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– ¿A quién has llamado gorda? Si me vuelves a llamar gorda te arreglo la cara.

– Gorda, culona, grasienta, sebosa…

Lula se tiró encima de Joyce y las dos rodaron por el suelo, arañándose y pegándose. Bob permaneció firme debajo de la mesa. Vinnie escondido en su despacho. Y Connie brujuleó alrededor de ellas, esperó la oportunidad y le pegó a Joyce una descarga en el culo con su pistola eléctrica. Joyce soltó un alarido y se quedó inerte.

– Es la primera vez que utilizo una cosa de éstas -dijo Connie-. Tienen su gracia.

Bob salió a rastras de debajo del escritorio para echarle una mirada a Joyce.

– ¿Cuánto tiempo llevas cuidando a Bob? -preguntó Lula, levantándose del suelo.

– Se quedó anoche en casa.

– ¿Crees que lo del jardín de Joyce sería como tamaño Bob?

– Todo es posible.

– ¿Cómo de posible? ¿Un diez por ciento de posibilidades? ¿Un cincuenta por ciento de posibilidades?

Bajamos la mirada hacia Joyce. Empezaba a parpadear y Connie le dio otra descarga de su pistola eléctrica.

– Es que odio usar el recoge-caca… -dije.

– Ja! -dijo Lula con un ataque de risa-. ¡Lo sabía!

Connie le dio a Bob un donut de la caja que tenía en la mesa.

– ¡Qué perrito más bueno!

Tres

– Puesto que Bob es un perrito tan bueno y yo estoy de tan buen humor, voy a ayudarte a encontrar a Eddie DeChooch -dijo Lula.

Tenía el pelo de punta donde Joyce se lo había estirado y había perdido un botón de la camisa. Llevarla conmigo probablemente reforzaría mi seguridad, ya que parecía verdaderamente salvaje y peligrosa.

Joyce seguía en el suelo, pero tenía un ojo abierto y los dedos le temblaban. Sería mejor que Lula, Bob y yo nos fuéramos antes de que Joyce abriera el otro ojo.

– ¿Y a ti qué te parece? -quiso saber Lula una vez que estuvimos los tres en el coche de camino a la calle Front-. ¿Te parece que estoy gorda?

Lula no parecía tener demasiada grasa. Se la veía sólida. Sólida como una bratwurst. Pero era una bratwurst enorme.

– No exactamente gorda -dije-. Eres más bien grande.

– Y tampoco tengo ni un gramo de celulitis de ésa.

Eso era cierto. Una bratwurst no tiene celulitis.

Conduje en dirección oeste, hacia Hamilton, acercándome al río, a la calle Front. Lula iba de copiloto, en el asiento delantero, y Bob iba detrás con la cabeza fuera de la ventana, los ojos entrecerrados y las orejas agitándose al viento. El sol brillaba y al aire sólo le faltaban un par de grados para ser primaveral. Si no hubiera sido por Loretta Ricci habría pasado de buscar a Eddie DeChooch y me habría escapado a la costa. El hecho de que tenía que pagar el plazo del coche me estimuló para enfilar el CR-V en dirección a Ace Pavers.

En Ace Pavers se dedicaban al asfalto y eran fáciles de localizar. La oficina era pequeña. El garaje, enorme. Una apisonadora gigantesca estaba encadenada bajo la tejabana contigua al garaje junto a otros varios artefactos renegridos por el alquitrán.

Aparqué en la calle, encerré a Bob en el coche, y Lula y yo nos dirigimos a la oficina. Esperaba encontrarme con un director administrativo. Lo que me encontré fue a Ronald DeChooch jugando a las cartas con otros tres tíos. Tenían todos cuarenta y tantos años y vestían en plan cómodo, con pantalones de sport y niquis de punto con tres botones. No parecían ejecutivos, pero tampoco parecían trabajadores. Parecían esos chicos listos que salen en la televisión por cable. Bien por la televisión; ahora en Nueva Jersey sabían vestirse.

Jugaban a las cartas en una mesa destartalada, sentados en sillas plegables de metal. Encima de la mesa había un montón de dinero y ninguno pareció alegrarse de vernos a Lula y a mí. DeChooch era una versión joven y más alta de su tío, con algunos kilos de más repartidos de manera proporcionada. Dejó las cartas boca abajo sobre la mesa y se levantó. -¿Puedo ayudarlas, señoras?

Me presenté y le dije que estaba buscando a Eddie. Todos los de la mesa sonrieron.

