– Portia no es tan dura como la gente piensa -me aseguró-. Tú, por otra parte, eres un bombón por fuera, y un pit bull por dentro.
– No sé si tomarlo como un cumplido o pegarte un puñetazo en la nariz.
– Ahí lo tienes. ¿Cuántas mujeres, u hombres, da igual, le dirían eso a un tío tarado como yo? -y Terry sonrió como lo haría un fantasma. Hasta ese momento no supe que él fuera tan consciente de su reputación.
Me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla desfigurada y para demostrarle que no me daba miedo. Cuando recuperé mi postura, me di cuenta de que eso no era del todo verdad. En ciertas circunstancias no solo sería cauta con él, sino que también le tendría mucho miedo.
Terry se ató los cordeles de uno de los mandiles blancos de cocinero y comenzó a preparar la cocina. Los demás volvimos a nuestras tareas rutinarias. No iba a tener mucho tiempo para atender las mesas, ya que a las seis me marchaba hacia Shreveport con Bill. Odiaba que Sam me pagara por el tiempo perdido durante todo el día en el Merlotte, pero el arreglo del almacén y la limpieza de su oficina servirían como compensación.
En cuanto la policía retiró el precinto del aparcamiento la gente comenzó a llegar en masa, tanto como puede ser normal en un lugar como Bon Temps. Andy y Portia estaban entre los primeros, y vi a Terry mirar a través de la ventana a sus primos. Lo saludaron con un ademán, y él les devolvió el gesto alzando una paleta. Me pregunté por la cercanía de su parentesco. Estaba segura de que no eran primos hermanos. Por supuesto, aquí puedes llamar a alguien tío o primo sin tener ningún tipo de lazo de sangre con el susodicho. Después de que mis padres murieran en una inundación relámpago que se llevó su coche y el puente por el que transitaban, la mejor amiga de mi madre venía a visitarme a la casa del abuelo cada una o dos semanas con un pequeño regalo; y la llamaré tía Patty el resto de mi vida.
Atendí a los clientes cuanto me fue posible y serví hamburguesas, ensaladas y tiras de pechuga de pollo -y cerveza- hasta que me sentí mareada. Cuando miré al reloj ya era la hora de irme. En el baño de mujeres encontré a mi sustituta, mi amiga Arlene. Su pelo rojizo (dos tonos más rojizo este mes) estaba dispuesto en un elaborado racimo de trenzas que caían por detrás de la cabeza, y sus apretados pantalones dejaban bien claro al resto del mundo que había perdido unos kilos. Arlene se había casado cuatro veces, y no dejaba de buscar la oportunidad para una quinta.
Hablamos sobre el asesinato un par de minutos y le informé del estado de mis mesas, antes de agarrar mi bolso de la oficina de Sam y salir disparada por la puerta de atrás. No estaba muy oscuro para cuando llegué a casa, enterrada en los bosques un cuarto de milla y a la que se accede por una carretera poco transitada. Es una casa antigua; ciertas partes datan de hace ciento cuarenta años, pero ha sido modificada y alterada tantas veces que ya no la consideramos colonial. De todas formas, es solo una vieja granja. Mi abuela, Adele Hale Stackhouse, me la dejó en herencia y la conservo como oro en paño. Bill me había comentado la posibilidad de marcharnos a su casa, que se asienta en una colina justo al otro lado del cementerio que hay en medio de ambas propiedades, pero era reacia a abandonar mi madriguera.
Me deshice de mis ropas de camarera y abrí el armario. Si íbamos a Shreveport para tratar asuntos de vampiros, Bill querría que me arreglara un poco. No entendía muy bien las razones, ya que no le gustaba que llamara demasiado la atención, pero siempre quería que luciera bien elegante cuando íbamos al Fangtasia, un bar regentado por un vampiro y cuyos principales clientes eran turistas. Hombres.
