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«Una alta muralla la rodeaba, como fortaleza de la fe -contaría nuestro viajero-: veinte puertas daban paso al amurallado recinto». Por cualquiera de ellas entraría al patio, donde los fieles conversaban bajo los soportales o se aliviaban del calor y del agobio de los callejones de Córdoba a la sombra de los árboles, y en cuya fuente de agua fría se lavaban las manos y los pies para purificarse. Al-Hakam II, el califa que se permitió el deleite de poseer todos los libros que un hombre culto de su tiempo pudiera desear, hizo conducir hasta el patio de la mezquita las cañerías de plomo que llevaban el agua a las estancias del alcázar desde la sierra próxima, gesto que le ganó la gratitud de los musulmanes y el elogio entusiasmado y probablemente venal de un literato cortesano: «Has roto los flancos de la tierra para encontrar raudales de agua, la más pura, que llevas al templo, tanto para purificar los cuerpos cuando están sucios como para dar de beber a los hombres cuando están sedientos». Pero también mandó construir al-Hakam II una casa de reposo junto a la mezquita para que los viajeros y los mendigos descansaran en ella, y escuelas donde aprendiesen a leer los hijos de los pobres que no podían permitirse pagar ni el mísero sueldo de un maestro: «El atrio del gran templo tiene una corona de escuelas destinadas a los huérfanos y a los menesterosos de Córdoba», escribía un cronista, que también dio noticia de los trescientos veinte quintales de teselas vidriadas que el emperador Nicéforo Focas envió desde Bizancio al califa de Córdoba para cubrir de mosaicos con vegetaciones geométricas el muro del mihrab. A la sombra del patio, o junto a cualquier columna de las naves, el cadí administra justicia sentado en el suelo como un beduino y los maestros viajeros asombran a sus discípulos recitando en voz alta los libros que han aprendido de memoria. Salvo a mediodía del viernes, cuando la oración es obligatoria y unánime, la mezquita suele ser una encrucijada tan azarosa y abierta como una plaza pública. Uno puede caminar sin propósito y perderse voluntariamente entre las arcadas o arrodillarse descalzo sobre las esteras que protegen el suelo sagrado, que no es de mármol, como ahora, sino de tierra apisonada y desnuda. La luz del patio gradualmente se desvanece en penumbra, igual que el sonido de las voces murmurando oraciones se amortigua en la distancia, y el efecto óptico de las columnas es el mismo que el de las palmeras y los naranjos.

Mil años después, el recién llegado que viene de otro mundo, de otro idioma y de otra memoria, conserva intacto el sentimiento del prodigio. La mezquita mayor de Córdoba, única superviviente no sólo de las más de seiscientas que tuvo la ciudad, sino también de todas las maravillas de la arquitectura que celebraron los viajeros en el siglo X, y de las que ya no queda nada, es el reino de la pura extensión vacía, de ese misterio que Lezama Lima llamó la cantidad hechizada. La mezquita de Córdoba es un lugar abstracto, un ámbito despojado de todo lo que no sea número y desnuda horizontalidad, un itinerario de penumbra y columnas de una selva durante más de doscientos años para sufrir luego la tala violenta de los conquistadores y sobrevivir por casualidad o milagro hasta el final de otro milenio.

El enigma de la mezquita es el del vacío transmutado en imperiosa presencia, el de la singularidad absoluta y la repetición inflexible. La mirada percibe en ella una serena iluminación que al cabo de una hora de caminar por los túneles de columnas y arcos se contamina de un poderoso sentimiento de vértigo, y entonces uno se acuerda de los laberintos numerales y de los juegos de pasos y círculos de la infancia, y también, de pronto, de esa tumba china en la que encontraron las seis mil estatuas de un ejército de piedra, que parecen exactamente iguales, pero cuyos rostros no se repiten nunca: tampoco se repiten las nervaduras en apariencias idénticas de las hojas de un árbol, ni los dibujos de los cristales de hielo, y cada columna de la mezquita de Córdoba es tan igual a las otras y tan distinta de cualquiera de ellas como lo son las caras singulares de una multitud. El arte del Islam, que condena con horror la imitación de la naturaleza, desvela aquí su más valioso secreto: cada cosa común al mismo tiempo es irrepetible, y el azar está regido por leyes matemáticas, del mismo modo que el desorden de la vida esconde los designios inmutables de Dios. «La mezquita, en sí misma -escribe Seyyed Hossein Nasr-, es la recreación y capitulación del orden, la armonía y la paz de la naturaleza, elegida por Dios como lugar de culto para los musulmanes: la quietud del espacio refleja la presencia pacificadora de la palabra divina que resuena en él, mientras que su división rítmica mediante los arcos y las columnas es la correspondencia con los ritmos que puntúan las fases de la vida del hombre y del Universo, pues ambas provienen de Dios y regresan a él».

