Les di las gracias por la mantequilla y cerré la puerta en cuanto salieron. Les di cinco minutos para que salieran del edificio y luego agarré mi chupa de cuero negro y el bolso y cerré con llave.
Mi madre miró a los lados cuando me abrió la puerta.
– ¿Dónde está Joe? ¿Dónde está tu coche?
– Cambié mi coche por la moto.
– ¿Esa moto que está en la acera?
Asentí con la cabeza.
– Parece una de esas motos de los Ángeles del Infierno.
– Es una Harley.
Entonces se dio cuenta. El pelo. Los ojos se le abrieron como platos y la mandíbula se le descolgó.
– Tu pelo -susurró.
– He pensado probar algo nuevo.
– Dios mío, te pareces a esa estrella de la canción…
– ¿Madonna?
– Art Garfunkel.
Dejé el casco, la cazadora y el bolso en el armario de la entrada y ocupé mi sitio a la mesa.
– Has llegado justo a tiempo -dijo la abuela-. ¡Madre del amor hermoso! Qué pinta. Te pareces a esa estrella…
– Lo sé -atajé-. Lo sé.
– ¿Dónde está Joseph? -preguntó mi madre-. Creí que venía a cenar.
– Hemos… roto, o algo así.
Todos dejaron de comer excepto mi padre. Mi padre aprovechó la ocasión para servirse más patatas.
– Es imposible -dijo mi madre-. Ya tienes el vestido.
– He devuelto el vestido.
– ¿Joseph lo sabe?
– Sí -dije intentando parecer natural, picoteando la comida, pidiendo a mi hermana que me pasara las judías verdes. Puedo pasar por esto, pensé. Soy rubia. Puedo hacer lo que quiera.
– Ha sido por el pelo, ¿no? -preguntó mi madre-. Ha suspendido la boda por el pelo.
– La boda la he suspendido yo. Y no quiero hablar más de eso.
Sonó el timbre de la puerta y Valerie se levantó de un salto.
– Es para mí. Tengo una cita.
– ¡Una cita! -dijo mi madre-. Qué maravilla. Con el poco tiempo que llevas aquí y ya tienes una cita.
Puse los ojos en blanco mentalmente. Mi hermana es una insustancial. Esto es lo que pasa cuando toda tu vida has sido la buenecita. No aprendes el valor de las mentiras y del engaño. Yo nunca traía los ligues a casa. Una queda con sus ligues en el centro comercial para que a los padres no les dé un infarto al ver a tus acompañantes con tatuajes y piercings en la lengua. O, como en este caso, cuando tu acompañante es una lesbiana.
– Ésta es Janeane -dijo Valerie, presentando a una mujer baja y de pelo corto-. La he conocido en la entrevista del banco. No conseguí el trabajo, pero Janeane me pidió salir.
– Es una mujer -dijo mi madre.
– Sí, somos lesbianas -dijo Valerie.
Mi madre se desmayó. Plaf. Todo lo larga que era en el suelo. Todo el mundo corrió a socorrerla.
Mi madre abrió los ojos pero no movió un músculo durante sus buenos treinta segundos. Luego chilló:
– ¡Lesbiana! Madre de Dios. Frank, tu hija es lesbiana.
Mi padre miró a Valerie con los ojos entornados.
– ¿Esa corbata que llevas es mía?
– Qué poca vergüenza tienes -dijo mi madre, tumbada todavía en el suelo-. Todos los años que has sido normal y tenías marido has vivido en California. Y ahora que vienes aquí, te haces lesbiana. ¿No te parece suficiente que tu hermana mate gente? ¿Qua clase de familia es ésta?
– Casí nunca le disparo a nadie -dije.
– Estoy segura de que ser lesbiana tiene muchísimas ventajas -dijo la abuela-. Si te casas con una lesbiana nunca tendrás que preocuparte porque alguien deje el asiento del retrete levantado.
Yo agarré a mi madre por debajo de un brazo, Valerie por debajo del otro y entre las dos la levantamos del suelo.
– Arriba -dijo Valerie alegremente-. ¿Ya te encuentras mejor?
– ¿Mejor? -dijo mi madre-. ¿Mejor?
– Bueno, nosotras nos vamos ya -dijo Valerie saliendo al vestíbulo-. No me esperéis levantados. Tengo llave.
Mi madre se excusó, fue a la cocina y destrozó otro plato.
