La puerta del congelador se cerró con un bufido.
– Es un corazón de cerdo -le dije.
– Es un alivio.
Le conté toda la historia.
El problema con Morelli es que puede ser un poco complicado de entender. Fue un niño difícil y un adolescente rebelde. Supongo que se ceñía a lo que se esperaba de él. Los hombres Morelli tenían cierta reputación de temerarios. Pero, cuando tenía veintitantos años, Morelli encontró su propio camino. Por eso ahora es difícil saber dónde empieza el nuevo Morelli y dónde acaba el viejo Morelli.
Yo sospechaba que el nuevo Morelli pensaría que la idea de engañar a DeChooch con un corazón de cerdo era una chaladura. Más aún, sospechaba que esto avivaría las llamas de sus temores de que estaba a punto de casarse con Lucy Ricardo, la famosa protagonista de Te quiero Lucy.
– Lo del corazón de cerdo ha sido una idea muy inteligente por tu parte -dijo Morelli.
Casi me caigo del sofá.
– Si me hubieras llamado a mí en lugar de a Ranger, habría acordonado la zona.
– Ahora me doy cuenta -dije-. No quería hacer nada que ahuyentara a DeChooch.
Los dos pegamos un brinco cuando sonó el teléfono.
– Te voy a dar otra oportunidad -dijo DeChooch-. Si la jodes esta vez, adiós a tu abuela.
– ¿Está bien?
– Me está volviendo loco.
– Quiero hablar con ella.
– Podrás hablar con ella cuando me entregues el corazón. Éste es el nuevo plan: lleva el corazón y el teléfono móvil al restaurante de Hamilton Township.
– ¿Al Silver Dollar?
– Sí. Te llamaré mañana a las siete de la tarde.
– ¿Por qué no podemos hacer el intercambio antes?
– Me encantaría hacer el cambio antes, créeme, pero no puedo. ¿El corazón sigue estando en buen estado
– Lo tengo en hielo.
– ¿En cuánto hielo?
– Está congelado.
– Imaginé que tendrías que hacer algo así. Pero asegúrate de que no se le salte algún fragmento. Tuve mucho cuidado al sacarlo. No quiero que ahora tú me lo estropees.
Cortó la comunicación y yo me sentí enferma.
– Agh.
Morelli me pasó un brazo por encima de los hombros.
– No te preocupes por tu abuela. Es como ese Buick del 53. Aterradoramente indestructible. Puede que incluso inmortal.
Negué con la cabeza.
– No es más que una viejecita.
– Me sentiría mucho mejor si lograra creerme eso de verdad -dijo Morelli-. Pero creo que estamos ante una generación de mujeres y de coches que desafían las reglas de la ciencia y de la lógica.
– Estás pensando en tu propia abuela.
– Nunca le he dicho esto a nadie, pero en ocasiones me preocupa que realmente pueda echarle el mal de ojo a la gente. A veces me da un miedo atroz.
Rompí a reír. No pude evitarlo. Morelli siempre se había tomado las amenazas y las predicciones de su abuela con la misma naturalidad.
Me puse la sudadera con el número 35 encima de la camiseta y vimos juntos el partido de los Rangers. Después del partido sacamos a pasear a Bob y nos metimos en la cama.
Crak. Arañazo, aranazo. Crack.
Morelli y yo nos miramos. Bob estaba escarbando, tirando los platos del mostrador de la cocina en busca de migajas.
– Está hambriento -dijo Morelli-. Tal vez deberíamos encerrarle en el dormitorio con nosotros para que no se coma una silla.
Morelli salió de la cama y regresó con Bob. Cerró la puerta con pestillo y volvió a meterse en la cama. Y Bob saltó a la cama junto a nosotros. Anduvo en círculos cinco o seis veces, escarbó en el edredón, dio unas vueltas más, parecía aturdido.
– Es encantador -le dije a Morelli-. De una forma prehistórica.
Bob dio algunas vueltas más y se empotró entre Morelli y yo. Reposó la cabeza en una esquina de la almohada de Morelli, soltó un suspiro de resignación y se durmió al instante.
– Tienes que hacerte con una cama más grande -dijo Morelli.
Y tampoco tenía que preocuparme por el control de natalidad.
