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Era la hora en que la calefacción llegaba a su punto máximo. El suave calor se elevaba hacia el cielorraso y de allí se expandía por toda la habitación; en la pelambre del can despertaba la última pulga aún no eliminada por Filip Filipovich, pero ya condenada.

"Zina se ha ido al cine", pensó el perro; "cenaremos cuando regrese. Hoy debe haber costillas de ternera."

* * *

Desde la mañana de aquel terrible día, Bola se sintió asaltado por un presentimiento. De pronto comenzó a proferir breves gruñidos y engulló su desayuno —media taza de natillas de avena y un hueso de cordero de la víspera— sin apetito alguno. Anduvo por la sala de espera con aire molesto y dirigió algunos ladridos a su imagen reflejada en un espejo. Pero luego, después que Zina lo hubo llevado consigo a pasear por el bulevar, el día se desenvolvió normalmente. Esa tarde no había visitas porque, como sabemos, el profesor no recibía los martes. El dios se encontraba en su consultorio y tenía frente a sí algunos gruesos volúmenes ilustrados con figuras abigarradas. Era un poco antes de la cena. Bola recordó que como segundo plato había pavita al horno, tal como lo había comprobado en la cocina y ello le infundió nuevo vigor. Al pasar por el corredor oyó el campanilleo desagradable e inesperado del teléfono en el escritorio de Filip Filipovich. Éste tomó el receptor, escuchó durante algunos instantes y de pronto se entusiasmó.

—Muy bien, tráigalo inmediatamente. ¡Inmediatamente!

Empezó a agitarse, tocó el timbre y ordenó a Zina servir la cena sin demora.

—¡A la mesa! ¡A la mesa!

Enseguida hubo gran ruido de platos en el comedor. Zina echó a correr en todas las direcciones; en la cocina, Daría Petrovna protestaba porque la pavita no había terminado de cocinarse. El perro volvió a sentirse invadido por una extraña turbación.

"No me gusta el alboroto en el departamento...", dijo para sí. Apenas terminaba de formular ese pensamiento cuando el alboroto adquirió un aspecto aún más desagradable. En primer lugar debido a la aparición del mordido, doctor Bormental. Había traído consigo una valija que olía mal y sin darse tiempo de quitarse el abrigo se precipitó, con la valija en la mano, hacia la sala de curaciones. Filip Filipovich abandonó, sin terminarlo, su pocillo de café, cosa que hasta entonces jamás había sucedido, y corrió al encuentro de Bormental, lo cual también era totalmente inusitado.

—¿Cuándo murió? —preguntó a gritos.

—Hace tres horas —respondió Bormental. Con el sombrero cubierto de nieve todavía puesto en la cabeza empezaba a abrir la valija.

"¿Quién murió"?, se preguntó el perro, enfurruñado y de mal humor, refugiándose entre las piernas del profesor. "No soporto a la gente que se agita".

—¡Sal de ahí! ¡Vamos, rápido!

Filip Filipovich se desgañitaba en gritos hacia todas las direcciones, hacía sonar todas las campanillas —al menos así le pareció al perro. Apareció Zina.

—¡Zina! Dile a Daría Petrovna que tome nota de las llamadas telefónicas, hoy no recibo a nadie. Te necesito. ¡Doctor Bormental, se lo suplico, más de prisa, más de prisa!

"Esto no me gusta nada, absolutamente nada." Bola se amoscó, como ofendido, y fue a vagar por el departamento mientras todo el alboroto se concentraba en la sala de curaciones. De pronto Zina apareció vestida con un guardapolvo que parecía una mortaja y echó a correr de la sala de curaciones a la cocina y viceversa.

"Después de todo, podría irme a comer. Que se las arreglen", pensó el perro. Pero lo esperaba una sorpresa.

—No le den nada a Bola —ordenó una voz que venía de la sala de curaciones.

—¿Cómo lo vigilaremos?

—¡Enciérrenlo!

Y lo encerraron en el cuarto de baño. "Brutos", pensó, sentado en la penumbra del cuarto de baño, “esto es sencillamente una idiotez”. Y pasó un cuarto de hora en un extraño estado de ánimo, vacilando entre la ira y el abatimiento; todo le parecía gris, confuso... "Muy bien, ya verá mañana lo que haré con sus galochas, querido Filip Filipovich; ya tuvo que comprar dos pares, comprará otro par más. Para que aprenda a encerrarme."

