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Antes de pasar el puente y de entrar en la ciudad por la puerta de la Estatua, el viajero que hubiera cruzado los caminos sombreados de árboles y el cementerio de la Saqunda vería un gran espacio abierto, la musalla, un oratorio al aire libre que tenía un pequeño mihrab para señalar la dirección en la que debían inclinarse los fieles. En la musalla terminaban las procesiones de rogativas que se celebraban en los años de sequía, y cerca de ella, en otra explanada abierta, la musara, se reunía la multitud en los días de las grandes fiestas -la del final del Ayuno y la de los Sacrificios- y había carreras de caballos, desfiles militares y partidos de polo, juego éste que según cierta tradición musulmana es uno de los tres que gustan de presenciar los ángeles: los otros son el tiro con arco y el acto del amor. Y justo al pie de la muralla, bordeando la ribera derecha del río, se prolongaba un paseo empedrado, el rasif, en el que había una hilera de álamos y algunas veces también una hilera de cruces, porque era allí donde se exhibían públicamente los cuerpos de los ajusticiados: a los olores de Córdoba que nos ha trasmitido la literatura hay que sumar el hedor de la carne humana corrompida. No en vano asegura Ibn Jaldún, que lo sabía todo, que en las ciudades la atmósfera está viciada por la mezcla de exhalaciones pútridas que provienen de la gran cantidad de inmundicias, y que sólo gracias al movimiento continuo de una numerosa población se producen ondulaciones del aire que dispersan los vapores inmóviles.

Pero cuando de verdad comenzaba el reino de los olores era al traspasar las grandes puertas herradas, cuando el viajero entraba en la calle principal que dividía en dos la medina, dejando a un lado, a la izquierda, el alcázar del emir, del que cuenta hiperbólicamente al-Maqqari que era el palacio más grandioso que había existido desde los tiempos del profeta Moisés, y a la derecha el muro largo y terroso de la mezquita mayor. Como Marrakesh o Xauen para el viajero de nuestros días que llega de Europa, la Córdoba de entonces provocaría una gozosa excitación de todos los sentidos, que se confundirían en una embriaguez simultánea al mismo tiempo que se afilaban en la pureza química de sus percepciones singulares. Tetuán significa la ciudad de los ojos. Córdoba sería una ciudad de pupilas, de incesantes miradas, de roces de cuerpos en la angostura de los callejones, de perfumes densos y de aguas fecales que corrían libremente en arroyos bajo los pies de los caminantes, de sonidos fatigados de pasos, de voces que gritaban en tres idiomas y se borraban entre sí y se quedaban en silencio cuando venía sobre los tejados la solitaria voz de un almuédano. En Córdoba se escucharía siempre ese rumor de la vida que ya no existe en nuestras ciudades y no sabemos recordar: un rumor monótono como el de un río, como la voz de muchas aguas de la que se habla en el Génesis: Buhoneros, músicos, narradores de cuentos, mendigos tirados en el suelo, domadores de monos, adivinos, aguadores, sahumadores que por una moneda humedecían las manos con perfume o salpicaban el cabello, o acercaban un pañuelo empapado a la nariz de quien no quisiera notar los turbios olores de la calle, novias hieráticas y adornadas como ídolos a las que llevaban en procesión hacia el lugar de su boda, ladrones, locos sueltos, porque sólo a los furiosos los encerraban, monjes huraños, rabinos que movían rítmicamente la cabeza y oraban en silencio separando apenas los labios, guardianes negros o rubios, arrieros guiando recuas de asnos inverosímiles que podían adentrarse en los callejones más estrechos, epilépticos verdaderos o fingidos que se arrojaban al suelo y se revolcaban para incitar la piedad o el miedo de quienes pasaban junto a ellos. Había artífices de sombras chinas y vendedores de amuletos que agitaban cabezas disecadas de pájaros. Olía a pan, a guiso de cordero, a especias, a cuero macerado, a rincones y portales húmedos donde la luz del día no entraba nunca. En cada barrio había una calle reservada a las tiendas de comidas: carnicerías que mostraban corderos y cabras despellejados y grandes trozos de vaca, verdulerías con hortalizas frescas del valle del Guadalquivir, fruterías, tiendas de especieros en las que también se vendía aceite, manteca salada, huevos, azúcar, miel, obradores de reposteros que ofrecían a gritos sus dulces, a los que eran muy aficionados los andalusíes, zaguanes donde los cocineros guisaban a la vista de la gente y donde podían comprarse cabezas de cordero asadas, pescado frito, salchichas picantes, mientras un humo espeso de olores invadía el aire y desconsolaba el estómago de los hambrientos.

