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Antonio Muñoz Molina

Córdoba de los Omeyas

Para Luis Molina Jiménez

La verdad no está en un sueño,

sino en varios sueños.

Pier Paolo Pasolini

Las mil y una noches

I. INTRODUCCIÓN A CÓRDOBA

La escritura de un libro siempre es el fruto y el testimonio de una posesión. Se escribe, cuando se escribe de verdad, para librarse de una materia al mismo tiempo explícita y oscura que empezó a poseernos mucho antes de que reparásemos en ella, pero el mismo acto de escribir del que esperamos, si no la libertad, sí al menos el alivio del punto final agrava intensamente la posesión al ahondar en sus motivos y nos sumerge en un estado tóxico, de hipnosis y vigilia perpetua, de un gozo gradualmente ensimismado cuyos límites se aproximan a un sentimiento de dolor. Se empieza a escribir un libro como se emprende irreflexivamente un viaje o como se viven las primeras horas de un amor. No sabemos lo que ocurrirá en la página siguiente, ni cómo serán las ciudades que visitaremos, ni a dónde nos llevará este preludio tibio de ternura en el que nos aventuramos igual que en los recodos desconocidos de una calle nocturna. Lo único que sabe o sospecha el escritor, el viajero, el amante, es que está siendo impulsado hacia un territorio donde no van a servirle sus normas usuales, y que valdrá la pena su temeridad en la medida que descubra cosas que no pudo imaginar, no sólo paisajes o ciudades exteriores, sino galerías íntimas de su propia conciencia, islas vírgenes de su imaginación y de su mirada, incluso de su piel.

Ya sé que hay viajeros que antes de partir se fortifican contra la sorpresa y contra lo imprevisto, es decir, contra lo nunca visto. También hay escritores que calculan sus libros tan meticulosamente como un turista sus itinerarios, y amantes que sólo apetecen la rutina y habitan confortablemente el tedio. Pero uno, que ha perdido tantas certezas en los últimos años, ya casi sólo una de ellas conserva, la de que no vale la pena vivir sino lo que no se ha vivido nunca ni decir nada más que lo que nunca ha sido dicho. Paradójicamente, esa singularidad de la experiencia acaba volviéndose el vínculo más poderoso y común con nuestros semejantes, con quienes se parecen tanto a nosotros que son nuestros cómplices sin que lo sepamos, mujeres y hombres a los que nunca veremos porque vivieron antes que nosotros o porque no han nacido. Algunos de ellos viven en nuestro mismo tiempo y acaso respiran el aire de la misma ciudad, y sin embargo nos son tan lejanos como los muertos y los no nacidos, porque no los llegaremos a encontrar. Esa conspiración secreta justifica los libros, los que escribimos y los que leemos. Quien lee es tan poseído como quien escribe, y también, al leer, nada nos maravilla tanto como el descubrimiento de lo que ya sabíamos. Cada día nos roza la convicción platónica de que aprender es recordar, y de que todo amor y toda amistad encubren un reconocimiento, el de las dos mitades escindidas que se encuentran después de un largo destierro en el acto mutuo de la posesión.

También para escribir sobre una ciudad hace falta haber sido previamente poseído por ella. Del encuentro apasionado entre una ciudad y una mirada convertida luego en memoria y palabras han nacido algunos de los más altos episodios de la literatura: palabras, casi siempre, de invocación y de elegía, que quieren simultáneamente apresar a las ciudades en la fuga del tiempo y volverlas imaginarias, salvarlas y mentirlas, hacerlas inmortales y dar noticia dolorosa de su extinción. Se podría establecer un catálogo de escritores y ciudades tan numeroso como el de las parejas de amantes que han merecido el recuerdo del mundo. Baudelaire y París, Dickens -o De Quincey, o Conan Doyle, o Baroja…- y Londres, Bassani y Ferrara, Durrell y Alejandría, Galdós y Madrid, Juan Marsé y Barcelona, Onetti y Santa María (aunque Santa María no exista), Walter Benjamin y todas las ciudades que visitó en su vida y la ciudad abstracta que las resume en una sola, infinita como Bagdad o Berlín, material y también ilusoria, como aquella mujer a la que tanto quiso, Asja Lacis, como las ciudades que visitamos sabiendo que su nombre es casi lo único que permanece en ellas indemne: Granada, Córdoba. La peregrinación de Walter Benjamin por las ciudades se parece a la de aquel personaje de Faulkner, Joe Christmas, para quien todas las calles por las que había deambulado en su vida se prolongaban confundiéndose en una sola calle sin fin, la calle de dirección única que Asja Lacis abrió en la existencia de Benjamin.

