– Cero positivo -repliqué, contenta de que mi sangre fuera tan común.
– No debería constituir problema alguno -apostilló Eric-. ¿Te encargarás de eso, Pam?
De nuevo, movimientos en la habitación. La doctora Ludwig se inclinó sobre sí y comenzó a lamerme la espalda. Chillé.
– Ella es la doctora, Sookie -apuntó Bill-. Te está curando.
– Pero se va a envenenar -me defendí, intentado pensar alguna objeción que no sonara homófoba. Lo cierto es que no quería que nadie me chupara la espalda, ya fuera una enana o un vampiro adulto.
– Es la curandera -añadió Eric, en tono de reproche-. Debes someterte a su tratamiento.
– Oh, claro -dije, sin preocuparme de lo hosco que era mi tono-. A propósito, no te he oído un «lo siento» todavía. -Mi irritación había superado mi instinto de conservación.
– Siento que la ménade te atacara.
Lo miré.
– No basta -dije. No quería que se quedara solo en eso.
– Angelical Sookie, personificación del amor y la belleza, me siento abrumado por la congoja ante el hecho de que la retorcida y malvada ménade violara tu aterciopelado y voluptuoso cuerpo, en un intento por entregarme un mensaje.
– Así me gusta más. -Me hubiera sentido más satisfecha con las palabras de Eric si el dolor no azotara entonces cada parte de mi cuerpo (el tratamiento de la doctora no era muy agradable). Las disculpas tenían que ser elaboradas o sentidas, y puesto que Eric no tenía un corazón para sentir, o yo al menos nunca lo había advertido, me conformaría con sus palabras.
»¿Que te haya entregado el mensaje significa que estáis en guerra? -pregunté, con la esperanza de ignorar la actuación de la doctora Ludwig. Sudaba por cada poro de mi piel. El dolor de la espalda era insoportable. Las lágrimas no dejaban de surcarme el rostro. Daba la impresión de que la habitación hubiera adquirido una aureola amarillenta; todo parecía enfermizo.
Eric se mostró sorprendido.
– No exactamente -respondió con cautela-. ¿Pam?
– Estoy en ello -replicó-. Esto es mala señal.
– Comienza -la apresuró Bill-. Está cambiando de color.
Me pregunté, casi en la inconsciencia, cuál era el color que había adquirido. Ya no podía seguir con la cabeza levantada como hasta entonces había hecho, para mantenerme un tanto alerta. Apoyé la mejilla contra el cuero y de inmediato el sudor me pegó a la superficie. La ardiente sensación que irradiaba por mi cuerpo desde las marcas de las garras en la espalda se hizo más intensa, y me estremecí al pensar que no podía hacer nada. La enana saltó del sofá y se inclinó para mirarme a los ojos. Agitó la cabeza.
– Sí, hay esperanza -aseguró, pero sonó muy lejos de mí. Sostenía una jeringa en la mano. La última cosa que vi fue la cara de Eric acercándose, y lo que me pareció un guiño.
Capítulo 3
Abrí los ojos con algo de reluctancia. Me sentía como si hubiera estado durmiendo en un coche o si hubiera echado una siesta en una silla de respaldo recto; en resumen, como si lo hubiera hecho en un lugar inapropiado e incómodo. La cabeza me daba vueltas y me dolía todo. Pam estaba sentada a menos de un metro de mí, y tenía los ojos azules clavados en mí.
– Funcionó -comentó-. La doctora Ludwig no se ha equivocado.
– Estupendo.
– Sí, hubiera sido una lástima perderte antes de tener oportunidad de hacer buen uso de ti -dijo con pragmatismo aplastante-. Hay muchos más humanos con los que tratamos a los que la ménade quizá haya atacado, y que son menos valiosos.
– Gracias por los cumplidos, Pam -musité. Me sentía sucia, como si hubiera tomado un baño de sudor y luego me hubiera revolcado por el barro. Incluso los dientes se me antojaban asquerosos.
– De nada -respondió, y casi llegó a sonreír.
Así que Pam tenía sentido del humor; no era algo habitual en los vampiros. Nunca verás vampiros comediantes, y las bromas humanas los dejan fríos, ja ja (algunas de las cosas que les hacen gracia te provocarían pesadillas durante una semana).
