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Desenfrenado, Filip Filipovich dirigía sus miradas al desdichado pato de cartón pintado que colgaba con la cabeza hacia abajo al lado del aparador, y dio él mismo la respuesta:

—Le diré lo que es: si cada día, en vez de operar, organizase coros en mi departamento, para mí sería la ruina. Si en los baños, y perdone la expresión, me pusiese a orinar al lado del inodoro y si Zina y Daría Petroyna hiciesen lo mismo, sería el comienzo de la ruina para los baños. Lo cual quiere decir que la ruina no está en los retretes sino en las cabezas. Y me río cuando esos palurdos gritan: “¡Alto a la ruina de la economía!” (Filip Filipovich tenía el rostro tan congestionado que el mordido abrió la boca.)

¡Se lo juro, me río! Tendrían que empezar por golpearse la cabeza contra una pared hasta que se hayan librado de todas sus alucinaciones, después de lo cual cada uno tendría que arremangarse y ponerse a trabajar, y la ruina se detendría de por sí. ¡No se puede servir a dos dioses! ¡No se puede limpiar los rieles del tranvía y al mismo tiempo ocuparse de la suerte de algunos vagabundos españoles! ¡Nadie puede lograrlo, doctor, y sobre todo hombres que, desde el punto de vista del desarrollo, tienen por lo menos doscientos años de atraso con respecto a los europeos, hombres incapaces de abotonarse ellos mismos el pantalón!

Filip Filipovich estaba fuera de sí, tenía las aletas de la nariz dilatadas. Con todas sus fuerzas exaltadas por una comida abundante, tronaba como un profeta antiguo Y su rostro lanzaba relámpagos plateados.

Sus palabras producían el efecto de un sordo gruñido subterráneo en el espíritu del perro somnoliento. De pronto le aparecía la imagen de los estúpidos ojos amarillos de la lechuza, de pronto era el rostro repugnante del cocinero con su sucio gorro blanco; también estaba el altivo bigote de Filip Filipovich en la luz deslumbrante del comedor luego un trineo que pasaba rechinando y desaparecía inmediatamente, mientras que en su estómago, bañados por los jugos gástricos, terminaban de disolverse los restos de la rebanada de rosbif.

"Tendría éxito en las reuniones públicas", pensó confusamente Bola, "es un tipo de primera. ¡Además, no parece irle tan mal"!

—¡A la guardia! ¡Policía! (Filip Filipovich chillaba.) ¡Quiero un policía, un policía y nadie mas, con o sin gorra roja! Un policía por persona para moderar los entusiasmos vocales de nuestros ciudadanos. Usted dice que es la ruina. ¡Y yo, doctor, le digo que nada habrá cambiado en esta casa ni tampoco en ninguna otra casa, mientras no se hayan hecho callar a esos cantantes! Cuando dejen de dar sus conciertos, la situación de la casa mejorará de por si.

—Usted sostiene principios contrarrevolucionarios, Filip Filipovich —bromeó el mordido—; quiera Dios que nadie lo oiga.

—No hay peligro —respondió fogosamente Filip Filipovich—, ninguna contrarrevolución. A propósito, he ahí otro término que no tolero. Es imposible saber qué se oculta detrás. Por eso le digo: en mis palabras no hay contrarrevolución. Hay buen sentido y experiencia de la vida.

Tras esa frase, Filip Filipovich sacó de su cuello el extremo de la bella servilleta arrugada, a la que enrolló como una bola y colocó junto a una copa de vino medio llena. Inmediatamente el mordido se levantó y expresó su gratitud con un " merci

²En francés en el original (N. de la T.).

—Un instante doctor —lo detuvo Filip Filipovich sacando una billetera del bolsillo de su pantalón. Frunció el entrecejo, contó algunos billetes y se los tendió al mordido:

—Le debo 40 rublos por el día de hoy Iván Arnoldovich. Sírvase...

La víctima del perro agradeció cortésmente Y ruborizándose, deslizó el dinero en el bolsillo de su chaqueta.

—¿No me necesita esta noche, Filip Filipovich?