Como no me decidía, salté a la ducha. Pensar en el Fangtasia siempre me ponía tensa. Los vampiros a quienes pertenecía el local eran parte de la estructura de poder vampírica, y una vez que descubrieron mi talento me convertí en una valiosa adquisición para ellos. Solo la entrada de Bill en el sistema de gobierno vampírico me mantenía a salvo; es decir, vivir donde yo quería vivir, trabajar donde deseaba. Pero a cambio de esa seguridad, estaba obligada a aparecer cuando se me requería y a usar mi telepatía para ellos. Medidas más suaves que las que utilizaban antes (tortura e intimidación) eran lo que necesitaban los vampiros que decidían incorporarse a la sociedad. El agua caliente me hizo sentir mejor, y me relajé al sentirla acariciarme la espalda.
– ¿Me dejas unirme a la fiesta?
– ¡Mierda, Bill! -El corazón estuvo a punto de salírseme del pecho. Me apoyé contra la pared de la ducha.
– Lo siento, cariño. ¿No oíste abrirse la puerta?
– No, joder. ¿Por qué no dices algo como «cariño, estoy en casa», o algo así?
– Lo siento -repitió, pero no sonó muy sincero-. ¿Necesitas que te frote la espalda?
– No, gracias -siseé-. No estoy de humor.
Cuando salí del baño, con la toalla enrollada alrededor del torso, él estaba tirado en la cama. Había colocado los zapatos en la alfombrilla, a los pies de la mesita de noche. Vestía una camisa azul oscuro de manga larga y pantalones caqui, calcetines a juego con la camisa y mocasines relucientes. Su largo cabello castaño estaba cepillado hacia atrás y sus grandes patillas le conferían un aspecto retro.
Y lo eran, pero mucho más de lo que la mayoría de la gente pensaba.
Sus cejas eran muy picudas, y el puente de la nariz considerable. La boca era la típica que contemplas en las estatuas griegas, al menos las que ves en fotos. Murió pocos años después de la Guerra Civil (o la Guerra de la agresión del Norte, como la llamaba mi abuela).
– ¿Cuáles son los planes para hoy? -pregunté-. ¿Negocios o placer?
– Estar contigo siempre es un placer -respondió Bill.
– ¿Por qué vamos a Shreveport? -exigí saber, ya que conozco una evasiva en cuanto la escucho.
– Nos llamaron.
– ¿Quién?
– Eric, ¿quién sino?
Ahora que Bill había aceptado un puesto como investigador del Área 5, tenía que obedecer a Eric…, aunque también estaba bajo su protección. Lo que significaba, como Bill me había explicado, que cualquiera que lo atacara a él tendría que vérselas con Eric, y que las posesiones de Bill eran sagradas para Eric. Lo que me incluía a mí. No me apasionaba la idea de encontrarme entre las posesiones de Bill, pero era mejor que cualquiera de las otras alternativas.
Fruncí el ceño ante el espejo.
– Sookie, hiciste un pacto con Eric.
– Ya -admití-, es cierto.
– Así que debes cumplirlo.
– Es lo que pensaba hacer.
– Ponte los vaqueros apretados, esos que te quedan tan bien -sugirió Bill.
No eran vaqueros, sino algo parecido. A Bill le encantaba verme con esos pantalones de cintura tan baja. En más de una ocasión me pregunté si Bill tenía algún tipo de fantasía sexual con Britney Spears. Ya que sabía de sobra que los pantalones me sentaban de muerte, me los puse, junto con una camisa de manga corta, azul oscura y blanca, que se abotonaba por delante y que se quedaba a solo cinco centímetros del sujetador. Solo para exhibir una cierta independencia (después de todo, sería mejor que recordara que no le pertenecía a nadie más que a mí misma). Me hice una cola de caballo que sujeté con una goma azul. Después me maquillé un poco. Bill miró a su reloj un par de veces, pero me tomé mi tiempo. Si estaba tan dispuesto a impresionar a sus amigos vampiros, seguro que podía esperar unos minutos por mí.
Cuando ya estábamos en el coche, en dirección al oeste, hacia Shreveport, Bill dijo:
– Hoy he empezado un nuevo negocio.
Para ser francos, yo siempre me había preguntado de dónde salía el dinero de Bill. No parecía rico, pero tampoco pobre. Por otro lado, nunca trabajaba; a menos que lo hiciera en las noches en las que no estábamos juntos.