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Ser la chica de Morelli tiene sus compensaciones. Se me conceden ciertos privilegios, como que, de vez en cuando, contesten a mis preguntas.

El paso a nivel de la calle Deeter tiene barreras y campana. Nos encontrábamos a casi cien metros de allí, porque el tren había empujado al coche a esa distancia. El tren era largo y se perdía más allá de la calle Deeter. Desde donde estábamos podía ver que las barreras estaban bajadas. Supongo que es posible que hubieran funcionado mal y que las hubieran bajado después del accidente. Pero lo que yo creía era que el coche había sido aparcado en las vías intencionadamente para que el tren se lo llevara por delante.

Vi a Mary Maggie al otro lado de la calle y la saludé con la mano. Se abrió paso entre los curiosos y llegó a mi lado. Desde lejos, echó una primera mirada al coche y se puso pálida.

– Oh, Dios mío -dijo con los ojos desorbitados y la impresión claramente visible en su rostro.

Presenté a Mary Maggie a Tom y le expliqué su posible relación de pertenencia.

– Si nos acercamos más, ¿cree que podría confirmarnos si es su coche? -preguntó Tom.

– ¿Hay alguien dentro?

– No lo sabemos. No hemos visto nada. Es posible que esté vacío. Pero la verdad es que no lo sabemos.

– Me estoy mareando -dijo Mary Maggie.

Todo el mundo se movilizó. Agua, amoniaco, bolsa de papel. No sé de dónde sacaron todo aquello. Los polis pueden ser muy eficientes cuando tienen delante a una luchadora con náuseas.

Una vez que Mary Maggie dejó de sudar y recobró el color de sus mejillas, Bell la acompañó hasta el coche. Costanza y yo les seguimos un par de pasos atrás. No tenía especial interés en ver la escabechina, pero tampoco quería perderme nada.

Todos nos detuvimos a unos tres metros del coche. El tren estaba parado, pero Bell tenía razón: la máquina emitía un calor sofocante. El impresionante tamaño del tren resultaba abrumador incluso estando inmóvil.

Mary Maggie miró a los restos del coche y se tambaleó.

– Es mi coche -dijo-. Creo.

– ¿Cómo lo sabe? -le preguntó Bell.

– Puedo ver parte del tejido de la tapicería. Mi tío hizo tapizar los asientos en azul. No era el color normal de la tapicería.

– ¿Algo más?

Mary Maggie negó con la cabeza.

– Creo que no. No queda mucho que ver.

Volvimos a nuestro sitio y nos reunimos de nuevo. Aparecieron unos camiones con pesada maquinaria de rescate y se pusieron a trabajar en el Cadillac. Tenían preparada una grúa, pero empezaron a cortar el coche con sopletes de acetileno para separarlo del tren. Empezaba a oscurecer y trajeron focos para iluminar la zona, lo que dio a la escena el aspecto de un estremecedor decorado de cine.

Noté un tirón en la manga y al volverme me encontré con la abuela Mazur, de puntillas para ver mejor el accidente. Mabel Pritchet estaba con ella.

– ¿Habías visto alguna vez una cosa igual? -dijo la abuela-. Oí en la radio que un tren había atropellado un Cadillac blanco y le pedí a Mabel que me trajera en su coche. ¿Es el coche de Chooch?

– No lo sabemos con certeza, pero creemos que podría serlo.

Le presenté a la abuela a Mary Maggie.

– Es un verdadero placer -dijo la abuela-. Soy una gran admiradora de la lucha libre -volvió a mirar el Cadillac-. Sería una pena que DeChooch estuviera ahí dentro. Es tan mono -la abuela se inclinó hacia Mary Maggie por delante de mí-. ¿Sabes que he estado secuestrada? Llevaba la cabeza cubierta con una bolsa y todo.

– Ha debido de ser aterrador -dijo Mary Maggie.

– Bueno, al principio pensé que Choochy sólo quería probar alguna guarrada. Tiene problemas con el pene, ¿sabes? No le reacciona. Se le queda fláccido como si estuviera muerto. Pero luego resultó que me había secuestrado. Vaya historia, ¿eh? Primero anduvimos un rato en coche. Y luego oí cómo entrábamos en un garaje con puerta automática. Y el garaje daba a uno de esos sótanos habilitados con un par de dormitorios y un cuarto de la tele. Y en el cuarto de la tele había unas sillas tapizadas con estampado de leopardo.

