– Entonces, ¿qué te parece el traje? -me preguntó El Porreta cuando se fueron Benny y Ziggy-. Dougie y yo encontramos una caja llena. Creo que son para nadadores o deportistas o algo así. Dougie y yo no conocemos a ningún nadador que los pueda usar, pero pensamos que podíamos convertirlos en Súper Trajes. Mira, los puedes llevar como ropa interior y cuando tienes que hacer de superhéroe no tienes más que quitarte la ropa. El único problema es que no tenemos capas. Probablemente por eso el colega viejo no se ha dado cuenta de que era un superhéroe. Por la capa.
– No creerás en serio que eres un superhéroe, ¿verdad?
– Quieres decir, o sea, en la vida real.
– Sí.
El Porreta se quedó pasmado.
– Los superhéroes son, o sea, de ficción. ¿Nunca te lo había dicho nadie?
– Sólo quería asegurarme.
Fui al instituto con Walter El Porreta Dunphy y con Dougie El Proveedor Kruper.
El Porreta vive con otros dos chavales en una estrecha casa adosada de la calle Grant. Entre todos forman la Legión de los Perdedores. Son una pandilla de porreros e inadaptados que pasan de un trabajo menor a otro y viven completamente al día. También son amables e inofensivos y definitivamente adoptables. No es exactamente que salga con El Porreta. Es más bien que seguimos en contacto y cuando nuestros caminos se cruzan despierta en mí sentimientos maternales. El Porreta es como un desmañado gatito perdido que aparece de vez en cuando para que le dé un tazón de leche.
Dougie vive unos números más abajo en las mismas casas adosadas. En el instituto Dougie era el clásico chaval que llevaba anticuadas camisas de botones cuando todos los demás llevaban camisetas. Dougie no sacaba buenas notas, no era deportista, no tocaba ningún instrumento musical y no tenía un coche molón. El único atractivo de Dougie era su habilidad para sorber gelatina por la nariz con una pajita.
Tras la graduación corrió el rumor de que Dougie se había ido a Arkansas y había muerto. Y de repente, hace unos meses, Dougie apareció en el Burg vivito y coleando. Y el mes pasado fue arrestado por vender mercancía robada en su casa. En el momento de su arresto el trapicheo al que se dedicaba se consideraba más bien un servicio a la comunidad que un crimen, ya que se había convertido en proveedor del laxante Metamucil a bajo precio y, por primera vez en años, los mayores del Burg habían recuperado la regularidad.
– Creía que Dougie había dejado el trapicheo -le dije a El Porreta.
– No, tía, estos trajes los encontramos de verdad. Estaban, o sea, en una caja en el desván. Estábamos limpiando la casa y nos los encontramos.
Le creía sin ninguna duda.
– ¿Y qué te parece? -preguntó-. Molón, ¿eh?
El traje era de lycra extrafina y se adaptaba a su figura desgarbada a la perfección, sin una arruga… y eso incluía sus partes blandas. No dejaba mucho a la imaginación. Si el traje lo llevara Ranger no me quejaría, pero aquello era más de lo que quería verle a El Porreta.
– Es un traje fantástico.
– Ya que tenemos estos trajes tan geniales, Dougie y yo hemos decidido combatir el crimen… como Batman.
Batman me parecía una alternativa agradable. Por lo general, El Porreta y Dougie eran el Capitán Kirk y Mister Spock.
El Porreta se echó la capucha de lycra para atrás y soltó su larga melena castaña Dougie se ha ido.
– Íbamos a empezar a combatir el crimen esta noche. El único problema es que se ha ido.
– ¿Ido? ¿Qué quieres decir con que se ha ido?
– O sea, que ha desaparecido, colega. Me llamó el martes y me dijo que tenía algo que hacer, pero que fuera a su casa a ver la lucha libre anoche. Íbamos a verla en la pantalla gigante de Dougie. Era un combate impresionante, colega. En fin, que Dougie no se presentó. No se perdería la lucha libre a no ser que le pasara algo terrible. Lleva encima, o sea, cuatro buscas y no contesta a ninguno. No sé qué pensar.
– ¿Has salido a buscarle? ¿Podría estar en casa de algún amigo?
