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Era una casa muy grande con un pequeño terreno. Las casas que la rodeaban eran similares. Todas eran construcciones relativamente nuevas. No tenían ni setos ni árboles viejos. Dentro de veinte años sería un barrio precioso. En aquel momento resultaba demasiado nuevo, demasiado desnudo. En la casa de Louie D no se veía ninguna luz. Ni ningún coche aparcado junto a la acera. En esta clase de barrios los coches se aparcaban en los garajes o los paseos traseros.

– Quédate aquí -dijo Rango -. Tengo que echar un vistazo.

Le vi cruzar la calle y desaparecer entre las sombras de la casa. Abrí un poco la ventanilla y me esforcé para oír cualquier ruido, pero no oí nada. Ranger perteneció a los cuerpos especiales en otros tiempos y no ha perdido ni una sola de sus facultades. Se mueve como un gigantesco gato mortífero. Yo, por mi parte, me muevo como un búfalo acuático. Supongo que por eso me quedé en el coche.

Apareció por el extremo opuesto de la casa y regresó al Mercedes. Se sentó al volante y giró la llave de contacto.

– Está cerrada a cal y canto -dijo-. La alarma está conectada y la mayoría de las ventanas tienen echadas unas gruesas cortinas. No se ve mucho. Si supiera más de la casa y su rutina entraría y echaría un vistazo. Pero me resisto a hacerlo sin saber cuánta gente hay en la casa -se separó del bordillo y condujo calle abajo-. Estamos a quince minutos del distrito financiero. El ordenador me dice que allí hay una galería comercial, algunos establecimientos de comida rápida y un motel. Le pedí a Tank que nos reservara habitaciones. Puedes dormir un par de horas y darte una ducha. Sugiero que llamemos a la puerta de la señora D a las nueve y nos colemos en la casa con buenas maneras.

– Me parece bien.

Tank había reservado las habitaciones en un clásico motel de dos plantas de una cadena hotelera. No era lujoso, pero tampoco era inmundo. Las dos habitaciones estaban en la segunda planta. Ranger abrió la puerta de la mía y encendió la luz, sometiéndola a un rápido reconocimiento. Todo parecía estar en orden. No había ningún psicópata agazapado en los rincones.

– Vendré a buscarte a las ocho y media -dijo-. Podemos desayunar y acercarnos a saludar a las señoras.

– Estaré lista.

Me arrastró hacia él, acercó su boca a la mía y me besó. Un beso lento y profundo. Sentía sus manos firmes sobre mi espalda. Yo me agarré a su camisa y me arrimé a él. Y sentí la respuesta de su cuerpo.

Una visión de misma vestida de novia inundó mi cabeza.

– ¡Mierda! -dije.

– Ésa no suele ser la reacción habitual cuando beso a una mujer -dijo Ranger.

– Vale, te voy a contar la verdad. Me encantaría dormir contigo, pero tengo un puñetero vestido de novia…

Ranger deslizó los labios por mi mandíbula hasta la oreja.

– Podría hacerte olvidar ese vestido.

– Sí que podrías. Pero eso me causaría un montón de problemas.

– Tienes un conflicto moral.

– Sí.

Me besó de nuevo. Esta vez más suavemente. Retrocedió y una sonrisa desprovista de humor se dibujó en las comisuras de sus labios.

– No quiero agobiarte con tu conflicto moral, pero será mejor que seas capaz de atrapar a Eddie DeChooch tú solita, porque si te ayudo cobraré mi tarifa.

Y se fue. Cerró la puerta al salir y pude oír cómo caminaba por el pasillo y entraba en su habitación.

Caray.

Me tumbé en la cama completamente vestida, con las luces encendidas y los ojos bien abiertos. Cuando el corazón dejó de saltarme en el pecho y los pezones empezaron a relajarse me levanté y me lavé la cara. Puse el despertador a las ocho. Yupi, cuatro horas de sueño. Apagué la luz y me metí en la cama. No podía dormir. Demasiada ropa. Me levanté, me desnudé hasta quedarme en braguitas y volví a meterme en la cama. Nada; así tampoco podía dormir. Demasiado poca ropa. Me volví a poner la camiseta, volví a meterme entre las sábanas y me sumergí en el mundo de los sueños inmediatamente.