– Yo conozco esa casa -dijo Mary Maggie-. Una vez fui a una fiesta allí. También hay una cocinita en el sótano, ¿verdad? Y el cuarto de baño está empapelado con pájaros tropicales.

– Exacto -dijo la abuela-. Era todo de tema selvático. Chooch me dijo que Elvis también tenía una habitación selvática.

No podía creer lo que estaba oyendo. Mary Maggie conocía el escondite de DeChooch. Y ahora probablemente no me serviría para nada.

– ¿De quién es esa casa? -pregunté.

– De Pinwheel Soba.

– Creía que se había mudado a Florida.

– Y así es, pero sigue teniendo la casa. Tiene familia aquí, así que pasa una parte del año en Florida y otra parte en Trenton.

Se oyó un ruido de metal desgarrado y el Cadillac quedó separado del tren. Observamos en silencio durante unos tensos minutos, mientras abrían la capota del coche. Tom Bell se acercó a él. Después de un instante se volvió hacia mí y vocalizó la palabra «vacío».

– No está dentro -dije, y todas lloramos de alivio. No sé muy bien por qué. Eddie DeChooch tampoco era una persona tan adorable. Pero puede que nadie sea tan malo como para merecer que un tren le convierta en pizza.

Llamé a Morelli en cuanto llegué a casa.

-¿Te has enterado de lo de DeChooch?

– Sí, me ha llamado Tom Bell.

– Ha sido una cosa muy rara. Yo creo que él dejó el coche para que se lo llevara el tren.

– Tom también lo cree.

– ¿Para qué querría hacer algo así?

– ¿Porque está loco?

Yo no creía que DeChooch estuviera loco. ¿Quieren ver a alguien loco? Ahí está Sophia. DeChooch tenía problemas físicos y emocionales. Y su vida se le estaba yendo de las manos. Le habían salido mal algunas cosas y él, al intentar arreglarlas, las había empeorado más. Ahora caía en la cuenta de cómo estaba relacionado todo, salvo lo de Loretta Ricci y el Cadillac en las vías del tren.

– Ha pasado una cosa buena esta noche -dije-. La abuela se presentó allí y se puso a hablar con Mary Maggie sobre su secuestro. La abuela le describió la casa donde la llevó DeChooch y Mary Maggie dijo que le parecía que era la casa de Pinwheel Soba.

– Soba vivía en Ewing, al lado de la avenida Olden. Tenemos su ficha.

– Eso tiene sentido. He visto a DeChooch por aquella zona. Siempre supuse que iba a casa de Ronald, pero puede que fuera a casa de Soba. ¿Puedes darme la dirección?

– No.

– ¿Por qué no?

– No quiero que vayas por allí a meter las narices. DeChooch no está bien de la cabeza.

– Es mi trabajo.

– No me hables de tu trabajo.

– Al principio no te parecía que mi trabajo fuera tan malo.

– Aquello era distinto. Entonces no ibas a ser la madre de mis hijos.

– Ni siquiera sé si quiero tener hijos.

– Dios -dijo Morelli-. Ni se te ocurra decirle algo así a mi madre o a mi abuela. Te obligarían a firmar un contrato.

– ¿De verdad no me vas a dar esa dirección?

– No.

– Pues la conseguiré de otra manera.

– Muy bien -dijo Morelli-. No quiero tomar parte en esto.

– Se lo vas a decir a Tom Bell, ¿verdad?

– Sí. Déjaselo a la policía.

– Es la guerra -le dije a Morelli.

– Ay, madre -contestó él-. Otra vez la guerra.

Catorce

Colgué a Morelli y le pedí la dirección a Mary Maggie. Sólo tenía un problema. No quedaba nadie para acompañarme. Era sábado por la noche y Lula había salido con una cita. Ranger se ofrecería, pero no quería liarle otra vez cuando hacía tan poco tiempo que le habían pegado un tiro. Y, además, tendría que pagar un precio. Al pensarlo me daban palpitaciones. Cuando estaba cerca de él y la química corporal se ponía en marcha, le deseaba intensamente. Si, cuando había una cierta distancia entre nosotros, pensaba en la posibilidad de acostarme con Ranger, me moría de miedo.