—No, se lo agradezco, amigo mío. Mañana no haremos nada. Primero, porque el conejo se murió y segundo, porque esta noche representan "Aída" en el Bolchoi. Hace mucho que no la escucho. Me agrada sobremanera... ¿Recuerda el dúo? ... Tari-rarin...

—¿Pero dónde encuentra tiempo, Filip Filipovich? —preguntó respetuosamente el médico.

—Quien jamás se apresura siempre encuentra tiempo para todo —explicó sentenciosamente el dueño de casa—. Evidentemente, si empezara a correr a todas las reuniones y a cantar como un ruiseñor durante todo el día en vez de ejercer mi profesión, jamás lograría nada. (Filip Filipovich hurgó en el bolsillo de su chaleco y sacó su reloj de repetición que, bajo sus dedos, desgrano algunas notas celestes.) Son las 8... Llegaré para el segundo acto... Estoy de acuerdo con la división del trabajo. En el Bolchoi se canta; yo, opero. Todo está bien así. Y no hay ruina... Ahora, Iván Arnoldovich escúcheme atentamente: en cuanto tenga un muerto utilizable, ponga los órganos en una solución fisiológica y ¡tráigalos inmediatamente aquí!

—No se preocupe, Filip Filipovich, los anátomopatólogos me lo prometieron.

—Perfecto. Entretanto vamos a poner a este mendigo neurasténico en observación, trataremos de conquistarlo. Espero que su flanco sanará pronto.

"Se preocupa por mí", pensó Bola. ¡"Excelente hombre! Ya sé quién es. Es el Encantador, el brujo, el mago de las fábulas de perro... No es posible que todo esto sea un sueño. ¿Y si fuese un sueño? (Se estremeció dormido.) Si despertase y de pronto: nada. Ya no habría pantalla de seda, ni calor, ni estómago lleno sino nuevamente el portal, el frío terrible, el asfalto helado, la gente mala, el hambre... Dios, qué horror..."

Pero nada de eso se produjo. El portal se desvaneció como una pesadilla y no volvió.

Evidentemente, la ruina no era tan amenazadora. Dos veces por día, los acordeones grises ubicados bajo las ventanas se llenaban de un suave calor que difundían a través de todo el departamento.

Era claro que Bola había ganado el premio mayor de una lotería canina. Dos veces por día, al menos, sus ojos se llenaban de lágrimas de gratitud para el Sabio de la Prechistienka. Y todos los espejos del vestíbulo y de la sala de espera reflejaban su imagen, satisfecho y resplandeciente.

"¡Qué hermoso soy! Tal vez sea un príncipe perro desconocido, incógnito", se decía al contemplar en la profundidad de los espejos su figura de pelambre color café y de aspecto complacido. "Es muy posible que mi abuela haya pecado con un terranova. Es cierto, tengo una mancha blanca sobre el hocico. Me pregunto de dónde proviene. Filip Filipovich es un hombre de buen gusto, no habría recogido al primer bastardo que encontrara.

En el término de una semana, el perro engulló tanto alimento como hambre había sufrido durante los últimos cuarenta y cinco días que había pasado en la calle. Y ello, sólo en lo concerniente a cantidad. Respecto a la calidad de lo que se comía en casa de Filip Filipovich, no valía la pena mentarlo siquiera. Aún sin tener en cuenta que Daría Petrovna compraba todos los días 18 kopecks de sobras de carnicería en el mercado de la Smolenskaia, basta con mencionar las comidas de la noche en el comedor, a las cuales él asistía, a pesar de las protestas de la elegante Zina. Durante esas comidas, la divinidad de Filip Filipovich quedó definitivamente consagrada; pues él se erguía sobre sus patas traseras y le mordisqueaba la chaqueta; había aprendido a reconocer la manera como Filip Filipovich tocaba la campanilla de la puerta... dos timbrazos breves y sonoros, timbrazos de patrón, y corría ladrando a recibirlo en el vestíbulo. El amo aparecía arrebujado en su abrigo de piel de zorro plateado, en el que brillaban millares de lentejuelas de nieve, oliendo a mandarina, a cigarro, a perfume, a limón, a agua de Colonia, a paño, y su voz resonaba por toda la casa como una trompeta de mando.