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– ¿Dónde os habéis metido, chicos? -dije-. Os he perdido.

Morelli sacudió la cabeza con desagrado.

– Qué pena. Tienes azúcar en la camiseta.

– Habrá caído del cielo.

– Patético -dijo Morelli.

Al regresar nos encontramos con Benny y Ziggy en el descansillo.

– Al parecer han estado corriendo -dijo Ziggy-. Es muy sano. Debería hacerlo más gente.

Morelli le puso una mano en el pecho a Ziggy para detenerle.

– ¿Qué hacen aquí?

– Hemos venido a ver a la señorita Plum, pero no había nadie.

– Bueno, pues aquí está. ¿No quieren hablar con ella?

– Por supuesto -dijo Ziggy-. ¿Le ha gustado la mermelada?

– Está riquísima. Muchas gracias.

– No habrán entrado en el apartamento ahora, ¿verdad? -preguntó Morelli.

– Nunca haríamos algo así -dijo Benny-. Le tenemos demasiado respeto, ¿verdad, Ziggy?

– Sí, es verdad -dijo Ziggy-. Pero si quisiera, podría hacerlo. Todavía tengo el «toque».

– ¿Ha tenido ocasión de hablar con su mujer? -le pregunté a Benny-. ¿Está en Richmond?

– Hablé con ella anoche. Y está en Norfolk. Me dijo que las cosas van tan bien como cabría esperar. Estoy seguro de que usted entenderá que esto ha sido un golpe para todos los afectados.

– Una tragedia. ¿No ha habido noticias de Richmond?

– Lamentablemente, no.

Benny y Ziggy se dirigieron al ascensor y Morelli y yo entramos detrás de Bob a la cocina.

– Han estado aquí dentro, ¿no es cierto? -dijo Morelli.

– Sí. Buscando el corazón. La mujer de Benny está convirtiendo su vida en un infierno mientras no aparezca ese corazón.

Morelli midió una taza de comida y se la dio a Bob. Bob la devoró y buscó más.

– Lo siento, amigo -dijo Morelli-. Esto es lo que pasa cuando uno se pone gordo.

Metí el estómago, sintiéndome culpable por la caracola. Comparada con Morelli yo era una vaca. Morelli tenía los abdominales como una tabla de lavar. Morelli podía hacer flexiones de verdad. Montones. Mentalmente, yo también podía hacer flexiones. En la vida real, las flexiones seguían muy de cerca al placer de correr.

Doce

Eddie DeChooch tenía a la abuela en algún sitio. Probablemente no en el Burg, porque a estas alturas ya me habría enterado de algo. Pero era en el área de Trenton. Las dos llamadas de teléfono eran locales.

Joe había prometido no hacer un informe, pero yo sabía que se pondría a trabajar de tapadillo. Se dedicaría a hacer preguntas y pondría en danza a un montón de polis a buscar a DeChooch con más dedicación. Connie, Vinnie y Lula también recurrieron a todos sus informadores. Pero yo no esperaba ningún resultado. Eddie DeChooch trabajaba solo. Podía ir a visitar al padre Carolli de vez en cuando. Y podía dejarse caer por un velatorio ocasionalmente. Pero era un solitario. Yo estaba absolutamente convencida de que nadie conocía su guarida. Con la posible excepción de Mary Maggie Mason.

Dos días antes DeChooch había ido a ver a Mary Maggie por alguna razón.

Recogí a Lula en la oficina y fuimos en la moto hasta el edificio de apartamentos de Mary Maggie. Era media mañana y el tráfico estaba muy tranquilo. Las nubes se acumulaban sobre nuestras cabezas. Se esperaba que lloviera a última hora. En Jersey a nadie le importaba un pito. Era jueves. Que lloviera. En Jersey sólo nos preocupaba el tiempo del fin de semana.

La Low Rider recorrió rugiendo el garaje subterráneo; las vibraciones retumbaban contra las paredes y el techo de cemento. No vimos el Cadillac blanco, pero el Porsche plata con la matrícula MMM-ÑAM ocupaba su puesto habitual. Aparqué la Harley dos calles más abajo.

Lula y yo nos miramos. No teníamos ninguna gana de subir.

– Me da no sé qué hablar con Mary Maggie -dije-. Aquella movida en el barro no fue precisamente un momento glorioso para mí.

– Fue culpa suya. Ella empezó.

– Podía haberlo resuelto mejor, pero me pilló por sorpresa -dije.