– Nunca la había visto destrozar platos -le dije a la abuela.
– Esta noche voy a esconder todos los cuchillos, por si acaso -dijo ella.
Entré en la cocina con mi madre y la ayudé a recoger los fragmentos.
– Se me ha resbalado de la mano -dijo mi madre.
– Eso me había parecido.
En casa de mis padres parece que nada cambia. La cocina parece igual que cuando yo era pequeña. Pintan las paredes y cambian las cortinas. El año pasado pusieron linóleo nuevo en el suelo. Los electrodomésticos se reemplazan cuando ya no admiten más reparaciones. Y hasta ahí llegan las modificaciones. Mi madre lleva haciendo las patatas en la misma olla desde hace treinta y cinco años. Y los olores también son los mismos. Repollo, salsa de manzana, puding de chocolate, cordero asado. Y los rituales son los mismos. Sentarnos a la pequeña mesa de la cocina para comer.
Valerie y yo hacíamos los deberes en la mesa de la cocina, bajo la atenta mirada de mi madre. Y ahora, me imagino que Angie y Mary Alice le hacen compañía a mi madre en la cocina.
Es difícil sentirte adulta cuando nada cambia en la cocina de tu madre. Es como si el tiempo se hubiera detenido. Entro en esta cocina y quiero que me corten los sándwiches en triángulos.
– ¿Nunca te cansas de tu vida? -le pregunté a mi madre-. ¿Nunca piensas que te gustaría hacer otra cosa?
– ¿Quieres decir algo así como meterme en el coche y conducir sin parar hasta llegar al océano Pacífico? ¿O traer un equipo de demolición a esta cocina? ¿O divorciarme de tu padre y casarme con Tom Jones? No, nunca pienso en esas cosas -quitó la tapa de la fuente de magdalenas: la mitad, de chocolate cubiertas de azúcar blanco, la otra mitad, blancas cubiertas de chocolate. Sobre el azúcar blanco había anises multicolores. Farfulló algo que sonó como «putas magdalenas».
– ¿Qué? -pregunté-. No te he oído.
– No he dicho nada. Ve a sentarte.
– Confiaba en que me pudieras llevar a la funeraria esta noche -me dijo la abuela-. Es el velatorio de Rusty Kuharchek en la funeraria de Stiva. Fui a la escuela con él. Va a ser un velatorio realmente lucido.
La verdad era que no tenía nada mejor que hacer.
– Por supuesto -dije-. Pero tendrás que ponerte pantalones. Llevo la Harley.
– ¿ La Harley? ¿Desde cuándo tienes una Harley? -quiso saber la abuela.
– Tuve un problema con mi coche y Vinnie me dejó una moto.
– No vas a llevar a tu abuela en moto -dijo mi madre-. Se caería y se mataría.
Mi padre, muy sensatamente, no dijo nada.
– No le va a pasar nada -dije-. Tengo un casco para ella.
– Tú te haces responsable -dijo mi madre-. Si le ocurre cualquier cosa vas a ser tú la que vaya a verla a la residencia.
– Quizá podría hacerme con una moto -dijo la abuela-. Cuando te quitan el carnet de conducir ¿incluyen también las motos?
– ¡Sí! -dijimos todos a una. Nadie quería ver a la abuela Mazur de nuevo en la carretera.
Mary Alice estaba comiendo la cena con la cabeza metida en el plato porque los caballos no tienen manos. Cuando levantó la cabeza tenía la cara cubierta de puré de patata y salsa de carne.
– ¿Qué es una lesbiana? -preguntó.
Nos quedamos todos helados.
– Es cuando las chicas tienen novias en lugar de novios -dijo la abuela.
Angie levantó su vaso de leche:
– Se cree que la homosexualidad es el resultado de un cromosoma disfuncional -dijo.
– Yo estaba a punto de decir eso mismo -dijo la abuela.
– ¿Y los caballos, qué? -preguntó Mary Alice-. ¿Hay caballos lesbianas?
Nos miramos unos a otros. Estábamos pasmados. Yo me levanté de la silla.
– ¿Quién quiere una magdalena?
Quince
La abuela suele arreglarse para los velatorios nocturnos. Tiene cierta preferencia por los zapatos de charol negro y las faldas de vuelo, por si acaso hay algún tío bueno presente. Como concesión a la moto, esta vez se puso pantalones y zapatillas de tenis.