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Creo que es posible que asintiera, pero no estoy muy segura. Nunca me dejaría marcharme. Las dos lo sabíamos.

– Ojo por ojo -repitió Sophia-. Es la palabra de Dios.

El estómago se me revolvió.

Ella sonrió.

– Veo por tu expresión que sabes lo que hay que hacer. Es la única manera, ¿no? Si no lo hacemos estaremos malditas para siempre, condenadas para siempre.

– Usted necesita un médico -susurré-. Ha sufrido demasiada tensión nerviosa. No tiene la cabeza en condiciones.

– ¿Y tú qué sabes de tener la cabeza en condiciones? ¿Hablas tú con Dios? ¿Te guía su palabra?

Me quedé mirándola fijamente, sintiendo el pulso latir en la garganta y en las sienes.

– Yo hablo con Dios -dijo-. Hago lo que Él me dice que haga. Soy su instrumento.

– Vale, de acuerdo. Pero Dios es un buen tipo -dije-. No quiere que se hagan cosas malas.

– Yo hago lo correcto -dijo Sophia-. Acabo con la maldad en su origen. Mi alma es la de un ángel vengador.

– ¿Cómo lo sabe?

– Dios me lo ha dicho.

Una terrible idea nueva surgió en mi cabeza.

– ¿Louie sabía que usted hablaba con Dios? ¿Que era su instrumento?

Sophia se quedó paralizada.

– Aquel cuarto del sótano… la habitación de cemento donde encerró a El Porreta y a Dougie, ¿Louie la encerró alguna vez en ella?

La pistola le temblaba en la mano y los ojos le destelleaban bajo la luz.

– Siempre es difícil para los creyentes. Para los mártires. Para los santos. Estás intentando distraerme, pero no te va a dar resultado. Sé lo que debo hacer. Y tú me vas a ayudar. Quiero que te arrodilles y le desabroches la camisa.

– ¡De ninguna manera!

– Vas a hacerlo. Hazlo o te pego un tiro. Primero en un pie y luego en el otro. Y luego otro tiro en la rodilla. Y seguiré disparándote hasta que hagas lo que te digo o mueras.

Me apuntó y supe que hablaba en serio. Me dispararía sin pensárselo dos veces. Y seguiría haciéndolo hasta matarme. Me levanté, apoyándome en la mesa para no caerme. Fui hasta DeChooch caminando con las piernas rígidas y me arrodillé a su lado.

– Hazlo -dijo-. Desabrochale la camisa.

Le puse las manos sobre el pecho y sentí la tibieza de su cuerpo, y una leve inspiración.

– ¡Aún está vivo!

– Mejor todavía -dijo Sophia.

Tuve un estremecimiento incontrolable y empecé a desabrocharle la camisa. Botón por botón. Lentamente. Ganando tiempo. Con dedos torpes y descontrolados. Apenas capaces de realizar la tarea.

Cuando acabé de desabrocharle la camisa Sophia buscó detrás de ella y sacó un cuchillo de carnicero del bloque de madera que había sobre la encimera. Lo tiró al suelo, al lado de DeChooch y dijo:

– Córtale la camiseta.

Agarré el cuchillo y sentí su peso. Si aquello fuera la televisión, en un hábil movimiento le habría clavado el cuchillo a Sophia. Pero era la vida real, y no tenía ni idea de cómo lanzar un cuchillo o de cómo moverme lo bastante rápido para esquivar una bala.

Acerqué el cuchillo a la camiseta blanca. Mi cabeza daba vueltas. Las manos me temblaban y me corría sudor por las axilas y el cuero cabelludo. Hice una primera incisión y, a continuación, rasgué la camiseta todo a lo largo, exponiendo el esquelético pecho de DeChooch. Mi pecho lo sentía ardiendo y dolorosamente rígido.

– Ahora sácale el corazón -dijo Sophia con voz tranquila y estable.

Levanté la mirada y vi que su cara estaba serena… salvo por aquellos ojos aterradores. Se la veía convencida de estar haciendo lo que debía. Probablemente, mientras yo me arrodillaba junto a DeChooch, oía voces dentro de su cabeza que así se lo aseguraban.