Morelli se levantó de la cama al despuntar el alba.
Yo abrí un ojo.
– ¿Qué haces? Apenas ha amanecido.
– No puedo dormir. Bob me está despachurrando. Además, le prometí al veterinario que me ocuparía de que Bob haga algo de ejercicio, así que nos vamos a correr.
– Eso está bien.
– Tú también -dijo Morelli.
– Ni hablar.
– Tengo este perro por tu culppa. O sea que vas a sacar el culo de la cama y a correr con nosotros.
– ¡Ni hablar!
Morelli me agarró de un tobillo y me arrastró fuera de la cama.
– No me obligues a ponerme brusco -dijo.
Los dos, de pie, nos quedamos mirando a Bob. Era el único que seguía en la cama. Aún tenía la cabeza apoyada en la almohada, pero su expresión era de preocupación. Bob no era un tipo de perro madrugador. Y tampoco era un gran deportista.
– Levántate -le dijo Morelli a Bob.
Bob apretó los ojos, haciéndose el dormido.
Morelli intentó sacarle de la cama a la fuerza y Bob soltó un gruñido desde lo más profundo de la garganta, realmente amenazador.
– ¡Mierda! -dijo Morelli-. ¿Cómo lo haces tú? ¿Cómo consigues que vaya a cagar al jardín de Joyce tan temprano?
– ¿Te has enterado de eso?
– Gordon Skyer vive enfrente de Joyce. Y yo juego a la raqueta con Gordon.
– Le soborno con comida.
Morelli se fue a la cocina y regresó con una bolsa de zanahorias.
– Mira lo que he encontrado -dijo-. Tienes comida sana en el frigorífico. Estoy impresionado.
No quería desilusionarle, pero las zanahorias eran para Rex. Las zanahorias sólo me gustan rebozadas en una espesa masa y fritas en abundante aceite, o formando parte de un pastel de zanahoria con montones de crema de queso.
Morelli le ofreció una zanahoria a Bob y éste le lanzó una mirada tipo «debes de estar de cachondeo».
Empezaba a sentir lástima por Morelli.
– Bueno -dije-, vámonos a la cocina a entrechocar algunos cacharros. Bob no podrá resistirse.
Cinco minutos más tarde estábamos arreglados, y Bob llevaba su collar y tenía su cadena enganchada.
– Espera un momento -dije-. No podemos salir todos y dejar el corazón sin vigilar. En este apartamento entra la gente cuando quiere.
– ¿Qué gente?
– Benny y Ziggy para empezar.
– La gente no puede meterse en tu casa sin más ni más. Es ilegal. Es allanamiento de morada.
– Qué tontería -dije-. El primer par de veces me pilló por sorpresa, pero con el tiempo te acostumbras -saqué el corazón del congelador-. Se lo voy a dejar al señor Morganstern. Se levanta muy temprano.
– Tengo el congelador estropeado -le dije al señor Morganstern-, y no quiero que esto se me descongele. ¿Me lo puede guardar hasta la hora de la cena?
– Por supuesto -dijo él-. Parece un corazón.
– Es una dieta nueva. Hay que comer un corazón una vez a la semana.
– ¿En serio? Tal vez debería probarlo. Últimamente me he encontrado algo flojucho.
Morelli me esperaba en el aparcamiento. Trotaba sin moverse del sitio y Bob tenía los ojos brillantes y sonreía, una vez al aire libre.
– ¿Ha evacuado?
– Ya me he ocupado de ello.
Morelli y Bob arrancaron con paso ágil y yo troté torpemente detrás de ellos. Puedo andar seis kilómetros con zapatos de tacón de diez centímetros, y yendo de compras acabo con Morelli, pero no me gusta correr. Bueno, si fuéramos a unas rebajas de bolsos, puede que sí.
Poco a poco me fui quedando más y más atrás. Cuando Morelli y Bob doblaron una esquina y desaparecieron de mi vista, acorté por un jardín y salí a la panadería Fararro. Me compré una caracola de almendras y me encaminé a casa, andando pausadamente mientras disfrutaba de mi bollo. Ya casi estaba en el aparcamiento de casa cuando vi a Morelli y a Bob bajando St. James. Inmediatamente, me puse a trotar y a jadear.