Uno que causaría un considerable quebradero de cabeza al policía.
Uno que estaba muerto.
Yo no debería haber estado allí. Había hecho el último turno la noche anterior y esa me tocaba de nuevo. Pero Bill me había pedido que lo cambiara con uno de mis compañeros, ya que necesitaba que fuera con él a Shreveport, y Sam no había puesto objeción alguna. Le pregunté a mi amiga Arlene si le importaría hacer mi turno. Era su día libre, pero siempre había envidiado las propinas que se conseguían por la noche, así que no tuvo ningún problema en entrar a trabajar a las cinco de esa misma tarde.
Lo lógico hubiera sido que Andy recogiera su coche esa mañana, pero estaba demasiado resacoso como para convencer a Portia de que lo acercara al Merlotte; el cual, por otra parte, quedaba bastante apartado del trayecto a la comisaría. Ella le aseguró que iría a buscarlo al mediodía cuando saliese de trabajar, y que comerían en el bar. Después recuperaría su coche.
Así que el Buick, con su pasajero silencioso, aguardó a ser descubierto más de lo normal.
Yo había dormido seis horas la noche anterior, y me sentía genial. Tener por novio a un vampiro puede resultar algo complicado para tu ritmo de vida si eres una persona diurna, como yo. Ayudé a cerrar el bar y me fui a casa con Bill sobre la una en punto. Tomamos un baño juntos y luego hicimos otras cosas; pero poco después de que dieran las dos ya estaba en la cama, y no me levanté hasta las nueve. Bill llevaba ya un buen rato en el ataúd para entonces.
Bebí un montón de agua y zumo de naranja, aderezado con un complemento multivitamínico y otro de hierro para desayunar. Estos suplementos se habían convertido en una parte importante de mi régimen desde que Bill había aparecido en mi vida y había traído con él (junto al amor, la aventura y la excitación) la constante amenaza de la anemia. En los últimos días el clima se había ido haciendo más frío, gracias a Dios, así que me senté en el porche de la entrada de la casa de Bill, vestida con una chaqueta y los pantalones negros que llevaba al trabajo en el Merlotte cuando hacía demasiado frío como para ir en pantalones cortos. Mi camiseta de color blanco tenía bordado «Bar Merlotte» a la altura del pecho izquierdo.
Mientras leía por encima el periódico de la mañana, parte de mi mente le daba vueltas al hecho de que la hierba no crecía tan rápido como debería para aquella época del año. Algunas de las hojas parecían estar a punto de caer. El estadio de fútbol americano del instituto tendría un aspecto aceptable ese próximo viernes.
El verano se estanca en Luisiana, incluso en el norte, y parece no querer irse nunca. El otoño comienza su andadura muy solapadamente, como si en cualquier momento fuera a cambiar de idea y volver al sofocante calor de junio. Pero ya estaba sobre aviso, y pude reconocer leves trazas del inminente otoño. Tanto el otoño como el invierno implicaban noches más largas, más tiempo con Bill y más horas de sueño.
Así que estaba de buen humor cuando fui al trabajo. Vi el Buick aparcado delante del bar y recordé la sorprendente borrachera de Andy la noche anterior. Tengo que confesar que sonreí cuando pensé en cómo se sentiría esa mañana. Según daba la vuelta para dejar mi coche junto al del resto de los empleados, advertí que una de las puertas traseras del coche de Andy estaba algo abierta. A buen seguro eso haría permanecer encendida la luz interior y, de esta forma, la batería terminaría por descargarse. Entonces él se enfadaría y entraría en el bar para llamar a una grúa o pedir a alguien que lo remolcara. Puse mi coche en punto muerto y salí presurosa, dejando el contacto encendido. Lo que terminaría siendo un error optimista.
Empujé la puerta, pero apenas se movió unos centímetros. Hice presión con mi cuerpo, pensando que así cedería y podría terminar de aparcar. De nuevo, la puerta se negó a cerrarse. Impaciente, tiré con fuerza para abrirla por completo y ver qué era lo que había allí. Una vaharada de algo insano se esparció por el aparcamiento, un olor a muerte. Una desazón se aferró a mi garganta, pues el olor no me era desconocido. Entorné los ojos y escudriñé el asiento con la mano en la boca, aunque eso apenas sirviera de nada para intentar suavizar el olor.
