.

– No puedo hacerlo.

– Tienes que hacerlo.

– ¿De qué se trata?

– Eddie DeChooch ha secuestrado a mi abuela.

– Sin ánimo de ofender, DeChooch tendrá suerte si sobrevive.

– Me vendría bien algo de compañía. ¿Puedes venir a pasar la noche aquí?

Joe y Bob llegaban media hora después. Bob recorrió el apartamento olisqueando los asientos de las sillas y husmeando en las papeleras, y acabó instalándose delante de la puerta del frigorífico.

– Está a dieta -dijo Morelli-. Hoy hemos ido al veterinario para que le pusiera una inyección y me ha dicho que está demasiado gordo -encendió la televisión y sintonizó un partido de los Rangers-. ¿Quieres contarme qué pasa?

Rompí a llorar.

– DeChooch tiene a la abuela en su poder y yo lo he jodido todo. Ahora estoy asustada. No he sabido nada más de él. ¿Y si ha matado a la abuela? -sollozaba de manera incontrolable. Con unos sollozos desmesurados y estúpidos que me hacían moquear y me ponían la cara hinchada y churretosa.

Morelli me rodeó con los brazos.

– ¿Cómo lo has jodido todo?

– Tenía el corazón en la nevera y un guardia de seguridad me detuvo y DeChooch dijo que no quería seguir con el trato.

– ¿El corazón?

Señalé la cocina.

– Está en el congelador.

Morelli me soltó y se dirigió al congelador. Oí cómo abría la puerta. Pasó un momento.

– Tienes razón -dijo-. Aquí hay un corazón.