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– No -respondí-, pero hay alguien que sí lo ha hecho.

– ¿Quién?

– Lafayette.

– ¿Andy dejó que un negro durmiera en su coche? -esta vez habló Holly, que no se andaba con tapujos.

– ¿Qué le ha ocurrido? -Ahora era el turno de Danielle, la más inteligente del dúo.

– No lo sabemos -aclaró Sam-. La policía está de camino.

– Quieres decir… -dijo Danielle, despacio y con cuidado-, que está muerto.

– Sí -repliqué-. Es justo lo que queremos decir.

– Bien, abrimos en una hora. -Las manos de Holly se acomodaron sobre sus caderas-. ¿Qué vamos a hacer? Si la policía nos deja abrir, ¿quién cocinará? La gente que entre querrá tomar algo.

– En ese caso, será mejor que nos preparemos -respondió Sam-. Aunque mucho me temo que no abriremos hasta esta tarde. -Se fue a su oficina para comenzar a llamar a cocineros sustitutos.

Resultaba extraño seguir con la rutina de apertura, como si Lafayette fuera a entrar en cualquier momento con una historia sobre la última fiesta a la que había asistido, tal y como había hecho pocos días atrás. Comenzaban a escucharse ya las sirenas acercarse por la carretera condal que conducía hasta el Merlotte. Los coches se detuvieron haciendo crujir la grava del aparcamiento de Sam bajo sus neumáticos. No habíamos terminado de colocar las sillas y las mesas, y de enrollar la cubertería en las servilletas, cuando la policía hizo acto de presencia.

El Merlotte está fuera de los límites de la ciudad, así que entraba en la jurisdicción del sheriff del distrito, Bud Dearborn. Bud Dearborn, que había sido un buen amigo de mi padre, ya tenía sus años. Su cara parecía fruto de una amalgama de carne (como si de un pekinés humano se tratase) y estaba adornada con unos ojos opacos de color marrón. Cuando se acercó a la puerta principal, me di cuenta de que Bud calzaba unas botas enormes y su gorra de los Saints. Lo más probable es que recibiera la llamada mientras estaba trabajando en su granja. A Bud lo acompañaba Alcee Beck, el único detective afroamericano del equipo. Alcee era tan negro que su camisa blanca brillaba a causa del fiero contraste. Su corbata lucía un nudo preciso, y su traje era correcto hasta la perfección. Sus zapatos habían sido cepillados a conciencia y brillaban.

Bud y Alcee. Entre ambos se habían hecho con el distrito…, o al menos, con algunos de los elementos más importantes que lo hacían funcional. Mike Spencer, director de la funeraria local y juez de instrucción, poseía una gran influencia en los asuntos locales, y además era buen amigo de Bud. Apostaría cualquier cosa a que Mike ya estaba en el aparcamiento, dictaminando la desgraciada muerte de Lafayette.

– ¿Quién encontró el cuerpo? -preguntó Bud.

– Yo. -Bud y Alcee cambiaron entonces el rumbo levemente y se dirigieron hacia mí.

– Sam, ¿podemos usar tu oficina? -inquirió Bud. Pero sin esperar la respuesta de Sam, me hizo un gesto con la cabeza para indicarme que entrara.

– Claro, adelante -espetó mi jefe-. Sookie, ¿estás bien?

– Sí, Sam. -No estaba segura de que aquello fuera cierto, pero no había nada que pudiera hacer a menos que quisiera meterse en líos, y no merecía la pena. Aunque Bud me invitó a sentarme, negué con la cabeza mientras Alcee y él se acomodaban en las sillas de la oficina. Por supuesto, Bud se instaló en la gran silla de Sam, mientras que Alcee hizo lo propio con la segunda mejor silla, la única a la que le quedaba algo de relleno.

– Dinos cuándo fue la última vez que viste a Lafayette con vida -apuntó Bud.

Pensé durante un momento.

– No trabajó la última noche -respondí-. Le tocaba a Anthony. Anthony Bolivar.

– ¿Quién es ese? -la amplia frente de Alcee se arrugó-. No me suena el nombre.

– Es un amigo de Bill. Necesitaba un trabajo. Y tenía experiencia. -Había trabajado en un restaurante durante la Gran Depresión.

