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– Los vampiros de Dallas lo han preparado todo -anunció Bill-. ¿Puedes salir mañana?

– ¿Y tú?

– Yo viajaré en mi ataúd, si crees que serás capaz de asegurar que me descarguen en el aeropuerto. Tendremos toda la noche para hacer lo que sea que quieran los vampiros de Dallas.

– ¿Así que quieres que te lleve al aeropuerto en coche fúnebre?

– No, cariño. Solo preocúpate de ti. Hay un servicio de transporte que se encarga de eso.

– ¿De transportar vampiros durante el día?

– Sí, y cuentan con licencia y garantía.

Pensé en ello durante un momento.

– ¿Quieres una botella? Sam tiene una en el calentador.

– Sí, por favor. Tomaré algo de Cero positivo.

Mi grupo sanguíneo. Qué dulce. Sonreí a Bill, no con mi sonrisa habitual sino con una sonrisa sincera, de corazón. Era tan afortunada de tenerlo… No importaban los problemas que teníamos. No era capaz de creer que hubiese besado a otro, y alejé la idea tan pronto como me asaltó.

Bill me devolvió la sonrisa, aunque tal vez no fuera lo más reconfortante, puesto que me recordó lo feliz que se sentía al verme.

– ¿Cuándo te puedes largar? -preguntó, inclinándose más.

– Treinta minutos -prometí tras consultar mi reloj.

– Te esperaré. -Se sentó en la mesa que Portia había dejado libre y le serví la sangre, tout de suite.

Kevin se desvió para hablar con él, y acabó sentado en la mesa. Estuve lo suficientemente cerca como para escuchar un par de fragmentos de la conversación; charlaban sobre los tipos de crímenes que acontecían en nuestra pequeña comunidad, el precio de la gasolina y quién saldría elegido en las próximas elecciones a sheriff. ¡Era tan anodino! Me sentí orgullosa. Cuando Bill me había acompañado al Merlotte por primera vez, la atmósfera era más tensa. Ahora, la gente iba y venía, hablaba con Bill o solo asentía, pero nadie hacía un mundo de su presencia. Los vampiros ya tenían que hacer frente a suficientes problemas de corte legal como para también estar sometidos a los de carácter social.

Cuando Bill me llevó a casa en coche, parecía estar excitado. No supe la razón hasta que caí en que le emocionaba su visita a Dallas.

– ¿Tienes un culo inquieto? -pregunté inquisitiva, y no muy complacida por su súbita ansia viajera.

– Llevo viajando años. Asentarme en Bon Temps estos meses ha sido algo maravilloso -dijo a la par que palmeaba el dorso de mi mano-, pero me gusta visitar a otros miembros de mi estirpe, y los vampiros de Shreveport ejercen demasiado poder sobre mí. No me puedo relajar cuando estoy con ellos.

– ¿Antes de salir a la palestra ya estabais tan organizados? -No solía hacerle preguntas acerca de la sociedad vampírica, ya que nunca estaba segura de cómo reaccionaría; pero la curiosidad me reconcomía por dentro.

– No de la misma forma -contestó evasivo. Sabía que era la mejor respuesta que le sacaría, pero suspiré decepcionada levemente. El Sr. Misterio. Los vampiros aún marcaban bien claros los límites. Ningún doctor los examinaría, ningún vampiro se uniría a las fuerzas armadas. A cambio de estas concesiones legales, los americanos habían exigido que los vampiros que ejercían como doctores y enfermeras (y había unos cuantos) colgaran sus estetoscopios, ya que los humanos se sentían muy suspicaces al respecto. Incluso entonces, hasta donde sabían los humanos, el vampirismo se consideraba una reacción alérgica extrema hacia un conjunto de diversas cosas, que incluían el ajo y la luz del Sol.

Aunque yo era humana (una muy extraña, sí), tenía más información. Me había sentido mucho mejor cuando daba por hecho que Bill sufría algún tipo de enfermedad inidentificable. Ahora sabía que las criaturas que habíamos relegado al reino del mito y la leyenda existían de verdad. La ménade, por ejemplo. ¿Quién hubiera creído que una antigua leyenda griega recorrería los bosques de la Luisiana septentrional?

