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Era consciente de que a ningún vampiro digno del nombre le costaría mucho hacerse con una buena suma de dinero; si puedes controlar las mentes de los humanos hasta cierto punto, no es demasiado complicado persuadirlos de que te ayuden con algo de efectivo, chivatazos empresariales u oportunidades de inversión. Y hasta que los vampiros se ganasen el derecho legal a existir, no tenían que pagar impuestos. Incluso el gobierno de los EE UU tenía que admitir la imposibilidad de gravar a los muertos. Pero si les otorgaban derechos, y por tanto el voto, entonces sí que no tardarían en exigirles el pago de tributos.

Cuando los japoneses perfeccionaron la sangre sintética que permitía a los vampiros «vivir» sin la necesidad de beber sangre humana, estos salieron del ataúd. «Si no dependemos de la humanidad para existir», solían decir, «entonces no somos una amenaza».

Pero sabía que Bill se lo pasaba de muerte cuando bebía de mí. Sí, seguía su dieta de Flujo Vital (la marca más popular de sangre sintética), pero morderme el cuello era algo muchísimo mejor, indescriptible. Podía beberse un vaso de A positivo en un bar lleno de gente, pero cuando se trataba de tomar un poco de Sookie Stackhouse, era mejor hacerlo en privado, y el efecto también resultaba diferente. No había nada de erótico para Bill en dar un sorbo a un vaso de Flujo Vital.

– ¿Y cuál es ese negocio? -pregunté.

– He comprado la pequeña galería de la autopista, donde está LaLaurie.

– ¿De quién era?

– Los Bellefleur eran los dueños originales. Dejaron que Sid Matt Lancaster les hiciera los arreglos pertinentes.

Sid Matt Lancaster había sido el abogado de mi hermano hacía tiempo. Era perro viejo, y más contundente que Portia.

– Eso es bueno para los Bellefleur. Llevan tratando de venderla un par de años. Necesitaban la pasta, y rápido. ¿Compraste el terreno y la galería? ¿Cómo de grande es la parcela?

– Solo media hectárea, pero está en una buena posición -respondió Bill, con una voz de negociante que jamás había escuchado en él.

– Además de LaLaurie, también hay una peluquería y el Tara's Togs, ¿no?

Aparte del club de campo, LaLaurie era el único restaurante con pretensiones en la zona de Bon Temps. Era donde llevabas a tu mujer en el vigésimo quinto aniversario, o a tu jefe cuando querías un ascenso, o a una cita a la que desearas impresionar. Pero no hacía mucho dinero, por lo que había oído.

No tengo ni idea de cómo dirigir un negocio ni de este tipo de asuntos, ya que he estado bordeando la pobreza durante toda mi vida. Si mis padres no hubieran tenido la buena suerte de encontrar algo de petróleo en su tierra y ahorrar parte antes de que se agotara, Jason, la abuela y yo lo hubiéramos pasado muy mal. Al menos en dos ocasiones estuvimos a punto de tener que vender la casa de mis padres para hacer frente a los impuestos y a los gastos de conservación de la casa de la abuela, mientras ella nos criaba a los dos.

– ¿Y cómo va eso? ¿Tú eres el dueño del local donde están los tres negocios y ellos te pagan a ti un alquiler?

Bill asintió.

– Así que, a partir de ahora, si necesitas arreglarte el pelo ve a Broche & Rizo.

Solo había ido al peluquero una vez en mi vida. En caso de necesitarlo, hacía un alto en la caravana de Arlene y ella se ocupaba de todo.

– ¿Crees que necesito arreglarme el pelo? -pregunté vacilante.

– No, así está precioso -replicó Bill-. Pero si quieres ir, tienen, eh, manicuros, y productos para el cuidado del cabello. -Pronunció «productos para el cuidado del cabello» como si fueran palabras de un idioma extranjero. Reprimí una sonrisa-. Y pide lo que quieras en LaLaurie, sin pagarlo.

Me giré en el asiento para mirarlo bien.

»Y le he dicho a Tara que ponga en mi cuenta toda la ropa que elijas.

Aquello me hirió el amor propio. Bill, por desgracia, no se dio cuenta.

– Así que, en otras palabras -dije, orgullosa de la frialdad de mis palabras-, han recibido órdenes de contentar a la furcia del jefe.