– Oh, Dios mío -susurré-. Oh, mierda.
Lafayette, uno de los cocineros del Merlotte, yacía tirado en el asiento. Estaba desnudo. Era el pie moreno de Lafayette, con las uñas pintadas de un rojo intenso, lo que había impedido que cerrase la puerta. Y era el cadáver de Lafayette lo que olía como mil demonios.
Retrocedí de inmediato. Subí a mi coche y me dirigí a la parte trasera del bar, para a continuación tocar una y otra vez el claxon. Sam apareció corriendo por la puerta de empleados, con el mandil ya anudado a la cintura. Apagué el motor y salí tan rápido que casi ni me di cuenta de que lo había hecho. Luego me pegué a Sam como a un imán.
– ¿Qué es lo que pasa? -sonó la voz de Sam en mi oído. Me incliné para mirarlo, aunque no demasiado, ya que Sam era un hombre pequeño. Su cabello rojizo dorado brillaba al sol de la mañana. Sus ojos azules como el cielo me miraban con aprensión.
– Es Lafayette -dije, y comencé a llorar. Se trataba de una conducta estúpida y ridícula, y no servía de ayuda en absoluto, pero no pude evitarlo-. Está muerto…, ahí, en el coche de Andy Bellefleur.
Los brazos de Sam se apretaron contra mi espalda y me hicieron recuperar la calma.
– Sookie, siento que lo hayas visto -me dijo-. Llamaremos a la policía. Pobre Lafayette.
Ser un cocinero del Merlotte no requería de una extraordinaria habilidad culinaria, pues Sam solo ofrecía unos cuantos sándwiches y patatas fritas, así que la rotación del personal era algo bastante frecuente. Pero Lafayette, para mi sorpresa, se había quedado más de lo habitual. El tipo era un gay sin tapujos, una locaza, siempre con su maquillaje y con sus uñas pintadas. La gente del norte de Luisiana es menos tolerante que en Nueva Orleans, y supongo que Lafayette, un hombre de color, no lo pasaría precisamente bien. No obstante, o quizá gracias a ello, era encantador, entretenido, avispado y además nadie podía negar que cocinara bien. Aliñaba las hamburguesas con una salsa especial, así que la «hamburguesa Lafayette» era uno de los platos más solicitados.
– ¿Tenía familia en la ciudad? -le pregunté a Sam. Nos separamos tímidamente y nos dirigimos hacia el interior del edificio, hacia la oficina de Sam.
– Tenía un primo -respondió Sam, mientras sus dedos pulsaban 911-. Por favor acudan al Merlotte, en la calle Hummingbird -dijo-. Hay un hombre muerto en un coche. Sí, en el aparcamiento, enfrente del local. Oh, y quizá quieran avisar a Andy Bellefleur. Es su coche.
Pude escuchar el graznido proferido al otro lado de la línea desde donde yo estaba.
Danielle Gray y Holly Cleary, las dos camareras del turno de mañana, entraron por la puerta de atrás entre carcajadas. Ambas estaban ya divorciadas a sus veintitantos años. Danielle y Holly eran amigas desde hacía mucho y parecían ser felices con su trabajo, fuese cual fuese, siempre y cuando estuviesen juntas. Holly tenía un hijo de cinco años que estaba en la guardería, y Danielle una niña de siete años y un niño pequeño que aún no iba al colegio, y que se quedaba con su madre cuando Danielle trabajaba en el Merlotte. Nunca se me había pasado por la cabeza entablar una amistad más íntima con ninguna de ellas (al fin y al cabo rondaban mi edad) debido a que parecía bastarles el tenerse la una a la otra.
– ¿Cuál es el problema? -inquirió Danielle cuando me vio la cara. Su rostro, afilado y pecoso, adquirió un cariz preocupado.
– ¿Por qué el coche de Andy está ahí afuera? -quiso saber Holly. Recordé que había estado saliendo con Andy Bellefleur una temporada. Su pelo, rubio y corto, enmarcaba su cara como si de pétalos de margarita se tratase. Además, tenía la piel más bonita que jamás había visto-. ¿Ha pasado la noche dentro?