La mirada de este hombre que tanto amó las ciudades y fue a morir en la tierra de nadie de un puesto fronterizo es tan de estos tiempos que nosotros miramos como él aunque no hayamos leído sus libros. Pero no es una mirada de plana observación, sino de vaticinio. Él mismo escribió que el París de Baudelaire sólo existió en la realidad muchos años después de que Baudelaire hubiera muerto. Es posible que las ciudades de Benjamin sólo existan con plenitud ahora, y que nuestra mirada sea la heredera de la suya, y que esa sombra que nuestro cuerpo proyecta mientras caminamos sea en parte la sombra de Walter Benjamin. Alguna vez tuve esa sensación mientras estaba en Córdoba. Apenas conocía la ciudad, y no tenía ningún vínculo previo con ella. Recordaba con vaguedad un par de viajes lejanos, la penumbra de la mezquita, el resplandor de oro de los mosaicos, el recorrido apresurado y canónico por la Judería, haciendo hora para volver al autocar. La lógica extravagante del turismo ha convertido a Córdoba en un lugar de paso. Los guías apacientan a la multitud en el patio de la mezquita, la ordenan en fila india, la empujan al interior de las naves con una severidad nunca exenta de premura, la hacen salir media hora después, también en fila india, y sólo le permiten que se disperse en las tiendas de abalorios y de postales y en los premeditados callejones con macetas y fachadas blancas. Así la ciudad permanece en su mayor parte invisible para el forastero, que ni siquiera tendrá la tentación de recordarla después y que tal vez ha sido absuelto de la disciplina de mirar, sustituida por el gesto reflejo de un dedo índice que dispara una cámara fotográfica.

Con frecuencia, al caminar por las ciudades, he observado que el turista se parece a un adicto a la caza menor. Avanza entre los prodigios como un merodeador fatigado, vigilando algo, alza la cámara como si apuntara un fusil y tras el disparo vuelve a colgársela del hombro con el desinterés y el alivio de quien ha cobrado una pieza no demasiado relevante. Uno prefiere ir por ahí desarmado de cámaras y de guías, dejando al azar y al instinto el sentido de sus itinerarios y confiando a la memoria la perduración de las cosas que ve. A uno lo que le gusta, cuando ha llegado a una ciudad y se ha inscrito en el hotel, es salir a la calle para mirarlo todo con codicia indolente, rondar los lugares que ya sabe que lo esperan, perderse a la zaga de la más leve incitación, de una torre o de una palmera vislumbrada a lo lejos o de un olor a jazmines tan poderoso como la cercanía de una mujer deseada. Uno va a las ciudades con el equipaje más liviano posible, y gusta en ellas de la compañía de unos pocos libros y de unas cintas de música, escrupulosamente elegidas, eso sí, que encubran el peligroso silencio de la habitación.

Yo había ido a Córdoba porque tenía que escribir un libro sobre ella. Temprano, hacia las ocho, me despertaba el escándalo de las campanas que llamaban a los primeros oficios en la catedral. Por la ventana veía el campanario que alguna vez fue un alminar, las crestas color ladrillo del muro de la mezquita y las copas de las palmeras del patio, muy altas contra el azul pálido del cielo, que luego, cuando avanzaba la mañana y crecía el calor, se iba volviendo incoloro, casi blanco, un cielo de mediodía candente en el que reverberaba la luz como la cal de una pared. Mirando los colores de Córdoba, tan puros en la primera luz de la mañana, me acordaba de la claridad de los paisajes marroquíes, verde de oasis y rojo de greda, y de la sensación de oír, en medio de un silencio poblado de pasos, en la medina de Xauen, la salmodia de un muecín, amplificada por un precario alta voz sujeto a la ventana del alminar con un cable de plástico. En Xauen había notado que el tiempo que yo llevaba conmigo -llevamos con nosotros nuestro tiempo, como nuestra documentación y nuestra cara- se me volvía inútil, igual que un reloj que se para de pronto. Pero no sentía el anacronismo de un lugar exótico, porque aquel tiempo en el que había ingresado al deambular por la medina no me resultaba desconocido, ni tampoco el rumor de las voces, aunque hablaban en árabe, ni el olor a humo de leña y a tierra apisonada y húmeda en el atardecer. Aquel tiempo arcaico y aquellos sonidos no vulnerados por motores de automóviles los había vivido y degustado yo en las tardes de la infancia, y al oír al muecín me acordé de que a la hora del crepúsculo la llamaban entonces la oración. En el interior de las casas se establecía una opaca penumbra, como en los patios de Xauen y Córdoba, y las mujeres, sentadas junto a las ventanas con la costura en el regazo -tenían una manera cautelosa de mirar a la calle, como si las ocultasen celosías y no visillos echados-, no encendían la luz eléctrica y se quedaban algunos minutos en silencio, o conversando en voz baja. Había que esperar atentamente a la llegada de la noche, había casi que presenciarla en la plenitud de su advenimiento.