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De pronto, desde el balcón, a través de él y no ya del muro, a través del balcón de

ellos que había quedado entornado y del nuestro que permanecía abierto y en el

que yo me hallaba acodado, volví a oír la voz de Miriam con claridad, y ahora no

hablaba sino canturreaba, y lo que canturreó fue esto:

'Mamita mamita, yen yen yen, serpiente me traga, yen yen yen.'

Interrumpió el canturreo apenas iniciado, y sin transición (ni exasperación ya

tampoco) le dijo a Guillermo:

'Tienes que matarla.'

'Está bien, está bien, ya lo haré, ahora sigue acariciándome', respondió él. Pero eso no me alteró ni me preocupó ni me sobresaltó (no sé si a Luisa), porque lo había dicho como una madre hastiada que contesta cualquier cosa, sin pensárselo, a un hijo insistente que se empeña en lo que no es posible. Es más, creí saber entonces, por esa respuesta, que si existía aquella mujer en España Guillermo no le haría daño, y que en aquella situación o historia quien saldría dañada sería Miriam en todo caso. Creí saber entonces que Guillermo mentía (mentía en algo), y supuse que Luisa, tan acostumbrada como yo a traducir y percibir los temblores y detectar la sinceridad del habla, también se habría dado cuenta y se habría sentido aliviada no respecto a Miriam, pero sí respecto a la mujer enferma. Y Miriam, que en esos momentos no se habría dado cuenta de la insinceridad de Guillermo o habría resuelto descansar un rato y no dársela o volver a engañarse o simplemente cejar en el afán de su vida durante unos instantes, canturreó otro poco, y yo sabía lo que sería. Había pasado más tiempo del que yo pensaba, pensé, no podía ser, no había pasado tanto para que pudieran haber llevado a cabo una reconciliación sexual silenciosa y en regla y estuvieran ahora apaciguados por ella. Pero así debía haber sido, pues era como si los dos estuvieran calmados y echados, Miriam hasta distraída, cantaba distraídamente, con las interrupciones propias de quien en realidad canturrea sin percatarse de que lo hace, mientras se limpia con parsimonia o acaricia a quien está a su lado (un niño al que se le canta). Y lo que canturreó fue esto:

'Mentira mi suegra, yen yen yen, que estamos jugando yen yen yen, al uso de mi tierra, yen yen yen.

Esas palabras sí me sobresaltaron, aún más que las primeras del canturreo por lo que estas tenían de confirmación (a veces uno oye bien pero no da crédito a sus oídos), y sentí un ligero escalofrío como los que había padecido Luisa al comienzo de su indisposición. Y Miriam añadió en tono neutro si no desmayado, también ahora sin transición:

'Si no la matas me mato yo. Tendrás una muerta, o ella o yo'.