Cuando Ranger llamó a la puerta de mi habitación a las ocho y media, ya estaba tan arreglada como me era posible. Me había dado una ducha y había hecho lo que podía con el pelo, sin gel. Llevo montones de cosas en el bolso. Quién iba a suponer que iba a necesitar gel.

Ranger tomó café, fruta y un bollo de cereal integral para desayunar. Yo me comí un Egg McMuffin, un batido de chocolate y patatas fritas. Y como pagaba Ranger me regalaron una figurita articulada de Disney.

En Richmond hacía más calor que en Jersey. Algunos árboles y algunas azaleas tempranas estaban floreciendo. El cielo estaba limpio y se esforzaba por ponerse azul. Iba a ser un buen día para importunar a un par de ancianitas.

En las carreteras principales el tráfico era denso, pero desapareció en cuanto entramos en el barrio de Louie D. Los autobuses escolares ya habían completado sus rutas y los vecinos adultos se iban a sus clases de yoga, al mercado para gourmets, al club de tenis, al gimnasio o al trabajo. Aquella mañana se respiraba un aire de actividad frenética en el vecindario. Con la sola excepción de la casa de Louie D. Ésta tenía exactamente el mismo aspecto que a las tres de la madrugada. Oscura y silenciosa.

Ranger llamó a Tank, quien le dijo que Ronald había salido de su casa a las ocho con la nevera portátil. Tank le había seguido hasta Whitehorse y había regresado una vez que se hubo asegurado de que se dirigía a Richmond.

– ¿Y qué piensas de la casa? -le pregunté a Ranger.

– Pienso que parece ocultar un secreto.

Los dos nos bajamos del coche y nos acercamos a la puerta. Ranger llamó al timbre. Al cabo de un momento una mujer de sesenta y pocos años abrió la puerta. Su pelo castaño era corto y enmarcaba un rostro alargado y estrecho en el que destacaban unas espesas cejas negras. Iba vestida de negro. Un vestido camisero negro sobre una constitución frágil y huesuda, chaqueta de punto negra, mocasines negros y medias oscuras. No llevaba maquillaje ni más joyas que una sencilla cruz de plata colgada del cuello. Círculos oscuros rodeaban sus ojos mortecinos, como si no hubiera dormido desde hacía mucho tiempo.

– ¿Sí? -dijo sin vitalidad. En sus labios finos y descoloridos no se mostró sonrisa alguna.

– Estoy buscando a Estelle Colucci -dije.

– Estelle no está aquí.

– Su marido me dijo que estaba pasando unos días aquí.

– Pues su marido estaba equivocado.

Ranger se adelantó y la mujer le cortó el paso.

– ¿Es usted la señora DeStefano? -preguntó Ranger. -Soy Christina Gallone. Sophia DeStefano es mi hermana.

– Necesitamos hablar con la señora DeStefano -dijo Ranger.

– No recibe visitas.

Ranger la empujó hacia el interior de la casa.

– Yo creo que sí.

– ¡No! -dijo Christina, tirando de Ranger-. No se encuentra bien. ¡Tienen que marcharse!

Una segunda mujer salió de la cocina al vestíbulo. Era mayor que Chrístina, pero tenían cierto parecido. Llevaba el mismo vestido sencillo, los mismos zapatos y la misma cruz de plata.

Era más alta y su pelo castaño estaba veteado de gris. Tenía en su cara mayor vitalidad, pero sus ojos, aterradoramente vacíos, absorbían la luz sin devolver nada a cambio. Mi primera impresión fue que se estaba medicando. Mi segunda idea fue que estaba loca. Y estaba bastante segura de encontrarme delante de la mujer que le había disparado a El Porreta.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó

– ¿Señora DeStefano? -preguntó Ranger.

– Sí.

– Nos gustaría hablar con usted sobre la desaparición de dos jóvenes.

Las hermanas se miraron la una a la otra y a mí se me erizó el cabello de la nuca. La sala de estar se encontraba a mi izquierda. Era oscura e impenetrable, decorada formalmente, con mesas de caoba brillante y tapicerías de densos brocados. Las cortinas estaban echadas y no dejaban entrar la luz del sol. A mi derecha había un pequeño despacho. La puerta estaba parcialmente abierta, desvelando un escritorio desordenado. También en el despacho estaban echadas las cortinas.