Ranger me dio las llaves del Mercedes cuando salimos del hospital.
– No llames la atención -dijo-. No me gustaría que la policía mirara este coche muy de cerca.
Dougie y El Porreta, vestidos con chándales y deportivas nuevas, se instalaron en el asiento de atrás, limpios y aliviados de haber salido del sótano.
El viaje de vuelta fue silencioso. Dougie y El Porreta se quedaron dormidos al instante. Ranger se sumió en sus pensamientos. Si yo hubiera estado más despejada tal vez hubiera dedicado el tiempo a repasar mi vida. Pero tal como estaba la cosa, necesitaba concentrarme en la carretera y esforzarme en no caer en piloto automático.
Abrí la puerta de mi apartamento medio esperando encontrarme a Benny y Ziggy. Sin embargo, sólo encontré tranquilidad. Una tranquilidad maravillosa. Cerré la puerta con pestillo y me desplomé en el sofá.
Me desperté tres horas más tarde y me dirigí tambaleándome a la cocina. Dejé caer una galleta y una uva en la jaula de Rex y le pedí perdón. No sólo era una golfa que coqueteaba con dos hombres a la vez, además era una mala madre hámster.
El contestador parpadeaba furiosamente. La mayoría de los mensajes eran de mi madre. Dos, de Morelli. Uno era de la tienda de novias de Tina anunciándonme que el vestido ya había llegado. Un mensaje de Ranger decía que Tank había dejado la moto en mi aparcamiento y nre aconsejaba que tuviera cuidado. Sophia y Christina andaban por ahí.
El último mensaje era de Vinnie. «Enhorabuena, has rescatado a tu abuela. Y ahora me cuentan que has traído a El Porreta y a Dougie. ¿Sabes quién falta? Eddie DeChooch. El tío al que yo quiero que encuentres. Porque es el tío que me va a arruinar si no consigues arrastrar su decrépito culo a la cárcel. Es un viejo, por Dios bendito. Está ciego. No oye. No puede mear sin ayuda. Y tú no eres capaz de atraparle. ¿Qué es lo que pasa?»
Mierda. Eddie DeChooch. Me había olvidado de él por completo. Andaba por ahí, en una casa con un garaje que daba a un sótano habilitado. Y por el número de habitaciones que había descrito la abuela, era una casa bastante grande. No como las que había en el Burg. Y tampoco como las del barrio de Ronald. ¿Con qué más contaba? Con nada. No tenía ni idea de cómo encontrar a Eddie DeChooch. Para decir la verdad, ni siquiera tenía ganas de encontrar a Eddie DeChooch.
Eran las cuatro de la madrugada y estaba extenuada. Apagué el timbre del teléfono, me arrastré hasta el dormitorio, me metí debajo de las mantas y no desperté hasta las dos de la tarde.
Tenía una película puesta en el vídeo y un cuenco de palomitas encima de las rodillas cuando sonó el busca.
– ¿Dónde estás? -preguntó Vinnie-. Te he llamado a casa y no me has contestado.
– Le he bajado el timbre al teléfono. Necesito un día libre.
– Pues se acabó el día libre. Acabo de localizar una llamada en el rastreador de la policía -me dijo-. Un tren de mercancías que venía de Filadelfia ha arrollado un Cadillac blanco en el paso a nivel de la calle Deeter. Ha sucedido hace apenas unos minutos. Al parecer el coche está hecho una chatarra. Quiero que vayas allí a la carrera. Con un poco de suerte puede que quede algún trocito identificable de lo que fue DeChooch.
Mire el reloj de la cocina. Eran casi las siete. Veinticuatro horas antes estaba en Richmond, a punto de volver para casa. Era como una pesadilla. Me costaba creerlo.
Agarré el bolso y las llaves de la moto y engullí las sobras de un sándwich. DeChooch no era precisamente mi persona favorita, pero tampoco tenía especial interés en que le atropellara un tren. Por otro lado, aquello mejoraría mi vida. Levanté los ojos al cielo mientras atravesaba el vestíbulo corriendo. Iba a ir al infierno de cabeza por tener aquel pensamiento.
