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La casa es inviolable: toda visita que no sea de amigas de la dueña o de vendedores de perfumes o telas está prohibida. Algunas veces, como en la España católica de la Celestina, los amantes se sirven de tales mujeres para sus conspiraciones. Dice Ibn Hazm en El collar de la paloma: «Las personas más empleadas por los amantes para comunicarse con los que aman son: o bien criados, o bien, por el contrario, personas respetables y fuera de toda sospecha, por la piedad que aparentan o por la avanzada edad a que han llegado. ¡Cuántas hay así entre las mujeres! Sobre todo las que llevan báculo, rosarios y los dos vestidos encarnados… También suelen ser empleadas las personas que tienen oficios que suponen trato con las gentes, como son, entre mujeres, las curanderas, las aplicadoras de ventosas, las vendedoras ambulantes, peinadoras, plañideras, cantoras, echadoras de cartas, maestras de canto, mandaderas, hilanderas, tejedoras…». Si vienen los amigos del hombre, éste no les permitirá llegar al patio: los recibe en una habitación que da al zaguán, y cuando se marchan los despide allí mismo. Del patio, a donde se abren sus puertas, llega la luz a las habitaciones. Si la casa es próspera, habrá una fuente o un pozo en el centro. Quien vive allí, a un paso de las calles de Córdoba, sólo oye el agua y tal vez el zureo de las palomas en el terrado. El mobiliario es muy escaso y muy fácil de transportar, como el de una tienda de nómadas: en las casas de los ricos, tapices de lana o de seda para cubrir las paredes y alfombras de colores vivos en el suelo, y esteras de junco o de esparto en las de los pobres; divanes a lo largo de la pared y mesas bajas y redondas para la comida. No hay armarios, sino alacenas y baúles de madera de pino donde se guarda la ropa y la vajilla. En la despensa, en tinajas de barro, se almacenan las provisiones, la harina, el aceite de oliva, el vinagre, la carne salada o conservada en manteca, las uvas pasas, los higos secos y dulces. Hasta hace muy poco, los olores de aquellas despensas y alacenas de los musulmanes andaluces todavía nos eran familiares: ahora sólo permanecen en la memoria de algunos.

Con las primeras luces, después de la ablución matinal, el dueño de la casa, que posee la única llave de la despensa y administra severamente los alimentos del día, sale a sus asuntos y las mujeres se quedan solas con los hijos, y con las esclavas y los eunucos, si él es un poderoso. El matrimonio es un rígido contrato estipulado notarialmente por los padres de los novios, y la poligamia un lujo que casi nadie puede permitirse. Si un hombre logra el dinero preciso para comprar una esclava, la preferirá rubia y de pelo corto, o negra, traída de África por los mercaderes. Cuando la esclava le da un hijo, adquiere en la casa una posición de privilegio, especialmente si sabe tocar el laúd y recitar versos y es más joven que la esposa, y participa libremente en los banquetes de los hombres.

La primera tarea de las mujeres que no tienen quien les sirva es amasar el pan, que se lleva a cocer a un horno público. Un mozo de la tahona reparte luego por las casas los panes recién hechos, grandes hogazas olorosas dispuestas en una tabla que sostiene sobre su cabeza, y que dejarán por donde pase el rastro de su aroma caliente. A media mañana el hombre regresa del zoco con la compra, o se la hace traer a un esportillero a cambio de unas monedas. La comida de mediodía es muy frugal, sobre todo en verano: pan, ensalada de lechuga, aceitunas, queso. Desde abril hasta octubre se prodigan en la mesa los frutos de las huertas de al-Andalus cuya sabrosa variedad admiran los viajeros de Oriente, las alcachofas, las berenjenas, el melón, las ciruelas, los melocotones, las sandías, las granadas, los membrillos, las manzanas y las cerezas de Granada, las naranjas, los limones y los plátanos de Almuñécar, las uvas y los higos de Málaga. En casa de los pobres, la carne sólo se comía en las grandes fiestas, como la de los Sacrificios, cuando cada padre de familia adquiría un cordero, aunque le costase quebrantos y deudas: el resto del año, como en la Europa cristiana, la alimentación común era el pan y las sopas de harina, la harisa, una papilla de trigo cocido con grasa a la que a veces se añadía un poco de carne picada, y también los purés de lentejas, de habas de garbanzos, las sopas de levadura y de hierbas, hinojo, ajo, alcarabea. El vino, prohibido por el Corán, no faltaba en las mesas de Córdoba. En el arrabal de la Saqunda, junto al puente, hubo una famosa bodega regentada por taberneros mozárabes, pero no eran sólo cristianos los que acudían a ella, para escándalo de los severos alfaquíes. De al-Hakam I dicen que era tan dado a la bebida como poco adicto a las costumbres piadosas, y en la mezquita mayor, durante la oración de los viernes, se levantaban voces anónimas que le gritaban: «¡Borracho, ven a rezar!».

