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La Historia, como la vida de cualquiera, es una monótona galería de horrores. Levi-Strauss dice que los hombres fueron felices en el Paleolítico superior: es posible que también lo fueran en Córdoba, en la dorada edad de Abd al-Rahman II. Pero sabemos de alguien que en ese tiempo fue violentamente desgraciado, el sacerdote Eulogio, que alcanzó notoriedad pública cuando las vidas del emir y de su amigo Ziryab declinaban. Eulogio, discípulo del virtuoso abad Speraindeo, que había desbaratado con un solo opúsculo en latín las convicciones del hereje Elipando sobre la naturaleza humana de Cristo, no hijo directo, según él, de Dios, sino simple hombre adoptado por la divinidad, detestaba no sólo a los árabes y a su profeta, Mahoma o Muhammad, sino también y sobre todo a los muladíes aclimatados al Islam y a los cristianos que no tenían reparo en hablar la lengua de los invasores y en vestirse como ellos y copiar sus costumbres. Eulogio tenía una hermana monja -en la Córdoba musulmana abundaban los conventos católicos- y un amigo fanático muy dado a la oratoria latina y a la teología de los santos padres, el judío Álvaro, converso reciente al cristianismo y perseguidor sin descanso de la tibieza y la heterodoxia. A Ziryab y Abd al-Rahman los unía la vocación por cualquier clase de placer: a Eulogio y Álvaro, el gusto de sufrir. Nada los escandalizaba más que no ser perseguidos, porque hubieran querido morir como las víctimas de Diocleciano. Pero ser cristiano en Córdoba, como ser judío, era un hábito inocuo que en el peor de los casos sólo traía consigo algunos inconvenientes fiscales. La ley prohibía el ejercicio público de todo culto ajeno al Islam: pero los cristianos celebraban con libertad sus procesiones y entierros y hacían sonar las campanas de sus iglesias, que eran seis, según la enumeración de don Marcelino Menéndez y Pelayo: San Acisclo, San Zoilo, los tres Santos, San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia, que acogían -sigo citando a don Marcelino- «a invencibles campeones de la fe, señalados a la par como ardientes cultivadores de las humanas y divinas letras», y también añade, aunque un poco a pesar suyo, que «podían los fieles ser convocados a los divinos oficios a toque de campana y conducir a los muertos a la sepultura con cirios encendidos, piadosos cantos y cruz levantada».

Un cristiano, el comes o conde Rabi, había alcanzado una dignidad casi de primer ministro en tiempos de al-Hakam I, aunque también es verdad que puso tanto empeño en cobrar los tributos a los muladíes y a los mozárabes que la primera medida que adoptó Abd al-Rahman II cuando subió al trono fue ordenar su ejecución, para congraciarse con sus súbditos. Eran frecuentes las conversiones al Islam, y los matrimonios de cristianas con musulmanes. A Eulogio y a su amigo Álvaro -a éste más aún, por su ira de converso-, los enojaba que su religión, que había sido todopoderosa durante los reinos visigodos, no fuera ahora más que un credo del todo particular y semejante a otros, al de los judíos, al de los árabes. El Islam incluía a Cristo-Isa, Jesús-en el número de los profetas que precedieron a Mahoma, junto a Moisés y Abraham, y como tal le reservaba un estricto respeto. Pero, según los cristianos fanáticos, Mahoma era la bestia seiscientos sesenta y seis del Apocalipsis, anunciadora del fin del mundo, y cuando murió, su cadáver no fue levantado al cielo por los ángeles, como decían los musulmanes, sino que se pudrió y fue lamido y devorado por los perros. El abad Speraindeo lo llamó dogmatizador impuro, seductor de naciones, asesino de almas, cabeza vacía, órgano de los demonios, cloaca de inmundicias, lazo de perdición, golfo de iniquidades y sentina de todos los vicios. En privado tales opiniones eran legítimas: afirmarlas en público traía consigo automáticamente la pena capital, fuese cristiano o musulmán quien las propagara. Para estupor de los jueces de Córdoba, que no entendían que nadie apeteciera la muerte, hombres de razonable apariencia empezaron a blasfemar del Dios único y de su profeta en los zocos de Córdoba, incluso en la mezquita mayor, durante la oración de los viernes.