Guillermo no contestó esta vez, pero mi sobresalto y mi escalofrío eran previos a las frases de Miriam y se debían a la canción, que yo conocía de mucho antes porque esa canción me la cantaba mi abuela cuando era niño, o, mejor dicho, no me la cantaba, pues no era precisamente una canción para niños y en realidad formaba parte de una historia o cuento que, aunque tampoco era para niños, sí me contaba para meterme miedo, un miedo irresponsable y risueño. Pero además de eso, a veces, cuando estaba aburrida sentada en un sillón de su casa o la mía, abanicándose y viendo pasar la tarde mientras esperaba a que llegara mi madre a buscarme o a relevarla, canturreaba canciones sin darse cuenta, para distraerse sin el propósito de distraerse, canturreaba sin observar lo que nacía, con la misma desgana y desentendimiento con que Miriam había canturreado ahora ante un balcón entornado, y con el mismo acento. Era ese canto inconsciente que no tiene destinatario, el mismo canto de las criadas cuando fregaban los suelos o colgaban la ropa con pinzas, o pasaban la aspiradora o perezosos plumeros los días en que yo estaba enfermo y no iba al colegio y veía el mundo desde mi almohada oyéndolas a ellas en su matinal espíritu, tan distinto del vespertino; el mismo tarareo insignificante de mi propia madre cuando se peinaba o se iba poniendo horquillas ante el espejo o se colocaba peineta y se colgaba pendientes largos para ir el domingo a misa, ese canto femenino entre dientes (pinzas u horquillas entre los dientes) que no se dice para ser escuchado ni menos aún interpretado ni traducido, pero que alguien, el niño refugiado en su almohada o apoyado en el quicio de una puerta que no es la de su dormitorio, escucha y aprende y ya no olvida, aunque sólo sea porque ese canto, sin voluntad ni destinatario, es pese a todo emitido y no se calla ni se diluye después de dicho, cuando le sigue el silencio de la vida adulta, o quizá es masculina. Ese canto indeliberado y flotante debió de ser canturreado en todas las casas del Madrid de mi infancia todas las mañanas a lo largo de muchos años, como un mensaje sin significado que vinculaba a la ciudad entera y la emparentaba y armonizaba, un persistente velo sonoro y contagioso que la cubría, desde los patios hasta los portales, ante las ventanas y por los pasillos, en las cocinas y en los cuartos de baño, por las escaleras y en las azoteas, con delantales, mandiles y batas y con camisones y vestidos caros. Fue canturreado por todas las mujeres de aquellos tiempos que no están muy lejanos de estos, las criadas muy de mañana desperezándose, y las señoras o madres un poco más tarde, cuando se arreglaban para salir de compras o a algún recado superfluo, todas ellas igualadas y unidas por su continuo y común zumbido y acompañadas a veces por el silbido de los muchachos que no estaban en los colegios y que aún participaban, por eso, del mundo mujeril en que se desenvolvían: los chicos de las tiendas con sus bicicletas de reparto y sus pesadas cajas, los niños enfermos en sus camas salpicadas de tebeos y cromos y cuentos, los niños trabajadores y los niño inútiles, silbando y envidiándose mutuamente. Ese canto fu cantado en toda ocasión y a diario, con voces eufóricas y voces apesadumbradas, estridentes y decaídas, morenas y melodiosas y desafinadas y rubias, bajo todos los estados de ánimo y en cualquier circunstancia, sin que dependiera nunca de lo acontecido en las casas ni nunca lo juzgara nadie: como lo canturreó una doncella mientras miraba derretirse una tarta helada en la casa de mis abuelos, cuando aún no lo eran porque yo ni siquiera había nacido ni tenía posibilidad de hacerlo; y como lo silbó un muchacho ese mismo día y en esa misma casa al acercarse a un cuarto de baño en el que tal vez una mujer habría también tarareado algo llena de miedo y mojada de llanto y agua muy poco antes. Y ese canto lo cantaban las abuelas y también las viudas y las solteronas por las tardes con voz más quebradiza y tenue, sentadas en sus mecedoras o sofás o sillones vigilando y entreteniendo a los nietos o mirando de reojo retratos de personas ya idas o que no supieron retener a tiempo, suspirando y abanicándose, abanicándose su vida entera aunque fuera otoño y aunque fuera invierno suspirando y canturreando y contemplando transcurrir el transcurrido tiempo. Y a la noche, más intermitente y disperso, el canto podía seguir oyéndose en las alcobas de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, más quedo y más dulce o más vencido, el preludio del sueño y la expresión del cansancio, el mismo que Miriam me había permitido oír desde su habitación de hotel igual a la mía, ya de noche y con tanto calor en La Habana, durante mi viaje de novios con Luisa y mientras Luisa no cantaba ni decía nada, sino que apretaba su cara contra la almohada. Mi abuela cantaba sobre todo las canciones de su propia niñez, canciones de Cuba y de las ayas negras que la habían cuidado hasta los diez años, edad en que salió de La Habana para trasladarse al país al que ella y sus padres y sus hermanas creían pertenecer y conocían sólo de nombre, más allá del océano. Canciones o cuentos (ya no recuerdo o no los distingo) Con personajes animales de nombres absurdos, la Vaca Verum-Verum y el Monito Chirrinchinchín, historias tétricas o africanas, porque la Vaca Verum-Verum, recuerdo, era muy querida por la familia que la poseía, una vaca benefactora y amiga, una vaca como un aya o como una abuela, y sin embargo un día, acuciados por el hambre o por un mal pensamiento, los miembros de la familia decidían matarla y guisarla y comérsela, lo cual, comprensiblemente, la pobre Verum-Verum no perdonaba a personas tan próximas, y desde el momento en que cada miembro de la familia hubo probado un bocado de su carne troceada y ya vieja (y hubo por tanto incurrido en una especie de metafórica antropofagia), allí mismo, en el comedor, empezó a retumbar desde sus estómagos una voz cavernosa que ya nunca cesó y que repetía incansablemente con la voz que mi abuela ahuecaba al efecto sofocando la sonrisa: 'Vaca Verum-Verum, Vaca Verum-Verum, y así hasta siempre desde sus estómagos. En cuanto al Monito Chirrinchinchín, creo que he olvidado sus peripecias por demasiado atropelladas, pero en todo caso me suena que su suerte no era más benigna y que acababa igualmente ensartado en el asador de algún hombre blanco desaprensivo. Aquel canturreo que había cantado Miriam en la habitación de al lado no tenía ningún significado para Luisa, y en eso, en nuestro conocimiento o entendimiento de lo que estaba ocurriendo y se estaba diciendo a través del balcón y del muro, había ahora una diferencia segura al menos. Porque mi abuela solía contarme aquella breve o incompleta historia recibida de sus ayas negras, en cuyo simbolismo sexual meridiano jamás había reparado, por cierto, hasta aquel momento, el de oírsela a Miriam, o, mejor dicho, el de oírle el canto funesto y un poco cómico que formaba parte de esa historia que me contaba mi abuela para meterme un miedo poco duradero y teñido de broma (me enseñaba el miedo y a reír del miedo): la historia decía que una joven de gran hermosura y mayor pobreza era pedida en matrimonio por un extranjero muy rico y apuesto y con mucho futuro, un hombre extranjero que se instalaba en La Habana con los mayores lujos y los proyectos más ambiciosos. La madre de la muchacha, viuda y dependiente de su única hija o más bien del acierto de sus necesarias nupcias, no cabía en sí de contento y concedía su mano al extraordinario extranjero sin dudarlo un instante. Pero en la noche de bodas, desde la habitación de los recién casados a cuya puerta debía de hacer suspicaz o resabiada guardia, la madre oía cantar a su hija, una y otra vez a lo largo de la larga noche, su petición de auxilio: 'Mamita mamita, yen ven yen, serpiente me traga, yen yen yen'. La posible alarma de aquella madre codiciosa quedaba sin embargo apaciguada por la reiterada y estrafalaria contestación del yerno, que le cantaba una y otra vez a través de la puerta y a lo largo de la larga noche; 'Mentira mi suegra, yen yen yen, que estamos jugando, yen yen yen, al uso de mi tierra, yen yen yen'. A la mañana siguiente, cuando la madre y la suegra decidía entrar en la habitación de los novios para llevarles el desayuno y ver sus rostros de dicha, se encontraba con una enorme serpiente sobre la cama sanguinolenta y deshecha en la que en cambio no había rastro de su infortunada y promisoria y preciada hija.