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—¡Sobre la mesa!

La voz alegre de Filip Filipovich tronaba palabras surgidas quién sabe de donde, que estallaban en chorros color naranja. El miedo desapareció, reemplazado por alegría. Durante uno o dos segundos, Bola, que se sentía hundirse, amó al mordido. Y el mundo entero osciló invirtiéndose. Sintió aún una mano fría pero agradable que se le deslizaba bajo el vientre. Finalmente, nada más.

* * *

Permanecía tendido sobre la angosta mesa de operaciones y su cabeza inerte se bamboleaba sobre la almohada recubierta por un hule. Tenía el vientre afeitado y la máquina manejada por el doctor Bormental, jadeante y apresurado, atacaba ahora la pelambre de la cabeza. Con las palmas apoyadas en el reborde de la mesa, los ojos tan brillantes como la montura de oro de sus anteojos, Filip Filipovich seguía la operación y comentaba con voz emocionada:

—Iván Arnoldovich, el momento más delicado será cuando yo llegue a la silla turca. Usted tendrá que presentarme inmediatamente la hipófisis y empezar a coser. Si se declarase una hemorragia, habremos perdido nuestro tiempo y el perro a la vez. No existiría manera de salvarlo.

Filip Filipovich calló un instante, parpadeó y agregó, lanzando una mirada casi burlona sobre el ojo medio cerrado del animaclass="underline"

—Sin embargo, me da pena, ¿Sabe? Había terminado por acostumbrarme a él.

Y con estas palabras levantó las manos como para bendecir la penosa proeza del infeliz animaclass="underline" no quería que el menor grano de polvo viniese a manchar la goma negra de sus guantes.

Bajo la pelambre afeitada apareció el pellejo blancuzco. Bormental soltó la máquina y se armó de una navaja. Enjabonó el pequeño cráneo indefenso y se dispuso a dar el toque final a su obra. El pellejo crujía bajo el filo de la hoja y en algunos sitios brotaba un poco de sangre. Una vez terminada su tarea, el mordido limpió, con un taponcito de algodón empapado en un desinfectante, la cabeza y el vientre desnudo del perro. Finalmente anunció, jadeante:

—Está listo.

Zina abrió el grifo del lavabo y Bormental corrió a lavarse las manos. Luego Zina se las roció con alcohol.

—¿Puedo irme, Filip Filipovich? —preguntó mirando asustada la cabeza afeitada del perro.

—Puedes irte.

Zina desapareció. Bormental seguía atareado. Rodeó la cabeza de Bola con pequeños cuadrados de gasa y sobre la almohada apareció el espectáculo insólito de un cráneo calvo de perro unido a una extraña cara barbuda.

El Gran Sacerdote salió de su inmovilidad. Se irguió, miró la cabeza afeitada y dijo:

—Con tu bendición, Señor. Bisturí.

Bormental eligió entre los instrumentos dispuestos sobre la mesa un cuchillito de hoja encorvada y lo tendió al pontífice. Luego él también se puso guantes de goma negros.

—¿Está dormido? —preguntó Filip Filipovich.

—Está bien dormido.

Filip Filipovich apretó los dientes. Sus ojos adquirieron un brillo fulgurante mientras el bisturí trazaba sobre el vientre de Bola una línea larga y nítida. La piel cedió inmediatamente y la sangre salpicó hacia todos lados. Bormental se apresuró, taponó la herida con compresas de gasa y apretó los bordes con pequeñas pinzas semejantes a pinzas para azúcar. La sangre dejó de correr. En la frente de Bormental brotaban gotas de sudor. Filip Filipovich cortó de nuevo el pellejo y los dos hombres se pusieron a hurgar en el cuerpo de Bola con ganchos, tijeras, especies de garfios. Extirparon tejidos rosados y amarillos de los que goteaba un rocío sanguinolento. Filip Filipovich, que hacía girar su bisturí en el cuerpo del perro, gritó de pronto:

—¡Tijera!