Pero de pronto un pensamiento furioso le atravesó el espíritu; le volvió a la memoria un fragmento de su primera infancia: un inmenso patio soleado cerca de la barrera Preobrajenski, el sol que se reflejaba en las botellas, trozos de ladrillo, perros en libertad.

'No, ninguna especie de libertad podría sacarme de aquí. ¿Qué gano con mentirme?" pensó el animal, resoplando. "Adquirí mis costumbres. Soy el perro de un señor, una criatura inteligente, conocí la buena vida. Además, ¿qué es la libertad? Un humo, un espejismo, una ficción... Un delirio de esos funestos demócratas." Luego la penumbra del cuarto de baño se le tornó siniestra; se arrojó contra la puerta y se puso a rasparla, gimiendo.

—¡Whuuuuuuuu!

Sus aullidos repercutían en todo el departamento, como dentro de un tonel.

"Volveré a destrozar la lechuza", pensó, lleno de rabia impotente. Las fuerzas lo abandonaron y se acostó. Súbitamente volvió a levantarse con todo el pelo erizado: le había parecido ver horribles ojos de lobo en la bañera.

Su angustia había llegado al paroxismo, cuando se abrió la puerta. Salió sacudiéndose y trató, de mala gana, de ir a refugiarse en la cocina; pero Zina lo tomó con mano firme por el collar y lo llevó arrastrándolo hasta la sala de curaciones. Sus patas resbalaban sobre el piso encerado.

“¿Qué quieren de mí?”, se preguntó sospechando algo. "Mi flanco está curado. No entiendo más nada."

Al llegar a la sala de curaciones lo invadió una inexplicable angustia. Inmediatamente lo impresionó la violencia de la luz: el globo blanco del cielorraso arrojaba una claridad que hería la vista. En medio de este deslumbramiento de blancura, un gran sacerdote tarareaba entre dientes algo acerca de las orillas sagradas del Nilo. Sólo un leve olor permitía reconocer en él a Filip Filipovich. Sus cabellos entrecanos y muy cortos estaban recubiertos por un gorro blanco que se asemejaba a la cofia de un patriarca. El dios vestía íntegramente de blanco, excepto un delantalcito de goma, atado sobre su ropa. Llevaba guantes negros en las manos. El mordido también tenía un gorro blanco. La gran mesa, totalmente abierta, estaba flanqueada por una mesita cuadrada montada sobre un pie brillante.

En ese instante Bola concibió un odio profundo por el mordido. Sus ojos, sobre todo, lo horrorizaron: habitualmente francos y audaces, rehuían ahora la mirada del perro. Eran intranquilos, falsos y ocultaban en el fondo algo malo, siniestro, por no decir francamente criminal.

—El collar, Zina —pronunció en voz baja Filip Filipovich— pero no lo asustes.

Los ojos de Zina se volvieron inmediatamente tan cautelosos como los del mordido. Se acercó al perro y lo acarició con manifiesta hipocresía. Este la observó con tristeza y desprecio. "Claro, ustedes son tres... Si quieren, podrán dominarme. Pero deberían tener vergüenza. Si tan sólo supiera yo lo que quieren hacerme..." Zina desabrochó el collar; Bola movió la cabeza y se sacudió. El mordido se acercó, precedido por un olor que provocaba deseos de vomitar. "Pfú, que porquería... ¿Pero a qué viene esta angustia esta aflicción?", pensó retrocediendo frente al mordido.

—Más rápido, doctor —dijo Filip Filipovich con impaciencia.

Un fuerte olor dulzón flotaba en la habitación. Sin dejar de espiar al animal con sus ojos malvados, el mordido adelantó de pronto la mano derecha que hasta ese momento había tenido oculta detrás de la espalda y aplastó contra el hocico de Bola un tapón de algodón húmedo.

La sorpresa paralizó al perro, cuya cabeza comenzaba a perder la noción de las cosas que lo rodeaban, pero todavía logró echarse hacia atrás. El mordido saltó tras él y le cubrió totalmente el hocico con el tapón. Bola sintió que le faltaba el aliento, aunque consiguió zafarse una vez más. "Canalla ", pensó fugazmente. "¿Por qué?" Volvieron a atraparlo enseguida. De pronto vio surgir en medio de la habitación un lago con botes llenos de alegres remeros, increíbles perros rosados. Las piernas, como privadas de huesos, se le aflojaron.