– ¿Qué ha ocurrido?
Pam enlazó los dedos sobre la rodilla.
– Hicimos lo que la doctora Ludwig dijo. Bill, Eric, Chow y yo, por turnos, y cuando estabas casi seca, comenzamos la transfusión.
Pensé en ello durante un minuto, contenta de haber perdido la consciencia antes de experimentar el procedimiento. Bill siempre bebía sangre de mí cuando hacíamos el amor, así que lo había asociado a actividades eróticas. Haber «donado» a tanta gente me hubiera hecho sentirme incómoda, por así decirlo.
– ¿Quién es Chow? -pregunté.
– Comprueba si te puedes sentar -me aconsejó Pam-. Chow es nuestro nuevo camarero. Es todo un espectáculo.
– ¿Eh?
– Tatuajes -dijo Pam, y por un momento me dio la impresión de estar ante una humana-. Es alto para ser asiático, y luce un montón de maravillosos… tatuajes.
Traté de aparentar que me importaba. Me incorporé y advertí cierta debilidad que me obligó a ser cauta. Era como si mi espalda estuviera cubierta con heridas que acabaran de cicatrizar, heridas que podrían volver a abrirse si no tenía cuidado. Y ese, constató Pam, era justo el caso.
Además, no llevaba camiseta. Ni camiseta ni nada por encima de la cintura. Mis pantalones estaban intactos, aunque bastante sucios.
– Tu camiseta estaba tan rota que tuvimos que arrancártela -dijo Pam, sonriendo de oreja a oreja-. Fuimos de uno en uno sosteniéndote en nuestro regazo. Todo el mundo estuvo encantado de ayudar. Bill estaba furioso.
– Vete a la mierda -fue todo lo que dije.
– Bueno, tú sabrás. -Pam se encogió de hombros-. Solo lo decía para halagarte. Debes de ser una mujer muy modesta. -Se levantó y abrió la puerta del armario. Dentro colgaban unas cuantas camisas; el armario de emergencia de Eric, supuse. Pam agarró una de la percha y me la lanzó. Alargué la mano para atraparla y tuve que admitir que fue sencillo.
– Pam ¿tenéis una ducha por aquí? -Me repateaba la idea de ponerme la prístina camisa blanca sobre una piel tan sucia.
– Sí, en el almacén. En el baño de los empleados.
Era muy sencilla, pero se trataba de una ducha con jabón y toalla. Lo malo es que tenías que atravesar el almacén, lo que a los vampiros les daba igual, ya que el pudor no es un inconveniente para ellos.
Cuando Pam accedió a hacer guardia delante de la puerta, le pedí que me ayudara a quitarme los pantalones, descalzarme y deshacerme de los calcetines. Disfrutó demasiado con todo ello.
Fue la mejor ducha que jamás había tomado.
Tuve que moverme despacio y con cuidado. Estaba muy débil, como si me hallara convaleciente aún de una grave enfermedad, como la neumonía o una virulenta cepa de la gripe. Y supongo que eso es lo que había pasado. Pam abrió la puerta lo suficiente como para darme unas prendas de ropa interior, lo que fue una agradable sorpresa, al menos hasta que me sequé y tuve que enfrentarme a ellas. Las bragas eran tan pequeñas y con tanto encaje que apenas servían de algo. Al menos eran blancas. Supe que estaba mejor cuando me descubrí pensando en lo bien que me quedaban delante del espejo. Solo llevaba las bragas y la camisa blanca. Salí descalza; Pam lo había doblado todo y metido en una bolsa de plástico, para que lo lavara cuando llegara a casa. Mi bronceado resaltaba muchísimo en contraste con la blancura de la camisa. Anduve muy despacio de vuelta a la oficina de Eric y busqué un peine en mi bolso. Cuando empecé a deshacer los enredos, Bill entró y me quitó el cepillo de la mano.
– Déjame a mí, cariño -dijo con ternura-. ¿Cómo estás? Quítate la camisa para que pueda verte la espalda. -Me la quité, con la esperanza de que no hubiera cámaras en la oficina…, aunque a juzgar por lo dicho por Pam, podía estar tranquila.
– Aún hay marcas -comentó Bill.