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"Parecen galochas", pensó Filip Filipovich, fastidiado, resoplando y sacando una bocanada de humo de su cigarrillo medio apagado. Desde el umbral, el hombre lo observaba con mirada distraída, fumando un cigarrillo cuya ceniza le caía sobre la pechera de la camisa. El reloj de pared colocado junto a una perdiz de madera, indicaba las cinco. El eco de las campanadas se prolongaba aún cuando Filip Filipovich comenzó a hablar.

—Creía haberle dicho ya en dos ocasiones que no duerma en la cocina. ¡Y con mayor razón durante el día!

El hombre soltó una tosecilla ronca, como si quisiera despejarse la garganta y contestó:

—El aire es mejor en la cocina.

Tenía una voz extraña, bronca y que, al misrno tiempo, resonaba como si brotase del interior de un pequeño barril.

Filip Filipovich agitó la cabeza y preguntó:

—¿Dónde encontró ese horror? Me refiero a su corbata.

Los ojos del hombre siguieron la dirección del dedo y miraron amorosamente la corbata por encima de los labios prominentes.

—¿Qué "horror"? Es una corbata de lujo. Me la regaló Daría Petrovna.

—Daría Petrovna le regaló un espanto, así como esos botines: ¡qué son esas inepcias centelleantes? ¿De dónde vienen? ¿Qué le había dicho yo? De comprarse calzado a-de-cua-do; mire lo que lleva en los pies. ¿No me dirá que los eligió el doctor Bormental, supongo?

—Le dije que los quería charolados. ¿Acaso soy peor que el resto de la gente? Vaya a ver por la ciudad, todos tienen botines charolados.

El profesor agitó nuevamente la cabeza y prosiguió, recalcando sus palabras:

—Basta de dormir en la cocina. ¿Comprendido? ¡Qué coraje! Allí molesta. Hay señoras.

El rostro del hombre se volvió huraño y una mueca le hinchó los labios.

—Señoras, señoras... ¡Hágame el favor! Simples sirvientes y se consideran tan importantes como mujeres de comisarios del pueblo. Es esa Zinka quien anda todo el tiempo diciendo chismes.

Filip Filipovich le lanzó una mirada severa.

—¡Le prohibo que llame "Zinka" a Zina! ¿Entendido?

Silencio.

—¿Entendido, le pregunto?

—Entendido.

—Se va a quitar esa porquería del cuello... Usted... En fin, mírese un poco al espejo. Parece un payaso. Y no tire sus colillas en el suelo, se lo repito por centésima vez. ¡Que yo no oiga más un solo insulto en este departamento! Prohibido escupir. Aquí tiene una salivadera. Aprenda a usar correctamente el orinal. Y deje de fastidiar a Zina. Se quejó de que usted está siempre acosándola en la oscuridad. ¿Y quién contestó a un paciente: "¡Qué sé yo, hijo de perra!"? ¿Dónde se cree que está? ¿En un tugurio?

—Usted no deja de reprenderme por todo, papaíto —lloriqueó el hombre.

Las mejillas de Filip Filipovich se encendieron y sus ojos lanzaron destellos.

—¿De dónde saca eso de papaíto? ¿Qué familiaridades son éstas? ¡No quiero volver a oír jamás esas palabras! ¡Llámeme por mi nombre y mi patronímico!

En el rostro del hombre se dibujó una expresión insolente.

—Siempre lo mismo... Prohibido escupir... Prohibido fumar... Prohibido ir allá... Uno parece estar en un tranvía. ¿No puede dejarme vivir un poco? En cuanto a lo de "papaíto", está perdiendo el tiempo. ¿Acaso yo le pedí que me hiciese esta operación?

El hombre ladraba con indignación.

—¡Ésta sí que es buena! Toman un animal, le tajean el cráneo a cuchilladas y todavía se hacen los delicados. ¿Me preguntaron si yo estaba de acuerdo para que me operasen? Además (el hombre alzó la mirada hacia el cielorraso como buscando recordar alguna fórmula), tampoco mis padres fueron consultados. Tal vez tengo derecho a iniciar una acción judicial.

