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– ¿Mi situación? -repetí, sin prestar atención a mis propias palabras. Acababa de reparar en el ataúd de madera pulida que sobresalía por el borde de la bodega de carga. Bill era un tradicionalista; el metal podía ser más práctico para el viaje. Los operarios lo estaban deslizando sobre la rampa, por lo que imaginé que le habían adosado unas ruedas por debajo. Prometieron a Bill que lo conducirían hasta su destino sin un arañazo. Y los guardias armados detrás de mí suponían la garantía de que ningún fanático correría hacia el ataúd y lo abriría a la luz del sol. Era uno de los extras que las líneas aéreas Anubis habían incluido en la tarifa. De acuerdo con las instrucciones de Bill, sería el primero en salir del avión. Por ahora todo iba como la seda.

Miré hacia el cielo plomizo. Las luces que nos rodeaban no tardarían en iluminarse. La cabeza del chacal negro pintada en la cola del avión parecía más salvaje bajo la tenue iluminación, que creaba largas sombras donde no había nada. Consulté el reloj una vez más.

– Sí. Lo siento mucho.

Eché un vistazo a mi molesto compañero. ¿Había cogido el avión en Baton Rouge? No recordaba su cara, pero había estado muy nerviosa durante todo el vuelo.

– ¿Qué es lo que siente? -dije-. ¿Hay algún problema?

Me miró atónito.

– Bueno -respondió, señalando con la cabeza al ataúd, que comenzaba a descender en ese momento por la rampa-. Su pérdida. ¿Era un ser amado? -Se acercó un poco más.

– Claro -dije, en un punto intermedio entre la confusión y el enfado. ¿Qué hacía allí? No creo que la compañía pagara a un sacerdote para que consolara a todos los que viajaban con un ataúd. En especial si de este se ocupaba Anubis. ¿Por qué si no estaría allí?

Comencé a preocuparme.

Despacio, con mucha cautela, bajé mis defensas mentales e inicié el examen del hombre que estaba a mi lado. Lo sé, lo sé: estaba invadiendo su privacidad. Pero era responsable no solo de mi propia seguridad, sino también de la de Bill.

El sacerdote, que resultó ser un tremendo faro mental, pensaba sobre la proximidad de la noche como yo misma, aunque con mucho más miedo. Esperaba que sus amigos estuvieran donde debían.

Procuré no mostrar mi ansiedad y miré hacia arriba de nuevo. En el cielo crepuscular solo brillaba una debilísima traza de luz.

– ¿Tal vez su marido? -curvó los dedos en torno a mi brazo.

A cada minuto que pasaba, aquel tipo me parecía más espeluznante. Lo miré de nuevo. Sus ojos estaban fijos en los encargados del equipaje que hacían su labor en el extremo del avión. Vestían con jersey negro y plata, y exhibían el logotipo de Anubis en la parte izquierda del pecho. Entonces su mirada se posó en los empleados de la compañía que estaban en el suelo, preparándose para transportar el ataúd hasta el vehículo de carga convenientemente acolchado. El sacerdote quería…, ¿qué quería el sacerdote? Miraba a todos los hombres, preocupado. No quería que estuvieran allí. Para que él…, ¿qué?

– Nah, es mi novio -comenté, solo para no alertarlo. Mi abuela me había criado para ser una mujer educada, pero no para ser estúpida. De manera subrepticia, abrí la mochila con una mano y saqué el spray de pimienta que Bill me había dado para emergencias. Mantuve el pequeño cilindro al lado del muslo. Ya me estaba separando del falso sacerdote y sus intenciones oscuras a la vez que él apretaba su mano contra mi brazo, cuando la tapa del ataúd se abrió.

Los dos portaequipajes del avión lo habían dejado caer al suelo. Ambos se inclinaron hasta casi tocar el suelo. El que había llevado el ataúd hasta el vehículo gritó «¡mierda!» antes de inclinarse también (supuse que era nuevo). Esta conducta tan obsequiosa también formaba parte del extra de la compañía, pero aquello era demasiado.

– ¡Ayúdame, Jesús! -gritó el sacerdote. Pero en lugar de arrodillarse saltó a mi lado, me agarró por el brazo que sostenía el spray y comenzó a tirar con fuerza de mí.

