Las mayores tensiones que se producen en estos foros internacionales no son las discusiones feroces entre delegados y representantes al borde de una declaración de guerra, sino cuando por algún motivo no hay traductor para traducir algo o éste falla en medio de una ponencia por alguna razón sanitaria o psiquiátrica, lo que sucede con relativa frecuencia. Hay que tener muy templados los nervios en este trabajo, más que por la dificultad en sí de cazar y transmitir al vuelo lo que se dice (dificultad bastante), por la presión a que nos someten los gobernantes y los expertos, que se ponen nerviosos e incluso furiosos si ven que algo de lo que dicen puede dejar de ser traducido a alguna de las seis lenguas célebres. Nos vigilan constantemente, como también nuestros inmediatos y remotos jefes (todos ellos funcionarios), para comprobar que nos encontramos en nuestros puestos vertiéndolo todo, sin omitir un vocablo, a los restantes idiomas que casi nadie conoce. El único verdadero afán de los delegados y representantes es el de ser traducidos e interpretados, no que sus discursos e informes sean aprobados o aplaudidos ni sus propuestas tenidas en cuenta o llevadas a efecto, lo cual, por lo demás, apenas ocurre nunca (ni aprobación ni aplausos tu cuenta ni efecto). En una reunión de los países de la Commonwealth celebrada en Edimburgo, en la que por tanto sólo estaban presentes asamblearios de lengua inglesa, un ponente Australiano llamado Flaxman consideró un ultraje que las cabinas de los intérpretes estuvieran vacías y que ninguno de sus colegas llevara auriculares en las orejas para escucharle a través de ellos y no, como estaban haciendo, en línea recta desde el micrófono hasta sus asientos tan cómodos. Exigió que sus palabras fueran traducidas, y al recordársele que no había necesidad, frunció el ceño, maldijo groseramente y empezó a forzar su ya molesto acento australiano hasta el punto de hacerlo ininteligible para los miembros de los demás países y aun para algunos del propio, que empezaron a quejarse y fueron víctimas del acto reflejo de todo congresista ya curtido de llevarse al oído los auriculares en cuanto alguien dice algo que no se entiende. AI comprobar que por esos auriculares no salía nada en contra de la costumbre (ni el menor sonido, claro u oscuro), arreciaron en sus protestas, por lo que Flaxman hizo amago de trasladarse en persona a una de las cabinas y traducirse desde allí a sí mismo. Fue neutralizado cuando ya andaba por el pasillo, y a toda prisa hubo de improvisarse un intérprete australiano que ocupó la cabina y fue pronunciando en inglés natural lo que su compatriota, un verdadero larrikin por utilizar el término que él habría empleado, estaba vociferando desde la tribuna con su acento incomprensible de los suburbios o muelles de Melbourne o Adelaida o Sydney. Este individuo representante, Flaxman, al ver que por fin había un traductor en su puesto reflejando debidamente los conceptos de su discurso, se tranquilizó en seguida y volvió a su dicción habitual y neutra y más o menos correcta sin que sus colegas se percataran de ello, ya que habían decidido oírle por la vía indirecta de los auriculares, por los que todo suena mucho más vacilante pero también más importante. Se produjo así, como culminación de la fiebre traductora que recorre y domina los foros internacionales, una traducción del inglés al inglés, al parecer no del todo exacta, ya que el congresista rebelde australiano peroraba demasiado rápido para que el intérprete bisoño australiano pudiera repetirlo todo a la misma velocidad y sin dejarse nada.
Es curioso que en el fondo todos los asamblearios se fíen más de lo que escuchan por los auriculares, esto es, a los intérpretes, que de lo que oyen (lo mismo, pero más trabado) directamente a quien habla, aunque entiendan perfectamente la lengua en que éste se está dirigiendo a ellos. Es curioso porque en realidad nadie puede saber que lo que el traductor traduce desde su cabina aislada sea correcto ni verdadero, y no hace falta decir que en muchísimas ocasiones no es lo uno ni lo otro, sea por desconocimiento, pereza, distracción, mala idea o resaca del intérprete que está interpretando. Ese es el reproche que los traductores (es decir, de textos) hacen a los intérpretes: mientras las facturas y las idioteces que aquéllos vierten en sus oscuros despachos están expuestas a revisiones malintencionadas y sus errores pueden ser detectados, denunciados e incluso multados, las palabras que se lanzan irreflexivamente al aire desde las cabinas no las controla nadie. Los intérpretes odian a los traductores y los traductores a los intérpretes (como los simultáneos a los sucesivos y los sucesivos a los simultáneos), y yo, que he sido ambas cosas (ahora sólo intérprete, tiene más ventajas aunque deja exhausto y afecta a la psique), conozco bien sus respectivos sentimientos. Los intérpretes se tienen por semidioses o semidivos, ya que están a la vista de los gobernantes y representantes y delegados vicarios y todos estos se desviven por ellos, o mejor dicho por su presencia y tarea. En todo caso es innegable que pueden ser divisados por los rectores del mundo, lo cual los lleva a ir siempre muy arreglados y de punta en blanco, y no es raro verlos a través del cristal pintándose los labios, peinándose, anudándose mejor la corbata, arrancándose pelos con pinzas, soplándose motas del traje o recortándose las patillas (todos siempre con el espejito a mano). Esto crea malestar y rencor entre los traductores de textos, ocultos en sus despachos compartidos y escuálidos, cierto, pero con un sentido de la responsabilidad que los hace considerarse infinitamente más serios y competentes que los engreídos intérpretes con sus bonitas cabinas individuales, transparentes, insonorizadas y aun aromatizadas según los casos (hay favoritismos). Todos se desprecian y se detestan, pero en lo que todos somos iguales es en que ninguno sabemos nada sobre esos asuntos tan cautivadores de los cuales ya he mencionado algunos ejemplos. Yo he reproducido esos discursos o textos de que hablé antes, pero apenas si recuerdo una palabra de lo que decían; no porque haya pasado el tiempo y la memoria tenga su cupo de información conservable, sino porque en el mismo momento de traducir todo aquello ya no recordaba nada, es decir, ya entonces no me enteraba de lo que el orador estaba diciendo ni de lo que yo decía a continuación o, como se supone que ocurre, simultáneamente. Él o ella lo decía y yo lo decía o lo repetía, pero de un modo mecánico que no tiene nada que ver con la intelección, o es más, está reñido con ella: sólo si uno no comprende ni asimila en absoluto lo que está oyendo puede volver a decirlo con más o menos exactitud (sobre todo si se recibe y suelta sin pausa), y lo mismo sucede con los escritos de ese género, nada literarios, sobre los que no hay posible corrección ni meditación ni vuelta. Así que toda esa información valiosa que alguien podría pensar que tenemos los traductores e intérpretes de los organismos internacionales es algo que en realidad se nos escapa totalmente, de punta a cabo y de arriba abajo, no sabemos ni una palabra de lo que se fragua y maquina y cuece en el mundo, ni la menor idea. Y aunque a veces, en nuestros turnos de descanso, nos quedemos escuchando a los próceres y no traduciéndolos, la terminología idéntica que todos ellos emplean resulta incomprensible para cualquier persona en su sano juicio, de manera que si alguna vez acertamos a retener unas frases por algún motivo inexplicable, la verdad es que entonces nos esforzamos por olvidarlas deliberadamente al poco rato, pues mantener en la cabeza esa jerga inhumana durante más tiempo del imprescindible para verterla a la segunda lengua o segunda jerga es un tormento superfino y muy dañino para nuestro maltratado equilibrio. Entre unas cosas y otras, muchas veces me pregunto asustado si alguien sabe algo de lo que nadie dice en esos foros sobre todo en las sesiones estrictamente retóricas. Pues aun admitiendo que entre sí se comprendan los asamblearios en su germanía salvaje, es del todo cierto que los intérpretes pueden variar a su antojo el contenido de las alocuciones sin que haya posibilidad de control verdadero ni tiempo material para un mentís o una enmienda. La única manera de controlarnos completamente sería poner a un segundo traductor dotado de auriculares y de micrófono que a su vez nos tradujera a nosotros simultáneamente a la primera lengua, de modo que pudiera comprobarse que efectivamente estamos diciendo lo que se está diciendo en la sala en esos momentos. Pero en tal caso haría falta un tercer traductor igualmente provisto de sus aparatos que a su vez controlara al segundo y lo retradujera, y quizá un cuarto para vigilar al tercero, y así, me temo, hasta el infinito, traductores controlando a intérpretes e intérpretes a traductores, ponentes a congresistas y taquígrafos a oradores, traductores a gobernantes y ujieres a intérpretes. Todo el mundo se vigilaría y nadie escucharía ni transcribiría nada, lo cual, a la larga, llevaría a suspender las sesiones y los congresos y las asambleas y a clausurar para siempre los organismos internacionales. Es preferible, por tanto, correr algunos riesgos y encajar los incidentes (a veces graves) y los malentendidos (duraderos a veces) que inevitablemente se producen por las imprecisiones de los intérpretes, y aunque no es frecuente que gastemos bromas voluntarias (nos jugamos el puesto), tampoco nos resistimos a deslizar falsedades de vez en cuando. Tanto a los representantes de las naciones como a nuestros jefes funcionarios no les queda más remedio que fiarse de nosotros, como asimismo a los altos cargos de los diferentes países cuando nuestros servicios son requeridos fuera de los organismos, en alguno de los encuentros que llaman cumbres o en las visitas oficiales que se hacen unos a otros en sus territorios amigos, enemigos o neutrales. Bien es verdad que en estas ocasiones tan elevadas, de las que dependen importantes acuerdos comerciales, pactos de no agresión, conspiraciones contra terceros y aun declaraciones de guerra o armisticios, a veces se intenta un mayor control del intérprete por medio de un segundo traductor que por supuesto no retraducirá (sería un lío), pero sí escuchará atentamente al primero y lo vigilará, y confirmará que traduce o no como es debido. Fue así como conocí a Luisa, que por alguna razón fue considerada más seria, fiable y leal que yo y elegida como intérprete de guardia (intérpretes de seguridad, los llaman, o intérpretes-red, con lo que se los acaba denominando 'el red' o 'la red', muy feo) para ratificar o desautorizar mis palabras durante los encuentros personales de muy alto nivel habidos en nuestro país hace menos de dos años entre nuestros representantes y los del Remo Unido de la Gran Bretaña.