Los ojos de Filip Filipovich se volvieron completamente redondos, el cigarrillo se le cayó de los dedos. "He aquí al hombre", pensó fugazmente.

—¿Se queja de que lo hemos transformado en ser humano? —preguntó arrugando el ceño—. ¿Quizá prefiera seguir revolviendo los tachos de basura? ¿O helarse bajo los portales? Si yo hubiese sabido...

—Siempre me está reprochando algo; la basura, la basura... Y si me hubiese muerto en la mesa de operaciones? ¿Qué me puede contestar, camarada?

—Filip Filipovich! —gritó el profesor, furioso—. Y no soy su "camarada". ¡Es monstruoso!

"Una pesadilla, una verdadera pesadilla", pensó.

—Desde luego... —dijo irónicamente el hombre, cuadrándose sobre sus piernas con gesto de triunfo. No somos camaradas. Ni mucho menos. No hemos estudiado junto en la universidad ni ocupamos departamentos de quince habitaciones con cuartos de baño. Pero ya es tiempo de olvidar todo eso. Hoy toda la gente tiene derecho a...

Palideciendo, Filip Filipovich escuchaba los razonamientos del hombre. Éste se interrumpió y se dirigió ostensiblemente hacia el cenicero, sosteniendo en su mano un cigarrillo mordisqueado. Tenía un aspecto caótico. Aplastó la colilla apoyándole encima repetidas veces el dedo pulgar con una expresión que significaba claramente: "¡Toma, toma y toma!". Después de haber apagado la colilla castañeteó los dientes y se metió la nariz bajo la axila.

—¡Las pulgas se sacan con los dedos! ¡Con los dedos! —exclamó Filip Filipovich iracundo—. Y no comprendo cómo se las arregla para agarrarlas.

—¿Acaso cree que hago cría de pulgas? —se ofendió el hombre—. Aparentemente, son ellas quienes me quieren a mí...

Sus dedos hurgaron en el forro de la manga y sacaron un trozo de algodón rojizo.

Filip Filipovich levantó la vista hacia las guirnaldas del cielorraso y tamborileó sobre la mesa con los dedos. Después de haber matado la pulga, el hombre fue a sentarse en una silla, y apoyó las manos en las solapas de su chaqueta. Bajó la mirada hacia el piso y se puso a contemplar sus botines, lo cual pareció proporcionarle una inmensa satisfacción. Fílip Filipovich lanzó un vistazo a los botines de extremos cuadrados que despedían vivos reflejos, entornó los párpados y prosiguió:

—¿Tiene algo más qué decirme?

—Sí, algo muy simple. Filip Filipovich: necesito un documento de identidad.

Filip Filipovich experimentó un leve estremecimiento.

—¡Humm! ... ¡Diablos! ¡Un documento de identidad! Bueno de una manera u otra se podrá tal vez...

La voz revelaba inquietud y falta de seguridad.

—Perdóneme —contestó el hombre con decisión—, pero ¿qué puedo hacer sin documentos? Usted sabe muy bien que está absolutamente prohibido vivir sin ellos... En primer término, el comité del edificio...

—¿Qué tiene que ver con esto?

—¡Cómo, qué tiene que ver! Cada vez que me encuentro con alguien me preguntan: ¿cuándo vas a ir a registrarte?

—¡Dios mío! —exclamó Filip Filipovich desalentado—, se encuentran, preguntan... Imagino lo que les contesta. Sin embargo le prohibí andar vagando por la escalera.

—¡Vamos, al fin de cuentas no soy un presidiario! (La conciencia que tenía de sus derechos parecía dar mayor brillo a su rubí de pacotilla) "¿Y qué es eso de vagando"? Sus palabras son más bien ofensivas. Camino, como toda la gente, y al decir estas palabras golpeaba el piso con sus botines charolados.

Filip Filipovich calló y desvió la mirada. "Tengo que contenerme", pensó. Fue hasta el aparador y se sirvió un vaso de agua que bebió de un sorbo.