Algo goteó sobre el pecho de DeChooch. O estaba babeando o se me caían los mocos. Estaba demasiado asustada para saber de qué se trataba.

– No sé hacerlo -dije-. No sé cómo llegar al corazón.

– Ya encontrarás el camino.

– No puedo.

– ¡Hazlo!

Negué con la cabeza.

– ¿Te gustaría rezar antes de morir?

– Aquel cuarto del sótano… ¿la metía allí a menudo? ¿Rezaba usted allí dentro?

La serenidad la abandonó.

– Decía que yo estaba loca, pero era él quien estaba loco. Él no tenía fe. A él Dios no le hablaba.

– No debería haberla encerrado en el sótano -dije, sintiendo un acceso de ira contra el hombre que encerraba a su esposa esquizofrénica en una celda de cemento, en vez de proporcionarle atención médica.

– Ha llegado la hora -dijo Sophia levantando la pistola hacia mí.

Miré a DeChooch preguntándome si sería capaz de matarle para salvar mi vida. ¿Cómo era de fuerte mi instinto de supervivencia? Desvié la mirada hacia la puerta del sótano.

– Tengo una idea. DeChooch tiene algunas herramientas mecánicas en el sótano. A lo mejor puedo abrirle las costillas con una sierra eléctrica.

– Eso es ridículo.

– No -dije levantándome de un salto-. Eso es exactamente lo que necesito. Lo vi en la televisión. En uno de esos programas de medicina. Ahora vuelvo.

– ¡Quieta!

Ya estaba junto a la puerta del sótano.

– Sólo tardaré un minuto.

Abrí la puerta, encendí la luz y bajé el primer escalón.

Ella estaba algunos pasos detrás de mí.

– No tan deprisa -dijo-. Voy a bajar contigo.

Bajamos las escaleras juntas, despacito, con cuidado de no tropezarnos. Recorrí el sótano y me hice con una sierra eléctrica que tenía DeChooch en el banco de trabajo. Las mujeres quieren tener niños. Los hombres quieren tener herramientas eléctricas.

– Vamos arriba -dijo ella, nerviosa por estar en el sótano y deseando salir de allí.

Volví a subir las escaleras lentamente, arrastrando los pies, sintiéndola intranquila detrás de mí. Notaba la pistola contra mi espalda. Estaba demasiado cerca. Quería salir del sótano a toda costa. Llegué a lo más alto de la escalera y me di la vuelta, atizándola con la sierra en medio del pecho.

Lanzó una pequeña exclamación, soltó un disparo a lo loco y cayó rodando por las escaleras. No me quedé para ver las consecuencias. Salí por la puerta, la cerré por fuera y salí corriendo de la casa. Crucé corriendo la puerta principal que tan descuidadamente había dejado abierta cuando seguí a DeChooch al interior de la casa.

Llamé con los puños a la puerta de Angela Marguchi, gritándole que me abriera. La puerta se abrió y casi arrollo a Angela con mi prisa por entrar.

– Cierre la puerta -dije-. Cierre todas las puertas y tráigame la escopeta de su madre.

Luego corrí hacia el teléfono y marqué el 911.

La policía llegó antes de que hubiera recuperado el control suficiente para regresar a la casa. No tenía sentido entrar en la casa mientras las manos me temblaban tanto que no podía sujetar un arma.

Dos polis de uniforme entraron en la mitad de DeChooch y unos minutos más tarde les dieron a los enfermeros de la ambulancia la señal de «todo en orden» para que entraran. Sophia seguía en el sótano. Se había fracturado una cadera y probablemente tenía algunas costillas rotas. Lo de las costillas rotas me pareció escalofriantemente sarcástico.

Seguí al equipo de urgencias y me quedé helada cuando llegamos a la cocina. DeChooch no estaba en el suelo.

El primero de los de uniforme era Billy Kwiatkovsky.

– ¿Dónde está DeChooch? -le pregunté-. Le dejé en el suelo, junto a la mesa.

– Cuando entramos la cocina estaba vacía -dijo él.

Ambos miramos el reguero de sangre que llevaba hasta la puerta de atrás. Kwiatkovsky encendió su linterna y se adentró en el jardín. Regresó unos instantes después.