Eulogio y Álvaro los alentaban. Desesperadamente, entendían que el sacrificio voluntario era la única confirmación posible de su fe desdeñada. «Mis correligionarios gustan leer los poemas y las obras de imaginación de los árabes -había escrito Álvaro- y estudian los escritos de sus teólogos, no para refutarlos, sino para adquirir una dicción árabe correcta y elegante… Todos los jóvenes cristianos que se distinguen por su talento no conocen y estudian más que la lengua y la literatura árabes; leen y estudian con el mayor ardor los libros árabes: forman, con grandes dispendios, inmensas bibliotecas y proclaman por todas partes que esa literatura es admirable… ¡Qué dolor! Los cristianos han olvidado hablar su lengua religiosa, y entre mil de nosotros difícilmente encontraréis uno solo que sepa escribir medianamente una epístola en latín a un amigo. Pero si se tratase de escribir en árabe, encontraréis gran cantidad de personas que se expresan fácilmente en esta lengua con gran elegancia, y los veréis componer poemas preferibles a los de los mismos árabes…».

Había cristianos que sin renegar de su credo mantenían un amplio harén, y no era raro que practicaran sin remordimiento lo que Dozy llama con pudor «un vicio abominable, por desgracia frecuente en los países orientales». Para Eulogio y Álvaro, tales costumbres eran una contaminación del Islam: ¿No prometía Mahoma a los suyos un grosero paraíso de placeres carnales, no había sido él mismo, mientras vivía, un ejemplo infame de sensualidad? En aquella Córdoba donde nada era más accesible que el gusto de vivir, Eulogio, desde muy joven, se maceró con penitencias y ayunos y deseó morir como los primeros mártires de la Iglesia. Pudo haberse dedicado, como sus hermanos varones, al comercio con Oriente, a la lujosa indolencia: prefirió la disciplina de los monjes y el arduo aprendizaje de la retórica y la teología. Contra su voluntad, conoció a una mujer y es posible que secretamente enloqueciera por ella. Su nombre era Flora, y había nacido de padre árabe y de madre cristiana, de modo que según la ley su religión era obligatoriamente la islámica. Pero ella eligió el cristianismo y el martirio: llevada ante el cadí, renegó del Corán, y por su extrema belleza fue disculpada de la pena de muerte, aunque le desgarraron a latigazos la nuca. Así la vio Eulogio, y la siguió recordando hasta el final de su vida, acusándose turbiamente de haberla deseado. En una carta le decía: «Tú te has dignado, santa mujer, hace mucho tiempo, enseñarme tu nunca desgarrada por las varas y privada de la bella y abundante cabellera que la cubría. Es que tú me considerabas tu padre espiritual y me creías puro y casto como tú misma. Suavemente puse mis manos sobre tus llagas: hubiera querido curarlas oprimiéndolas con mis labios, pero no me atreví…».

En abril del año 850 -a Abd al-Rahman sólo le quedaban dos de vida, y siete a Ziryab- fue ejecutado por blasfemar públicamente de Mahoma un sacerdote que se llamaba Perfecto. En el cadalso, antes de que lo decapitaran, gritó, tal vez para asegurarse de que se cumpliría la sentencia: «Sí, yo he maldecido a vuestro profeta y yo lo maldigo, maldigo a ese impostor, a ese adúltero, a ese endemoniado. Vuestra religión es la de Satanás, y a todos vosotros os espera el infierno». La misma tarde de su ejecución, dos musulmanes se ahogaron en una barca que naufragó en el Guadalquivir. «Dios -escribió Eulogio- ha vengado la muerte de uno de sus soldados. Nuestros crueles perseguidores han enviado a Perfecto al cielo. ¡El río se ha tragado a dos de ellos para enviarlos al infierno!». Poco después, un comerciante mozárabe fue condenado a cuatrocientos azotes por maldecir a quien pronunciara el nombre de Mahoma, y un monje exclaustrado se presentó al cadí gritando: «Vuestro profeta ha mentido y os ha engañado a todos. ¡Maldito sea ese infame, manchado con todos los crímenes, que ha arrastrado consigo a tantos infelices a lo profundo del infierno!». El cadí lo tomó por loco y solicitó a Abd al-Rahman que aquel monje, Isaac, no fuera ejecutado. El emir no accedió a la piedad, porque le daba miedo y lo desconcertaba aquella ciega voluntad de morir, y ordenó que decapitaran a Isaac y colgaran su cadáver boca abajo y lo quemaran luego y dispersaran las cenizas para que los otros cristianos no pudieran saquear sus despojos y convertirlos en reliquias. Pero lo hicieron santo y dijeron que no sólo hacía milagros después de muerto, sino que ya los hizo en el mismo vientre de su madre.