– Sí -dijo Lula-. Me di cuenta por cómo gritabas «¡Socorro!» sin parar. Sólo espero que no quiera demandarme por romperle la espalda, o algo por el estilo.

Llegamos a la puerta de la casa de Mary Maggie y nos quedamos calladas. Respiré profundamente y llamé al timbre. Mary Maggie abrió la puerta y, nada más vernos, intentó cerrarla de golpe. Regla número dos del cazarrecompensas: si una puerta se abre, mete la bota a toda prisa.

– ¿Qué pasa ahora? -dijo Mary Maggie, intentando quitar mi bota de en medio.

– Quiero hablar contigo.

– Ya has hablado conmigo.

– Necesito hablar contigo otra vez. Eddie DeChooch ha secuestrado a mi abuela.

Mary Maggie dejó de pelearse con mi bota y me miró.

– ¿Lo dices en serio?

– Tengo algo que quiere. Y ahora él tiene algo que quiero yo.

– No sé qué decir. Lo siento.

– Esperaba que pudieras ayudarme a encontrarla.

Mary Maggie abrió la puerta y Lula y yo nos invitamos a entrar. No es que pensara que me iba a encontrar a la abuela escondida en el armario, pero tenía que echar un vistazo. El apartamento era bonito pero no demasiado grande. Era un espacio abierto con salón, comedor y cocina. Un dormitorio. Un baño completo y un servicio. Estaba elegantemente decorado con muebles clásicos. Colores suaves. Grises y beiges. Y, por supuesto, había libros por todas partes.

– Sinceramente, no sé dónde está -dijo Mary Maggie-. Me pidió prestado el coche. Lo ha hecho otras veces. Si el dueño del club te pide algo prestado lo más sensato es dejárselo. Además, es un ancianito muy agradable. Cuando os fuisteis de aquí me acerqué a casa de su sobrino y le dije que quería que me devolviera el coche. Eddie lo traía para devolvérmelo cuando tú y tu amiga le tendisteis la emboscada en el garaje. Desde entonces no he vuelto a saber nada más de él.

Lo malo era que yo la creía. Lo bueno, que Ronald DeChooch estaba en contacto con su tío.

– Lo siento por tu zapato -le dijo Mary Maggie a Lula-. Lo buscamos por todas partes pero no pudimos encontrarlo.

– Bah -dijo Lula.

Lula y yo no dijimos nada hasta que llegamos al garaje.

– ¿Qué te parece? -me preguntó ella.

– Me parece que tenemos que hacerle una visita a Ronald DeChooch.

Arranqué la moto, Lula se montó detrás y salimos del garaje como una exhalación en dirección al local de Ace Paver.

– Tenemos suerte de tener un buen trabajo -dijo Lula cuando nos detuvimos ante el edificio de ladrillos donde Ronald DeChooch tenía su negocio-. Podríamos trabajar en un sitio como éste, oliendo todo el día a alquitrán, con pegotes de pastuja negra siempre pegada a las suelas de los zapatos.

Me bajé de la moto y me quité el casco. El aire estaba impregnado del denso olor del asfalto caliente, y más allá de la verja cerrada las apisonadoras ennegrecidas y los camiones tiznados soltaban ondulantes oleadas de calor. No había obreros a la vista, pero era evidente que el equipo acababa de volver de un trabajo.

– Vamos a ser profesionales pero contundentes -le dije a Lula.

– Lo que quieres decir es que no vamos a pasarle ni una a ese capullo de mierda de Ronald DeChooch.

– Has vuelto a ver lucha libre -le dije a Lula.

– La tengo grabada para poder ver a La Roca siempre que quiera -dijo ella.

Lula y yo sacamos pecho y entramos en la oficina sin llamar a la puerta. No nos iban a achicar una pandilla de tarados jugando a las cartas. Esta vez íbamos a sacarles respuestas. íbamos a hacer que nos respetaran.

Cruzamos el pequeño vestíbulo de entrada y, otra vez sin llamar, entramos directamente al despacho. Al abrir la puerta de par en par nos dimos de cara con Ronald DeChooch, que estaba jugando a «esconder el salami» con la secretaria.

En realidad, no nos dimos de cara, porque DeChooch estaba de espaldas a nosotras. Más exactamente, nos daba su culo grande y peludo porque se lo estaba haciendo a lo perro con aquella pobre mujer. Él llevaba los pantalones por las rodillas y ella estaba doblada sobre la mesa de las cartas, aferrándose a ella como si le fuera la vida en ello.