– Tu abuela se ha comido tu pizza. Me imagino que ser rehén da mucha hambre.
– ¿Vas a entrar conmigo?
– Antes tendrías que matarme.
– Necesito hablar contigo. No tardaré mucho. ¿Me esperas?
Nuestras miradas se quedaron fijas y el silencio se hizo denso entre nosotros.
Mentalmente, me humedecí los labios y me abaniqué. Sí. Me esperaría.
Me giré para dirigirme a casa y él me hizo volver. Sus manos se deslizaron por debajo de mí camisa y yo me quedé sin respiración.
– El micro -dijo, despegando el esparadrapo, rozando con la cálida punta de los dedos la parte de mi pecho no cubierta por el sujetador.
La abuela ya había cruzado la puerta cuando la alcancé.
– Chica, estoy deseando ir mañana al salón de belleza y contarle a todo el mundo lo que me ha pasado.
Mi padre levantó la mirada del periódico y mi madre tuvo un estremecimiento incontrolable.
– ¿Quién ha estirado la pata? -preguntó la abuela a mi padre-. No he visto un periódico desde hace un par de días. ¿Me he perdido algo importante?
Mi madre entornó los ojos.
– ¿Dónde estabas?
– Que me aspen si lo sé -dijo la abuela-. Cuando entré y cuando salí llevaba un saco en la cabeza.
– La han secuestrado -le dije a mi madre.
– ¿Qué quieres decir con… secuestrado?
– Resulta que yo tenía una cosa que Eddie DeChooch quería y secuestró a la abuela para cambiarla.
– Gracias a Dios -dijo mi madre-. Creí que se había liado con un hombre.
Mi padre reanudó la lectura de su periódico. Otro día cualquiera en la vida de la familia Plum.
– ¿Le sacaste algo a Choochy? -le pregunté a la abuela-. ¿Tienes alguna idea de dónde pueden estar El Porreta y Dougie?
– Eddie no sabe nada de ellos. Él también quería encontrarles. Dice que Dougie es el culpable de todo. Dice que Dougie le robó el corazón. Aunque, la verdad, todavía no me he enterado de qué va todo ese asunto del corazón.
– ¿Y no tienes ni idea de dónde te ha tenido encerrada?
– Me ponía una bolsa por la cabeza cuando entrábamos y salíamos. Al principio no me di cuenta de que estaba secuestrada. Creía que era un rollo de perversión sexual. Lo que sí sé es que fuimos en coche un buen rato y luego entramos en un garaje. Lo sé porque oí las puertas del garaje abrirse y cerrarse. Luego entramos en la planta baja de la casa. Era como si el garaje diera a un sótano, pero a un sótano acondicionado. Había un salón con televisión, dos dormitorios y una cocinita. Y otra habitación con la caldera, la lavadora y la secadora. Y no se podía ver nada de fuera, porque sólo había esas ventanítas de sótano que tenían las contraventanas cerradas por el exterior -la abuela bostezó-. Bueno, me voy a la cama. Estoy hecha polvo y mañana me espera un día muy duro. Tengo que sacarle todo el partido al secuestro. Tengo que contárselo a un montón de gente.
– Pero no cuentes nada del corazón -le dije a la abuela-. Lo del corazón es un secreto.
– Me parece bien, puesto que, después de todo, no sabría qué contar sobre eso.
– ¿Vas a presentar una denuncia?
La abuela pareció sorprendida.
– ¿Contra Choochy? No, por Dios. ¿Qué pensaría la gente?
Ranger me esperaba apoyado en el coche. Iba todo vestido de negro. Pantalones de vestir negros, náuticos negros con pinta de ser muy caros, camiseta de manga corta negra, chaqueta negra de cachemir. Yo sabía que la chaqueta no era para abrigarse. La chaqueta ocultaba la pistola. Aunque eso daba igual. Era una chaqueta muy bonita.
– Seguramente Ronald llevará el corazón a Richmond mañana -le dije a Ranger-. Y me preocupa que descubran que no es el de Louie D.
– ¿Y?
– Y me da miedo que se les ocurra mandar un mensaje haciéndoles algo terrible a El Porreta o a Dougie.
– ¿Y?