Un instrumento brillante apareció como por arte de magia entre las manos del mordido. Filip Filipovich hurgó más hondo y con unos pocos movimientos ágiles retiró las glándulas genitales así como algunos trozos de carne.

Sudando a chorros, Bormental se precipitó hacia un frasco de vidrio del que sacó otras glándulas genitales, húmedas y fláccidas. En las manos del profesor y de su asistente revolotearon algunos filamentos húmedos. Las agujas curvas chocaron contra las pinzas y las nuevas glándulas reemplazaron a las anteriores. El Gran Sacerdote se irguió, cubrió la herida con una compresa de gasa y ordenó:

—Cosa inmediatamente, doctor.

Volvió la cabeza para mirar el reloj blanco colgado en la pared:

—Catorce minutos ya —murmuró Bormental entre sus dientes apretados, mientras pinchaba una aguja curva en el tejido fofo.

Entonces los dos hombres empezaron a apresurarse como si los persiguiese la policía.

—¡Bisturí! —gritó Filip Filipovich.

El bisturí brotó solo entre sus manos.

El rostro del profesor adquirió un aspecto terrible. Un rictus descubría sus dientes de porcelana y oro. Con gesto rápido, trazó sobre la frente de Bola una corona roja; la parte rasurada fue levantada como un escalpo y el hueso quedó al descubierto. Filip Filipovicli gritó:

—¡Trépano!

Bormental le tendió una especie de berbiquí centelleante.

Mordiéndose el labio, el profesor comenzó a horadar alrededor del cráneo una serie de agujeritos separados un centímetro uno de otro. No demoraba más de cinco segundos en cada uno. Luego tomó una sierra de extraño aspecto, introdujo el extremo de la hoja en el primer agujero y empezó a aserrar como si se tratase de abrir una lata de conservas. El hueso crujía y vibraba ligeramente. Tres minutos más tarde, la calota craneana era retirada.

La bóveda del cerebro apareció entonces al desnudo, masa gris veteada de venas azuladas y manchas rojizas. Filip Filipovich acercó su tijera a la membrana duramáter y comenzó a cortar. En un momento dado brotó un chorro de sangre que estuvo a punto de regar el ojo del profesor y salpicó su gorro. Bormental se arrojó como un tigre, con una pinza en la mano, apretó, pellizcó y logró detener el chorro. El sudor le corría por el rostro que se le había encendido con manchas encarnadas; sus ojos iban incesantemente de las manos del profesor a la bandeja cargada de instrumentos de la mesita. En cuanto a Filip Filipovich, su expresión era propiamente aterradora. De su nariz escapaba un silbido y sus labios levantados descubrían los dientes mostrando las encías. Arrancó la envoltura y penetró más hondo, dejando al desnudo los hemisferios cerebrales. En ese instante Bormental palideció, posó la mano sobre el pecho de Bola y dijo con voz ronca:

—El pulso se debilita rápidamente...

Filip Filipovich le lanzó una mirada feroz, emitió un gruñido inarticulado y continuó manejando la tijera con mayor prisa. Bormental rompió una pequeña ampolla de vidrio, pasó su contenido a una jeringa y pinchó pérfidamente a Bola en la zona del corazón.

—Llego a la silla turca —exclamó Filip Filipovich.

Los guantes resbaladizos y ensangrentados extrajeron de la cavidad craneana el cerebro gris y amarillo del perro. Echó una breve mirada sobre la cara de Bola y Bormental se apresuro a romper una segunda ampolla llena de un liquido amarillo con el que llenó una larga jeringa.

—¿Al corazón? —preguntó tímidamente.

—¡Qué pregunta! —rugió el profesor, furioso—. De todas maneras, ya está diez veces muerto. Pínchelo. ¡Es increíble!

Su expresión era la de un bandido fanático.

El doctor hundió delicadamente la aguja en el corazón del perro.