– Ese DeChooch -dijo uno de los hombres- es increíble. He oído que os dejó a las dos sentadas en el salón mientras él se escapaba por la ventana.

Aquello le proporcionó unas sonoras carcajadas.

Si conocierais a Choochy habríais sabido que teníais que vigilar las ventanas -dijo Ronald-. En sus buenos tiempos saltó por muchas ventanas. Una vez le pillaron en el dormitorio de Florence Selzer. El marido de Flo, Joey el Trapo, llegó a casa y pilló a Choochy saliendo por la ventana y le pegó un tiro en el… ¿cómo lo llaman, glútamus máximus?

Un tipo grandón con una enorme barriga se tambaleó en la silla.

– Posteriormente, Joey desapareció.

– ¿Ah, sí? -dijo Lula-. ¿Qué le pasó? El tipo grande levantó las palmas.

– Nadie lo sabe. Uno de esos misterios sin resolver.

Ya. Probablemente fue el parachoques de un SUV, como Jimmy Hoffa.

– Bueno, ¿y alguno de ustedes ha visto a Choochy? ¿Alguien sabe dónde puede estar?

– Podías probar en su club social -dijo Ronald.

Todos sabíamos que no iría a su club social. Puse una de mis tarjetas encima de la mesa.

– Por si a alguno de ustedes se le ocurre algo.

Ronald sonrió.

– A mí ya se me está ocurriendo algo.

¡Puaj!

– Ese Ronald es un baboso -dijo Lula cuando nos metimos en el coche-. Y te miraba como si fueras su almuerzo.

Tuve un estremecimiento involuntario y nos fuimos de allí.

A lo mejor mi madre y Morelli tenían razón. A lo mejor debería buscar otro tipo de trabajo. O a lo mejor no debía trabajar en nada. A lo mejor tendría que casarme con Morelli y hacerme ama de casa, como mi perfecta hermana Valerie. Podría tener un par de niños y pasarme la vida coloreando en sus cuadernos de dibujo y contándoles cuentos de trenecitos de vapor y de ositos.

– Podría ser divertido -le dije a Lula-. Me gustan los trenecitos de vapor.

– Por supuesto -dijo Lula-. ¿De qué coño estás hablando?

– De cuentos infantiles. ¿No recuerdas el del trenecito de vapor?

– Yo no tenía libros de pequeña. Y si hubiera tenido alguno no habría sido sobre trenecitos de vapor…, habría sido sobre una cucharilla de crack.

Crucé Broad Street y volví a meterme en el Burg. Quería hablar con Angela Marguchi y tal vez echarle un vistazo a la casa de Eddie. Por lo general podía contar con la colaboración de los familiares y amigos del fugitivo para que me ayudaran a atraparle. En el caso de Eddie me daba la impresión de que no iba a ser así. Sus amigos y familiares no tenían mentalidad de chivatos.

Aparqué delante de la casa de Angela y le dije a Bob que sólo tardaría un minuto. Lula y yo estábamos a mitad de camino de la puerta de Angela cuando Bob se puso a ladrar en el coche. A Bob no le gustaba que le dejaran solo. Y sabía que lo del minuto no era del todo cierto.

– Chica, cómo ladra de alto ese Bob -dijo Lula-. Me está empezando a dar dolor de cabeza.

Angela asomó la cabeza por la puerta de su casa.

– ¿Qué es todo ese ruido?

– Es Bob -dijo Lula-. No le gusta que le dejen en el coche.

La cara de Angela se iluminó.

– ¡Un perro! Qué monada. Me encantan los perros.

Lula abrió la puerta del coche y Bob salió disparado. Corrió hasta Angela, le puso las patas en el pecho y la tiró al suelo de culo.

– No se ha roto nada, ¿verdad? -preguntó Lula levantando a Angela.

– No lo creo -dijo Angela-. Tengo un marcapasos que me mantiene en marcha y las caderas y las rodillas de acero inoxidable y Teflón. Sólo tengo que tener cuidado de que no me caiga un rayo ni me metan en un microondas.

Imaginar a Angela metida en un microondas me hizo pensar en Hansel y Gretel, que se enfrentaron a un horror semejante. Y esto me llevó a pensar en lo poco fiables que son las miguitas de pan para marcar caminos. Y eso me llevó a la deprimente conclusión de que yo estaba aún peor que Hansel y Gretel, porque Eddie DeChooch ni siquiera había dejado miguitas de pan.