– Te estoy diciendo que no es su estilo perderse la lucha libre -dijo El Porreta-. Nadie se pierde la lucha libre, colega. Estaba como loco por verla. Creo que le ha pasado algo malo.
– ¿Como qué?
– No lo sé. Es un mal presentimiento.
Los dos dimos un respingo cuando sonó el teléfono, como si nuestras sospechas de un desastre lo hubieran hecho sonar.
– Está aquí -dijo la abuela al otro lado de la línea.
– ¿Quién? ¿Quién está dónde?
– ¡Eddie DeChooch! Mabel me recogió después de que te fueras para venir a presentarle nuestros respetos a Anthony Varga. Lo están velando en la funeraria de Stiva y ha hecho un buen trabajo. No sé cómo lo hace Stiva. Anthony Varga no tenía tan buen aspecto desde hace veinticinco años. Debía de haber venido a ver a Stiva cuando estaba vivo. En fin, que todavía estamos aquí y Eddie DeChooch acaba de entrar en la funeraria.
– Voy para allá.
En el Burg uno iba a presentar sus respetos aunque estuviera sufriendo una depresión o acusado de asesinato.
Cogí el bolso de la encimera de la cocina y saqué a El Porreta a empujones de casa.
– Tengo que irme corriendo. Haré unas llamadas de teléfono y me pondré en contacto contigo. Mientras tanto, deberías ir a casa y puede que Dougie aparezca.
– ¿A qué casa debería ir, colega? ¿Debería ir a casa de Dougie o a la mía?
– A la tuya. Y llama a casa de Dougie de vez en cuando.
Que El Porreta estuviera preocupado por Dougie me fastidiaba, pero no parecía ser grave. Por otro lado, Dougie había faltado a la lucha libre. Y El Porreta tenía razón… nadie se pierde la lucha libre. Por lo menos, en Jersey.
Crucé corriendo el pasillo y bajé las escaleras. Como un rayo, atravesé el vestíbulo, la puerta, y entré en el coche. La funeraria de Stiva estaba a unos tres kilómetros, en la avenida Hamilton. Hice inventario mental del equipo. Spray irritante y esposas en el bolso. La pistola eléctrica probablemente también estaría ahí, pero podía no estar cargada. Mi 38 estaba en casa, en la lata de las galletas. Y llevaba una lima de uñas en caso de que las cosas se pusieran muy feas.
La funeraria de Stiva está ubicada en una construcción blanca que en otros tiempos fue una residencia particular. Se le han añadido garajes para los diferentes tipos de vehículos funerarios y salas de velatorio para los diferentes muertos. Tiene una pequeña zona de aparcamiento. Las ventanas están guarnecidas con persianas negras y el amplio porche delantero está cubierto de moqueta verde de exterior.
Dejé el coche en el aparcamiento y me dirigí rápidamente a la entrada principal. Los hombres formaban un grupo en el porche, fumando y contándose anécdotas. Eran hombres de clase trabajadora, vestidos con trajes corrientes, en cuyas cinturas y calvas se descubría la edad. Pasé junto a ellos en dirección al recibidor. Anthony Varga estaba en la Sala Velatorio número uno. Y Caroline Borchek estaba en la número dos. La abuela Mazur estaba escondida detrás de un ficus artificial en el vestíbulo.
– Está dentro con Anthony -me dijo la abuela-. Está hablando con la viuda. Probablemente la esté evaluando, en busca de otra mujer que matar a tiros y almacenar en su cobertizo.
Había unas veinte personas en el velatorio de Varga. La mayoría estaban sentadas. Unas cuantas estaban de pie junto al féretro. Podía entrar y acercarme hasta su lado sigilosamente y ponerle las esposas. Probablemente era la mejor manera de acabar con aquel trabajo. Desgraciadamente, también se formaría una escena y disgustaría a personas que estaban sufriendo. Y lo peor es que la señora Varga llamaría a mi madre y le relataría con detalle todo el desagradable incidente. Las otras alternativas eran abordarle junto al féretro y pedirle que saliera conmigo. O podía esperar hasta que se fuera y pillarle en el aparcamiento o en el porche.