Bill pareció darse cuenta de que acababa de cometer un error.

– Vamos, Sookie… -comenzó, pero yo no iba a pasarlo por alto. Mi orgullo había recibido una herida mortal. No suelo dejar llevarme por mi temperamento, pero cuando lo hago, no me echo para atrás con facilidad.

– ¿Por qué no me envías flores, como hacen los demás novios? O dulces. Me gustan los dulces. Cómprame una tarjeta de Hallmark. O un cachorro. ¡O una bufanda!

– Solo quería ofrecerte algo -dijo con cuidado.

– Me has hecho sentir como una mujer objeto. Y esa es la impresión que se han llevado los dueños de esos negocios.

Juraría, en la medida de lo posible dada la tenue luz del coche, que Bill parecía estar tratando de averiguar la diferencia.

Acabábamos de pasar por el desvío al lago Mimosa, y ya veía los densos bosques al lado del lago bajo las luces de su coche.

Para mi total sorpresa, el coche lanzó un resoplido y se detuvo, muerto. Era una señal.

Bill hubiera cerrado las puertas de haber sabido lo que yo iba a hacer, ya que me miró asustado cuando salí del coche y me dirigí hacia los bosques por el camino.

– ¡Sookie, vuelve aquí ahora mismo! -Bill había perdido los papeles. La verdad es que había tardado bastante.

Le enseñé el dedo corazón mientras me internaba entre los árboles.

Sabía que si Bill me quería en el coche, acabaría en el coche. Era veinte veces más fuerte y rápido que yo. Después de pasar unos cuantos segundos en la oscuridad, casi deseé que me atrapara. Pero entonces mi orgullo volvió a escocer, y supe que había hecho lo correcto. Bill parecía estar un poco confundido acerca de la naturaleza de nuestra relación, y yo quería que le entrara en la cabeza. Que moviera el culo hasta Shreveport y explicara mi ausencia a su superior, Eric. Eso le enseñaría.

– Sookie -me llamó desde el camino-, me marcho en busca de la primera estación de servicio para encontrar un mecánico.

– Buena suerte -mascullé. ¿Una estación de servicio con un mecánico disponible en todo momento, abierta por la noche? Bill pensaba como alguien salido de los años 50, o de otra era diferente.

– Te estás comportando como una niña, Sookie -me dijo Bill-. Podría obligarte a que regresaras, pero no voy a perder el tiempo. Cuando te calmes, vuelve al coche y ciérralo. Salgo ya. -Bill también tenía su orgullo.

Con una mezcla de alivio y preocupación escuché el sonido de unas leves pisadas por el camino, lo que quería decir que Bill estaba haciendo uso de su velocidad vampírica. Se había ido de verdad.

Lo más seguro es que pensara que era él quien me estaba dando una lección a mí. Estaría de vuelta en veinte minutos.

Seguro. Todo lo que tenía que hacer era no alejarme demasiado por el bosque para no caer en el lago.

Estaba muy oscuro. Aunque no había luna llena, era una noche clara y las sombras que arrojaban los árboles eran de un negro azabache, que contrastaba con el bello brillo de los espacios abiertos.

Retomé el camino que me llevaba de vuelta hasta la carretera, aspiré una gran bocanada de aire y comencé a andar hacia Bon Temps, en la dirección contraria a la que había tomado Bill. Me pregunté cuántos kilómetros nos habríamos alejado antes de que Bill empezara nuestra conversación. No muchos, me obligué a creer, y en silencio me sentí orgullosa por calzar deportivas y no sandalias de tacón alto. Como no llevaba jersey, se me puso la piel de gallina en la parte descubierta entre el top y los pantalones bajos azules. Comencé mi andadura con un ligero trote. No se veía ninguna luz artificial, así que sin la luz de la luna lo hubiera tenido complicado. Justo en el momento en que recordé que había alguien ahí afuera que había asesinado a Lafayette, escuché unas pisadas entre la maleza que seguían mi ritmo.

Cuando me detuve, lo mismo hizo el movimiento entre los árboles.

Prefería saberlo ahora.

– Vale, ¿quién está ahí? -grité-. Si me vas a comer, acabemos de una vez con esto.