Tardé veinte minutos en llegar a la calle Deeter. Gran parte de la zona estaba invadida por coches de policía y vehículos de urgencias. Aparqué a tres manzanas de allí y me acerqué andando. Según me acercaba iba viendo más y más cordón policial. No tanto para preservar la escena del crimen, como para alejar a los mirones. Rebusqué entre la multitud a ver si descubría alguna cara conocida, alguien que me colara al otro lado. Entre varios policías de uniforme distinguí a Carl Costanza. Habían acudido a la llamada de emergencia y ahora se encontraban un paso más allá de los mirones, contemplando el siniestro y sacudiendo las cabezas. El jefe Joe Juniak estaba entre ellos.
Me abrí paso hasta Carl y Juniak, intentando no mirar demasiado de cerca el coche despachurrado para no ver miembros cercenados tirados por ahí.
– Hola -dijo Carl al verme-. Te estaba esperando. Es un Cadillac blanco. Bueno, lo era.
– ¿Se ha identificado?
– No. Las matrículas no están visibles.
– ¿Había alguien en el coche?
– Es difícil de decir. El coche se ha quedado reducido a sesenta centímetros de altura. E1 tren lo ha machacado por completo. Los bomberos han traído su aparato de infrarrojos para ver si detectan calor humano.
No pude reprimir un escalofrío.
– iPuag!
– Sí. Te entiendo muy bien. He sido el segundo en llegar aquí. Le eché una mirada al coche y los cojones se me pusieron de corbata.
Desde donde me encontraba no podía ver el coche demasiado bien. Ahora que conocía la magnitud del accidente incluso me alegraba. El tren de mercancías que lo había arrollado no parecía haber sufrido el menor daño. Por lo que se podía ver, ni siquiera había descarrilado.
– ¿Ha llamado alguien a Mary Maggie Mason? -pregunté-. Si es el coche que llevaba Eddie DeChooch Mary Maggie es la propietaria.
– Dudo que alguien la haya llamado -dijo Costanza-. Me parece que todavía no estamos tan organizados.
Yo tenía la dirección y el teléfono de Mary Maggie en algún sitio. Revolví entre monedas sueltas, envoltorios de chicles, limas de uñas, caramelos de menta y otras zurrapas variadas que se acumulan en el fondo de mi bolso y al final encontré lo que buscaba.
Mary Maggie contestó al segundo timbrazo.
– Soy Stephanie Plum -le dije-. ¿Te han devuelto ya el coche?
– No.
– Es que ha habido un accidente con un Cadillac blanco. He pensado que podrías acercarte hasta aquí e identificar el coche.
– ¿Ha habido heridos?
– Todavía es pronto para saberlo. Están revisando el coche en este momento.
Le di la dirección y le dije que yo saldría a su encuentro.
– He oído que Mary Maggie y tú sois amigas -dijo Costanza-. Me han dicho que rodáis juntas por el barro.
– Sí -dije-. Estoy pensando en cambiar de carrera.
– Será mejor que te lo vuelvas a pensar. Me han contado que el Snakc Pit va a cerrar. Corre cl rumor de que llevaba años en números rojos.
– Eso es imposible. Estaba hasta los topes.
– Esa clase de locales saca el dinero de la bebida y la gente ya no bebe como antes. Toman la consumición mínima con la incluida en la entrada y nada más. Saben que si beben demasiado puede que les pillen y que les quiten el carnet de conducir. Por eso se retiró del negocio Pinwheel Soba. Abrió un local en South Beach donde tiene una clientela más activa. A Dave Vincent no le importa. Esto no era más que una tapadera para él. Su dinero sale de actividades que no te gustaría conocer.
– ¿O sea, que Eddie DeChooch no está ganando nada con este negocio?
– No lo sé. Estos fulanos tienen muchos chanchullos, pero no creo que esté sacando gran cosa.
Tom Bell era el encargado del caso de Loretta Ricci y, al parecer, también se ocupaba de éste. Era uno de los policías de paisano que daban vueltas alrededor del coche y de la locomotora. Se dio la vuelta y se dirigió a nosotros.
– ¿Había alguien en el coche? -le pregunté.
– No lo sé. La máquina del tren emite tanto calor que no podemos sacar nada en claro del termógrafo. Tendremos que esperar a que se enfríe la máquina o retirar el coche de las vías y abrirlo. Y eso tardará un buen rato. Parte de la carrocería está atrapada debajo del tren. Estamos esperando a que nos llegue el equipamiento necesario. Y contestando a tu siguiente pregunta, no hemos podido leer las matrículas, o sea, que no sabemos si es el coche que llevaba DeChooch.