Hubo un momento de embarazoso silencio; luego Lula rompió a reír.
– Deberías considerar la posibilidad de hacerte la cera en el culo -le dijo Lula a DeChooch-. Qué trasero tan feo.
– ¡Dios! -dijo DeChooch, subiéndose los pantalones-. Uno no puede ni tener intimidad en su despacho.
La mujer se incorporó de un salto, se arregló la falda e intentó meter los pechos en el sujetador. Apartaba la mirada con una expresión de mortal bochorno, con las braguitas en la mano. Espero que la estuvieran compensando bien.
– ¿Qué pasa ahora? -dijo DeChooch-. ¿Habéis venido por algo en especial o solamente a ver el espectáculo?
– Tu tío ha secuestrado a mi abuela.
– ¿Qué?
– Se la llevó ayer. Quiere el corazón como rescate.
La expresión de sorpresa de sus ojos llegó al máximo.
– ¿Sabes lo del corazón?
Lula y yo intercambiamos miradas.
– Yo… hum, yo tengo el corazón -dije.
– ¡Dios santo! ¿Cómo coño te has hecho con el corazón?
– Cómo se haya hecho con él no tiene importancia-dijo Lula.
– Exacto -dije yo-. Lo que importa es que acabemos de arreglar todo esto. Primero quiero que mi abuela vuelva a casa, luego, que vuelvan El Porreta y Dougie.
– Lo de tu abuela puede que consiga solucionarlo -dijo Ronald-. No sé dónde se esconde mi tío Eddie, pero hablo con él de vez en cuando. Tiene un teléfono móvil. Lo de los otros dos ya es otra cosa. No sé nada de ellos. Que yo sepa, nadie sabe nada de ellos.
– Eddie dijo que me llamaría esta tarde, a las siete. No quiero que nada salga mal. Le voy a dar el corazón y quiero que devuelva a mi abuela. Si le pasara algo malo a mi abuela o si no me la entrega a cambio del corazón, las cosas se van a poner feas.
– Entendido.
Lula y yo nos fuimos. Cerramos las dos puertas detrás de nosotras, subimos a la Harley y arrancamos. A dos manzanas de distancia tuve que pararme, porque nos estábamos riendo tanto que temía que nos cayéramos de la moto.
– ¡Ha sido genial! -dijo Lula-. Si quieres que un hombre te preste atención, píllale con los pantalones bajados.
– ¡Nunca había visto a nadie haciéndolo! -le dije a Lula. Mi cara estaba ardiendo por la risa- Ni siquiera me he mirado en un espejo.
– A nosotras no nos gusta mirarnos en los espejos -dijo Lula-. A los hombres les encanta. Se miran a sí mismos haciendo guarrerías y creen que son Rex, el Caballo Maravilla. Las mujeres se miran y piensan en que tienen que renovar la inscripción del gimnasio.
Estaba intentando recuperarme de la risa cuando mi madre me llamó al móvil.
– Está pasando algo raro -dijo mi madre-. ¿Dónde está tu abuela? ¿Por qué no ha vuelto a casa?
– Volverá esta noche.
– Eso dijiste anoche. ¿Quién es el hombre con el que está? Esto no me gusta ni un poquito. ¿Qué va a decir la gente?
– No te preocupes. La abuela se está comportando con mucha discreción. Pero es que tenía que hacerlo -no sabía qué más decir, así que me puse a hacer ruidos por el teléfono-. Vaya -grité-, me parece que te estoy perdiendo. Voy a colgar.
Lula miraba por encima de mi hombro.
– Tengo una buena vista de la calle -me dijo-, y un coche grande negro acaba de salir del aparcamiento de la empresa de pavimentos. Y tres hombres acaban de salir por la puerta y juraría que nos están señalando.
Miré hacia allí para ver qué pasaba. Desde aquella distancia era imposible verlo con detalle, pero uno de ellos podría estar señalándonos. Aquellos hombres se metieron en el coche y giraron hacia nosotras.
– A lo mejor Ronald ha olvidado decirnos algo.
Yo sentía algo raro dentro del pecho.
– Podría habernos llamado.