– ¿¡Quieres decir que el cocinero del Merlotte es un vampiro!?

– ¿Y? -reproché. Sentí que la boca se me quedaba seca y las cejas se me endurecían; mi rostro adquirió un matiz áspero. Trataba de no leer sus mentes y así alejarme de todo aquello, pero no resultaba fácil. Bud Dearborn parecía indiferente, pero Alcee proyectaba sus pensamientos de la misma forma que un faro emite su señal. En ese mismo momento irradiaba descontento y miedo.

En los meses antes de conocer a Bill y darme cuenta de que atesoraba la misma tara que yo -mi don, como solía llamarlo él-, hice todo lo posible para convencerme, tanto a mí misma como a los demás, de que no podía «leer» mentes. Pero, puesto que Bill me había ayudado a escapar de la pequeña prisión que yo misma me había construido, había estado practicando y experimentando con su apoyo. Gracias a él puse palabras a lo que había estado sintiendo durante tanto tiempo. Algunas personas emitían un mensaje claro y diáfano, como Alcee. Pero la mayor parte de la gente era más discreta, al estilo de Bud Dearborn. Por lo que había logrado descubrir hasta el momento, dependía en gran medida de lo fuertes que palpitaran sus emociones, de lo fríos que fuesen los sujetos e incluso del propio clima. Algunos eran tan turbios que no resultaba fácil saber lo que pensaban. Apenas era capaz de obtener una ligera impresión de sus emociones, pero nada más.

Tenía que admitir que si tocaba a la gente mientras trataba de leer sus pensamientos, me resultaba mucho más sencillo…, como si me conectara con ellos a través de un cable, mientras que antes solo me sirviera de una antena. Y tampoco tardé mucho en darme cuenta de que si «enviaba» a alguien imágenes relajantes, era capaz de abrirme paso por su mente con toda facilidad.

En ese momento, lo que menos me apetecía era bucear en la mente de Alcee Beck. Pero de manera involuntaria percibí la supersticiosa reacción de Alcee al saber que un vampiro trabajaba en el Merlotte, su repulsión al descubrir que yo era esa mujer que salía con un vampiro de la que había oído hablar, y su profunda convicción de que Lafayette había caído en desgracia entre la comunidad negra a causa de su homosexualidad. Alcee se figuraba que alguien lo había puesto allí, que otro había abandonado el cadáver de un hombre negro y gay en el coche de Andy. Se preguntaba si Lafayette tenía sida, y si cabía la posibilidad de que el virus se hubiera filtrado al asiento del coche de Andy y sobreviviera allí. Tenía claro que, de ser su coche, lo vendería.

Si hubiera tocado a Alcee, habría sabido hasta su número de teléfono y la talla de sujetador de su mujer.

Bud Dearborn me miraba divertido.

– ¿Has dicho algo? -pregunté.

– Sí, me preguntaba si viste a Lafayette por la tarde, aquí. ¿Entró a tomar una copa?

– Nunca lo he visto beber aquí. -Era cierto, jamás lo había visto tomando una copa. Por primera vez me di cuenta de que, aunque la clientela a la hora del almuerzo era mixta, la parroquia nocturna era casi exclusivamente blanca.

– ¿Dónde pasaba su tiempo libre?

– Ni idea. -En todas sus historias, Lafayette cambiaba el nombre de los afectados para así proteger al inocente. Bueno, en realidad, a los culpables.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

– Muerto, en el coche.

Bud agitó la cabeza, exasperado.

– Vivo, Sookie.

– Hmmm. Creo que fue… hace tres días. Aún estaba aquí cuando entré en mi turno, y nos saludamos. Oh, también me habló de una fiesta en la que había estado. -Me esforcé en recordar sus palabras exactas-. Mencionó que fue en una casa donde había toda clase de entretenimientos sexuales.

Los dos hombres se quedaron con la boca abierta.

»¡Bueno, eso fue lo que dijo! No sé cuánto de verdad había en sus palabras. -Casi podía ver la cara de Lafayette mientras me lo contaba, el modo recatado en que colocaba el dedo sobre los labios para indicar que no iba a decirme nombre o lugar alguno.