– Y creo que El Porreta y Dougie están en Richmond. Creo que la hermana y la mujer de Louie D están trabajando juntas. Y creo que tienen a El Porreta y a Dougie.
– Y te gustaría rescatarles.
– Sí.
Ranger sonrió.
– Puede ser divertido.
Ranger tiene un sentido del humor un poco raro.
– Connie me ha proporcionado la dirección de la casa de Louie D. Se supone que su mujer lleva encerrada allí desde que él murió. Estelle Colucci, la hermana de Louie, también está con ella. Se fue a Richmond el mismo día que desapareció El Porreta. Me da la sensación de que esas dos señoras secuestraron a El Porreta y se lo llevaron a Richmond. Y apostaría a que Dougie también está en Richmond. Es posible que Estelle y Sophia se hartaran de que Benny y Ziggy no dieran una y decidieran tomar cartas en el asunto.
Desgraciadamente, mi teoría se iba poniendo más y más confusa a partir de ese punto. Uno de los motivos de dicha confusión era que Estelle Colucci no se ajustaba a la descripción de la mujer con la mirada extraviada. De hecho, ni siquiera se ajustaba a la descripción de la mujer de la limusina.
– ¿Quieres pasar antes por casa para algo? -preguntó Ranger-. ¿O quieres que nos vayamos ahora mismo?
Le eché una mirada a la moto. Tenía que dejarla en algún sitio. Seguramente no era una buena idea decirle a mi madre que me iba a Richmond con Ranger. Y no me sentía del todo a gusto con la idea de dejar la moto en el aparcamiento de casa. Los ancianos del edificio tienen cierta tendencia a arrollar cualquier cosa que sea menor que un Cadillac. Y Dios sabe que no quería dejársela a Morelli. Él se empeñaría en ir a Richmond.
Morelli era posiblemente tan competente como Ranger en este tipo de asuntos. De hecho, es posible que fuera aún mejor que Ranger, porque no estaba tan loco como él. El problema era que aquello no era una operación policial. Era una operación de cazarrecompensas.
– Tengo que hacer algo con la moto -le dije a Ranger-. No quiero dejarla aquí.
– No te preocupes por eso. Le diré a Tank que se ocupe de ella hasta que volvamos.
– Necesitará las llaves.
Ranger me miró como si me faltara un hervor.
– Vale -dije-. ¿En qué estaría pensando?
Tank no necesitaba las llaves. Tank era uno de los compinches de Ranger y los compinches de Ranger tenían mejores dedos que Ziggy.
Salimos del Burg en dirección sur y entramos en la autopista de peaje por Bordentown. Empezó a llover unos minutos más tarde, al principio como una ligera bruma, arreciando a medida que íbamos recorriendo kilómetros. El Mercedes zumbaba siguiendo la línea de la carretera. La noche nos envolvió en una oscuridad sólo rota por las luces del salpicadero.
Toda la comodidad de un útero materno con la tecnología de la cabina de mandos de un reactor. Ranger pulsó un botón del CD y la música clásica inundó el aire. Una sinfonía. No eran Godsmack, pero no estaba mal.
Según mis cálculos, sería un viaje de unas cinco horas. Ranger no era de los que pierden el tiempo charlando. Ranger se reservaba su vida y sus pensamientos para él solo. De modo que recliné el asiento y cerré los ojos.
– Si te cansas y quieres que conduzca yo, avísame -dije.
Me relajé en mi asiento y me puse a pensar en Ranger. Cuando nos conocimos era sólo músculos y fanfarronería callejera.
Hablaba y andaba como se habla y se anda en la parte hispana del gueto, siempre vestido con sudaderas y ropa militar. Y ahora vestía de cachemir y escuchaba música clásica más cercana a la facultad de derecho de Harvard que a Coolio.
– No tendrás por casualidad un hermano gemelo, ¿verdad? -le pregunté.
– No -contestó con suavidad-. No hay otro como yo.
Trece
Me desperté cuando el coche dejó de moverse. Ya no llovía, pero estaba muy oscuro. Miré el reloj digital del salpicadero. Eran casi las tres. Ranger observaba la gran casa colonial de ladrillo rojo de enfrente.
– ¿La casa de Louie D? -pregunté.
Ranger asintió.