– La otra opción es que quizá no deberías haberle dicho que tenías el corazón.
Mierda.
Lula y yo nos subimos a la moto a toda prisa, pero el coche estaba ya a una manzana y seguía acercándose.
– Agárrate -grité, y salimos disparadas. Aceleré en la curva y la tomé muy abierta. Todavía no era tan buena con la moto como para arriesgarme.
– Joder! -gritó Lula-. Los tienes pegados al culo.
Con la visión periférica vi que el coche se acercaba a mi lado. Íbamos por una calle de dos carriles y nos faltaban dos manzanas para llegar a Broad. Las calles adyacentes estaban vacías, pero Broad estaría abarrotada a estas horas. Si lograba llegar a Broad conseguiría despistarles. El coche nos adelantó, se separó un poco de nosotras e hizo un giro para bloquear la calle, cortándonos el paso. Las puertas del Lincoln se abrieron, los cuatro hombres se apearon de él y yo frené poco a poco. Sentí la mano de Lula en mi hombro y por el rabillo del ojo alcancé a ver su Glock.
Se hizo un gran silencio.
Por fin, uno de los hombres se acercó.
– Ronnie nos ha pedido que te entregue su tarjeta por si necesitas ponerte en contacto con él. Lleva el número de su teléfono móvil.
– Gracias -dije, recogiendo la tarjeta-. Ha sido una buena idea pensar en esto.
– Sí. Es un tío muy listo.
Luego se montaron en el coche y se fueron.
Lula volvió a ponerle el seguro a la pistola.
– Creo que me he manchado los pantalones -dijo.
Ranger estaba en el despacho cuando llegamos.
– Esta noche a las siete -le dije-. En el restaurante Silver Dollar. Morelli lo sabe pero ha prometido no avisar a la policía.
Ranger se quedó mirándome.
– ¿También me necesitas esta vez?
– No me vendría mal.
Se levantó.
– Ponte el micrófono. Enciéndelo a las seis y media.
– ¿Y qué hago yo? -preguntó Lula-. ¿Estoy invitada?
– Tú vienes de escolta -dije-. Necesito que alguien lleve la nevera.
El restaurante Silver Dollar se encuentra en Hamilton Township, no muy lejos del Burg, y todavía más cerca de mi apartamento. Está abierto las veinticuatro horas del día y tiene una carta que se tardaría doce horas en leer. Dan de desayunar a cualquier hora y sirven un delicioso y grasiento queso a la parrilla a las dos de la mañana. Está rodeado por toda la fealdad que hace de Jersey una ciudad tan genial. Tiendas de veinticuatro horas, oficinas de bancos, almacenes de ultramarinos, videoclubes, galerías comerciales y tintorerías. Y luces de neón y semáforos hasta donde alcanza la vista.
Lula y yo llegamos allí a las seis y media con el corazón congelado traqueteando en la nevera portátil y el micrófono molestándome y rascándome por debajo de la camisa de franela de cuadros. Nos sentamos a una mesa y pedimos unas hamburguesas con queso y patatas fritas y nos quedamos mirando por la ventana el tráfico que discurría por delante.
Hice la prueba con el micrófono y Ranger me devolvió la llamada para confirmar su funcionamiento. Estaba cerca… en algún sitio. Vigilaba el restaurante. Y era invisible. Joe también andaba por allí. Probablemente se habían puesto en contacto. Ya les había visto trabajar juntos en otras ocasiones. Los hombres como Ranger y Joe tenían normas que regían sus comportamientos. Normas que yo nunca he entendido. Normas que permitían a dos hombres rivales colaborar en aras de un bien común.
El restaurante todavía estaba abarrotado con los clientes del segundo turno. Los del primer turno eran las personas mayores que venían por los precios especiales de primera hora. A las siete el sitio empezaba a vaciarse. Aquello no era Manhattan, donde la gente cena en plan elegante a las ocho o las nueve. En Trenton se trabajaba mucho, y la mayoría de la gente estaba en la cama a las diez de la noche.
Mi móvil sonó a las siete y el corazón me hizo unos pasos de claqué al escuchar la voz de DeChooch.