Tal vez sí que vivieran hadas en el jardín, una frase de una canción que recordaba que mi abuela cantaba cuando tendía la ropa.

– ¿Sookie? -la voz de Bill tenía un deje de persistencia.

– ¿Qué?

– Estabas en las nubes.

– Sí, me preguntaba por el futuro -respondí vagamente-. Y por el vuelo. Tendrás que ponerme al tanto de todo y decirme cuándo he de ir al aeropuerto. ¿Cómo debería vestirme?

Bill comenzó a reflexionar sobre ello mientras detenía el coche enfrente de mi casa, y concluí que se lo había tomado en serio. Era una de sus virtudes.

– No obstante, antes de que hagas las maletas -dijo, con ojos oscuros teñidos de un aire solemne bajo el arco de sus cejas-, hay algo que tenemos que discutir.

– ¿Qué? -Estaba de pie en medio del dormitorio, mirando a la puerta cerrada del armario, cuando me llegaron sus palabras.

– Técnicas de relajación.

Me di la vuelta para encararlo, con las manos sobre las caderas.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– De esto.

Me agarró a la manera clásica, estilo Rhet Butler, aunque yo vestía pantalones holgados en lugar del salto de cama largo y rojo propio de una auténtica Scarlett O'Hara. Y no tuvo que subir ninguna escalera: la cama estaba mucho más cerca. La mayoría de las noches Bill solía tomarse las cosas muy despacio, tan despacio que yo pensaba que empezaría a gritar antes de ir al grano, por decirlo así. Pero esta noche, enardecido como consecuencia del viaje, por la excursión inminente, la velocidad de Bill se había incrementado. Alcanzamos el final del túnel a la vez, y mientras yacíamos juntos durante los suaves temblores que siguen al amor me pregunté qué pensarían los vampiros de Dallas de nuestra relación.

Solo había estado una vez en Dallas, en un viaje a Six Flags, y no había sido precisamente agradable. Entonces era tan torpe protegiendo mi mente de los pensamientos que brotaban del resto de la gente que no estaba preparada para el inesperado romance de mi mejor amiga, Marianne, y un compañero de clase, de nombre Dennos Engelbright. A esto se sumaba que nunca antes había estado fuera de casa.

Sería diferente, me dije. Iba allí a petición de los vampiros de Dallas, ¿no era glamoroso? Necesitaban mi habilidad especial. Debería esforzarme para no denominar a mi don «discapacidad». Había aprendido a controlar mi telepatía, o al menos tenía más precisión y habilidad. Tenía a mi hombre conmigo. Nadie me abandonaría.

Aun así, tengo que admitir que antes de irme a dormir derramé unas lágrimas por la miseria que había padecido a lo largo de mi vida.

Capítulo 4

Hacía tanto calor en Dallas como en el noveno Infierno, en especial allí de pie sobre el pavimento del aeropuerto. Los breves días otoñales habían vuelto atrás, trayendo consigo el verano una vez más. Corrientes de aire caliente transportaban todos los sonidos y olores del aeropuerto Dallas-Forth Worth (los ajustes de vehículos y aeroplanos, su gasolina y carga), que parecían acumularse a los pies de la rampa que conducían a la bodega donde estaba esperando. Había viajado en un vuelo ordinario, pero Bill había sido trasladado de manera especial.

Agitaba la chaqueta en un intento por mantener mis axilas secas, cuando el sacerdote católico se me acercó.

En un primer momento, su alzacuello me inspiró tanto respeto que no busqué ningún pretexto para alejarme, a pesar de que no quería hablar con nadie. Acababa de pasar por una nueva experiencia y aún tenía mucho camino que recorrer.

– ¿Le puedo ayudar en algo? Me ha sido imposible no reparar en su situación -dijo el hombrecillo. Vestía de un impecable negro sacerdotal e irradiaba simpatía. Tenía esa confianza de aquellos que acostumbran acercarse a los extraños y ser recibidos de forma educada. Lucía un peinado que en mi opinión era bastante poco habitual en un sacerdote: su cabello castaño era bastante largo, y estaba enredado. También llevaba mostacho. Pero casi no me fijé en eso.