Al principio pensé que trataba de apartarme del peligro que representaba el ataúd abierto, de ponerme a salvo. E imaginé que eso mismo debieron de pensar los empleados de la compañía, que estaban bastante ocupados con su papel de asistentes solícitos. El resultado fue que no me ayudaron, incluso cuando pedí que me soltara a gritos con toda la fuerza que pude. El «sacerdote» no dejó de tirar de mí y se esforzó por salir de allí a toda prisa, aunque yo seguía clavada en el mismo sitio, con mis tacones de cinco centímetros y haciendo fuerza en sentido opuesto. Lo golpeé con mi mano libre. No iba a dejar que cualquiera me llevara a un lugar a donde no quería ir, no sin al menos presentar una buena lucha.

– ¡Bill! -Tenía mucho miedo. El sacerdote no era muy corpulento, pero sí más alto y fuerte que yo, y casi ponía mi mismo empeño. Aunque daba todo de mí para que no le fuera fácil, poco a poco me arrastraba hacia una puerta del personal que daba a la terminal. De la nada había salido una brisa, una brisa caliente, por lo que si utilizaba el spray podía acabar rociándome la cara con el componente químico.

El hombre que había dentro del ataúd se sentó despacio, y sus grandes ojos negros estudiaron la escena que se desarrollaba ante ellos. De reojo lo vi pasarse la mano por el sedoso cabello moreno.

La puerta de personal se abrió y estaba casi segura de que allí había alguien. Los refuerzos del cura.

– ¡Bill!

Hubo un sonido parecido al que haría una corriente de aire a mí alrededor, y de repente el sacerdote me dejó ir y se escabulló por la puerta como un conejo perseguido por perros. Me quedé pasmada, y a punto estuve de caer al suelo de no ser por Bill, que me atrapó con dulzura.

– Hey, cariño -dije, aliviada. Tiré de la chaqueta de mi nuevo traje gris y me sentí satisfecha por haberme puesto más lápiz de labios cuando el avión aterrizó. Miré en dirección hacia el lugar por donde el sacerdote había huido.

– Eso fue muy extraño. -Devolví el spray al bolso.

– Sookie -dijo Bill-, ¿te encuentras bien? -Se inclinó para darme un beso, ignorando los susurros de sorpresa de los empleados del aeropuerto que trabajaban en un avión próximo a la puerta correspondiente a Anubis. Aunque el mundo entero se había enterado hacía dos años de que los vampiros no pertenecían al reino de las leyendas y las películas de terror, sino que llevaban con nosotros desde hace más de cien años, aún había un montón de gente que seguía sin haber visto a uno en persona.

Bill los ignoró. Se le da bien ignorar cosas que no cree que merezcan su atención.

– Sí, estoy bien -contesté, un tanto confusa-. No sé por qué quería cogerme.

– ¿Malinterpretó nuestra relación?

– No creo. En mi opinión te estaba esperando a ti, y quería apartarme antes de que despertaras.

– Ya pensaremos en todo esto -dijo Bill, el maestro de la subestimación-. Aparte de este extraño incidente, ¿algo más que contar?

– El vuelo bien -aseguré, esforzándome por no hacer pucheros.

– ¿No ha sucedido nada fuera de lo común? -Bill sonó un tanto seco a pesar de que se debía imaginar cómo me sentía.

– No sé qué se considera normal en los viajes de avión, ya que nunca he volado antes -dije con aspereza-, pero hasta que llegó el sacerdote diría que las cosas iban de fábula. -Bill alzó una ceja con aire de superioridad, por lo que yo seguí-. No creo que el hombre ese fuera un cura auténtico. ¿Por qué le interesaba este avión? ¿Venía a hablar conmigo? Estuvo esperando hasta que todo el mundo que estaba trabajando cerca del avión mirara en otra dirección.

– Lo discutiremos en un lugar más privado -dijo mi vampiro, mirando de soslayo a los hombres y mujeres que habían comenzado a congregarse alrededor del avión para ver lo que pasaba. Se acercó a los empleados uniformados de Anubis, y en voz baja los reprendió por no haber ido en mi ayuda. Al menos deduje que yo era el objeto de su conversación, a juzgar por sus rostros pálidos y sus balbuceos. Bill deslizó el brazo en torno a mi cintura y nos dirigimos hacia la terminal.