La casa era el reino secreto de las mujeres, de las voces que hablaban en voz baja, una claustrofobia de paredes cerradas y de gestos y pasos amortiguados por el silencio, el centro mismo del mundo y el retiro absoluto. Sólo en ella se hacía visible la palidez de los rostros sin velo, lo que nadie podía mirar, lo que ni siquiera nos está permitido que adivinemos. Mujeres que hilan o amasan el pan, que suben a las azoteas para contemplar un largo paisaje de alminares y tejados, de palmeras solas y montañas azules. Mujeres sentadas al fondo de habitaciones umbrías, escuchando una ciudad tan lejana como el ruido del mar. Algunas veces sus amantes, para enviarles una carta -dice Ibn Hazm-, usan palomas mensajeras. El corazón de Córdoba es una cámara sellada: el vaticinio de las estancias umbrosas que según el Corán gozan en la otra vida los creyentes. Con orgullo, con una irreverencia que afirma el gusto soberano de vivir en el mundo, Ibn Jafaya escribió:

No existe el jardín del Paraíso sino en vuestras moradas. Si yo tuviera que elegir, con éste me quedaría. No penséis que mañana entraréis en el fuego eterno: no se entra en el Infierno tras vivir en el Paraíso.

V. EL MÚSICO DE BAGDAD Y EL TEÓLOGO FURIOSO

Es muy probable que Ziryab el bagdadí y Eulogio de Córdoba no llegaran a encontrarse nunca, aunque sin duda oirían hablar el uno del otro, y tal vez Eulogio, que era más joven que Ziryab, vio a éste por las calles de la medina, montado en un caballo con gualdrapas lujosas y precedido por un séquito de esclavos. Los dos vivieron en Córdoba durante el largo reinado de Abd al-Rahman II, que duró treinta años. Los dos sobrevivieron al emir. Ziryab, viejo y cargado de celebridad y riqueza, murió en el 857, en su casa de campo del arrabal de al-Rusafa. Eulogio, dos años después, decapitado públicamente y exaltado en seguida a la santidad por sus correligionarios mozárabes. Ziryab era un hijo de libertos, un desterrado sin patria que vino a encontrarla en Córdoba y que ya nunca quiso abandonar la ciudad. Eulogio, un descendiente de patricios hispanogodos cuyo linaje era muy anterior a la llegada de los musulmanes y que mantuvieron siempre orgullosamente su condición de cristianos. Ziryab, cuando nació, estaba destinado a ser un comerciante menesteroso en los zocos de Bagdad, igual que sus padres, esclavos liberados por el califa abbasí al-Mahdi. A Eulogio lo educaron para vivir entre los señores del mundo: un hermano suyo, sin abjurar del cristianismo, había alcanzado una alta posición en el palacio del emir, y otros tres se dedicaban provechosamente al comercio de bienes lujosos. Su abuelo, un rígido aristócrata, maldecía por lo bajo y se santiguaba cuando oía la invocación de los almuédanos, esa doble injuria a su fe cristiana y a su estirpe visigoda. Eulogio quiso vivir como un asceta y se obstinó con furia en morir como un mártir. A lo largo de los setenta años de su vida, Ziryab se consagró a gustar los placeres de la música, del amor, de la comida, del vino, de la inteligencia. A Eulogio lo torturaba la vejación de su ciudad invadida, de sus palacios usurpados por advenedizos, de su lengua y su religión suplantadas por las de un falso profeta, encarnación del anticristo del Apocalipsis. Ziryab practicaba muy tibia y respetuosamente las normas del Islam, y agradecía al azar que lo hubiera traído a esta tierra conquistada hacía más de un siglo por los musulmanes. Es probable que los dos amaran a Córdoba con una pasión semejante, y que murieran felices, gozando cada uno la plenitud de sus vocaciones adversas: la música que Ziryab trajo a al-Andalus sigue viviendo en las nubas de los cantores marroquíes y en algunas modulaciones y desgarros del flamenco español; Eulogio es un santo de la Iglesia católica, y sus reliquias tuvieron fama durante siglos de extremadamente milagrosas.

El verdadero nombre de Ziryab era Abul-Hasan Alí ibn Nafi, y había nacido en Mesopotamia el año 789. Parece que le llamaron Ziryab porque su tez oscura y su hermosa voz recordaban a un pájaro cantor de plumaje negro que tenía ese nombre: el mirlo. En Bagdad, la ciudad circular fundada en el desierto por los abbasíes, cerca de las ruinas de Babilonia, fue discípulo del músico Ishaq al-Mawsulí, predilecto del califa Harun al-Rashid, cuyo nombre ha perdurado en Occidente gracias a los cuentos de Las mil y una noches. Como Giotto en el taller de Cimabue y Leonardo en el de Verrocchio, Ziryab es ese discípulo joven y poseído por una gracia innata que deja muy pronto atrás la voluntariosa técnica de su maestro. Para Ishaq al-Mawsulí, en el genio de Ziryab había algo de ingratitud e insolencia: él mismo, más que nadie, estaba dotado para admirar a su alumno, pero no lo podía admirar sin rencor, sin ese odio oculto de hombre viejo y experto hacia el adolescente que alguna vez lo desalojará de la vida. Que esta historia sea verdad o mentira tiene una importancia secundaria: lo que importa es su fidelidad a un exacto arquetipo. En cierta ocasión, el califa Harun al-Rashid, devoto de la música, que es un arte sagrado, aunque algunas veces los teólogos lo reputen de impío, pide a Ishaq al-Mawsulí que lleve a su presencia a su mejor discípulo. Al-Mawsulí elige a Ziryab, imaginando que repetirá dócilmente las canciones que él le ha enseñado. Pero el muchacho, cuando se encuentra ante el califa, adquiere una inusitada arrogancia. «Sé cantar lo que otros saben -le dice- pero además sé lo que otros no saben. Si tú quieres, cantaré lo que jamás ha escuchado nadie».