La muchedumbre plebeya, la amma, que merecía el desprecio de los poderosos y los literatos, anegaba calles y zocos con un desasosiego como de colonia de insectos y en los tiempos de escasez se arremolinaba a las puertas de los depósitos de grano del emir. Los muros del alcázar no existían sólo para prevenir ataques de los enemigos exteriores: como la Alhambra, el alcázar de Córdoba era una recelosa fortificación construida para defender al rey de los motines de sus súbditos, y por eso tenía puertas que permitían salir de la ciudad sin pasar por sus calles. Cuando la sublevación del arrabal de la Saqunda, al-Hakam I, que veía desde una terraza el alud furioso de la muchedumbre y no estaba seguro de que sus mercenarios la pudieran contener, volvió serenamente a su tocador y se perfumó la cabeza con almizcle y algalía. Alguien, extrañándose de que actuara así en un trance tan desesperado, le preguntó por qué lo hacía, y el emir le contestó: «Éste es el día en que debo prepararme para la muerte o para la victoria, y quiero que la cabeza de al-Hakam se distinga de las de los otros que perezcan conmigo».

La ciudad es una yuxtaposición de rostros, de palabras y olores, de jirones de otras ciudades posibles: hay un arrabal para los judíos y otro para los tejedores muladíes y mozárabes, y los alfareros y los curtidores tienen los suyos en el exterior de las murallas. Hay un barrio donde se congregan los leprosos, y cada oficio tiene una calle o un zoco al que le da su nombre: los pergamineros, los vendedores de libros, los silleros, los cedaceros, los sastres, los buhoneros de ropas usadas, las mujeres de las mancebías… El artesano trabaja a la vista de todos en un pequeño portal y vende allí mismo su mercadería. El zoco puede ocupar una sola calle en un distante arrabal o extenderse a lo largo de barrios enteros al oriente de la gran mezquita, en la Axarquía, donde están los almacenes de los mercaderes opulentos y los depósitos de seda de la alcaicería, amplios edificios con varios pisos rodeados de galerías que dan a un patio central y cuyas habitaciones superiores sirven de hospedaje para los viajeros y algunas veces también ocultan lupanares.

A la caída de la noche las calles del laberinto se despueblan. Ahora, en la completa oscuridad, es mucho más fácil perderse, y el que camina solo puede quedar atrapado tras una puerta que se cierra a su espalda al final de un callejón o morir degollado por los ladrones nocturnos: en tiempos de al-Mansur, cuando había tantos y tan fieros que nadie se atrevía a salir de noche, patrullas militares que se alumbraban con antorchas rondaban las calles para prenderlos. Al anochecer se extenderían poderosamente la soledad y el silencio y se oirían en él los pasos de los guardianes y el chirrido de los cerrojos que clausuraban las puertas de las casas y de los callejones de los zocos. La noche convertía a la ciudad en una región desconocida: puertas cerradas, calles quebradas por esquinas y pasadizos que no conducían a ninguna parte, casas sin ventanas de las que no podía venir ninguna luz, ni la de los candiles de aceite. Córdoba, que durante el día muestra públicamente el flujo de la vida con obscenidad de vísceras derramadas sobre el mostrador de una carnicería, tiene también, sobre todo de noche, un reverso de secreto y de escondida quietud. Hay una cara de la ciudad que permanece siempre en sombra, un espacio interior concebido para ofrecer a quien le habita un refugio invisible. La casa es el centro del laberinto de Córdoba, y el desorden de las calles, su juego de trampas sucesivas, parece trazado para que ningún extraño pueda vulnerarlo.

A los viajeros que visitaban Granada en el siglo XIX nada los sorprendía más que el contraste entre los paredones desnudos de la Alhambra y el esplendor que se guardaba tras ellos. Nuestras calles son mucho más pudorosas que las musulmanas, pero nuestras casas, en comparación con las suyas, son impúdicas: tienen portales abiertos y grandes ventanas, tienen fachadas que declaran a quien se detenga a mirarlas el poderío o la penuria de quienes viven en ellas. Por eso nada es más ajeno a la Córdoba islámica que los patios actuales de la ciudad, que se exhiben sin recelo a cualquiera que pase, como mujeres demasiado seguras de su belleza. El interior de la casa musulmana era un lugar inaccesible para la mirada de un extraño, que sólo podía ver, escribe Levi-Provençal, «un muro de varios metros de alto, sin ventanas, y con un simple enlucido de argamasa». Muchas veces, ni la puerta podía verse, porque estaba al fondo de un adarve, un callejón sin salida que se cerraba de noche y por el que sólo pasaban los que vivían en su vecindad inmediata, interponiendo así una frontera de vacío y silencio entre el tumulto de la calle y el ámbito seguro de la intimidad. Los adarves, los zaguanes y los patios culminan una orfebrería de penumbra en esta ciudad donde el calor del verano es tan inmisericorde como un castigo bíblico y donde con frecuencia la vida, en ese tiempo, es para los débiles y los desposeídos, que viven hacinados en ínfimos patios de vecindad y zahúrdas oscuras, una suma de avatares atroces.