Pero ya no es posible deleitarse con plenitud y perderse sin remedio en la mezquita de Córdoba: la delictiva catedral incrustada en ella desfigura y oscurece irreparablemente su espacio y abunda en la peor escoria de las imaginerías barrocas, como si el único propósito de quienes la construyeron hubiera sido escarnecer la convicción islámica de que la divinidad no puede ser representada sin sacrilegio. Se atribuye al Profeta la afirmación de que los ángeles no entrarán en una casa en la que haya ídolos, campanas o perros. El día del Juicio Final, Dios convocará ante él a los que las esculpieron o pintaron imágenes y los desafiará a que les infundan vida: no podrán, y el Infierno será el castigo de su atrevimiento y su impotencia. El pensamiento islámico no consiente la reducción de lo más alto a lo más bajo, de lo intelectual a lo material o de lo sagrado a lo profano, y por eso a los hombres no les está permitido degradar la creación divina imitando en pintura o en piedra a sus criaturas, y menos aún favorecer la idolatría con estatuas de los profetas y los santos, como hacen los cristianos. Si la mirada humana no puede percibir a Dios, si el mundo visible no es más que simulacro y apariencia, hace falta despojarse de todo vínculo con el universo material para descubrir el orden secreto que alienta bajo su confusión, cifrado en la palabra y en el número, en la escritura y la geometría: la palabra de Dios escrita en el Corán y en los muros de la mezquita, los números que determinan y explican no sólo la forma de los edificios, sino también los sonidos de la música y la arquitectura del cielo y de las constelaciones.

Sobre el espacio en blanco se proyectan las figuras geométricas -la mezquita de Córdoba es tan abstracta como una pintura de Piet Mondrian- y en él resalta la soberanía de la palabra escrita, sombra de la palabra de Dios. Sólo el vacío y el silencio permiten sugerir la presencia de lo que no puede ser representado: para los judíos, ni siquiera el nombre de Dios se debe pronunciar; en el budismo primitivo, un trono vacío y una sombrilla bajo la que no hay nadie aluden y designan invisiblemente a Buda; el lugar más sagrado de la mezquita de Córdoba es el mihrab, pero en su interior no hay absolutamente nada. Las capillas de la catedral almacenan una polvorienta aglomeración de cristos y santos gesticuladores y angelotes obesos: la sensación de lo sagrado se afirma en el mihrab mediante la pura forma del espacio desierto, recordándonos aquel dictamen taoísta según el cual en una jarra importa el vacío interior más que la arcilla modelada y una rueda no es tanto sus radios como el aire que circula entre ellos.

Al ingresar en la mezquita pisamos de pronto otros mundos y miramos con nostalgia y temor los últimos signos tangibles de un gran naufragio olvidado, el de Córdoba, el de sus calles y sus alcázares y sus bibliotecas, una escoria de citas perdidas en la literatura y de columnas y piedras trabajosamente catalogadas para nadie por los arqueólogos. La mezquita, como la Alhambra, nos parece al mismo tiempo inmutable y precaria, edificada para siempre pero también muy frágil, como si quienes la construyeron hubieran tenido en cuenta la fugacidad de todo propósito de perduración. «Ves los montes y crees que son inamovibles, y sin embargo pasarán como las nubes», dice el Corán. Incluso reducidos a escombros, un palacio o un templo romano nos sugieren una voluntad de permanecer durante siglos: en el panteón de Agripa, en las termas de Caracalla, en cualquier acueducto o puente levantados por Roma, advertimos una intención de eternidad, la certidumbre de que algunas cosas merecen durar más que las generaciones humanas. En cambio, la mezquita o la Alhambra nos parecen lugares provisionales, construidos en poco tiempo y con una cierta negligencia, con materiales falsos o prestados, como de derribo: adobe, yeso pintado, muros translúcidos de celosías, columnas demasiado gráciles para sostener peso y arcos que parecen abrirse ingrávidamente en el aire, arquitecturas disimuladas en la oscuridad o repetidas en la lejanía y en el temblor del agua. Un edificio romano desafía al tiempo y mide con él su fortaleza, y también con la desidia de los hombres y con su gusto por la destrucción. La mezquita y la Alhambra parecen solicitar indulgencia por mantenerse en pie y agradecer a la casualidad que no hayan sido derribadas, igual que un enfermo de salud quebradiza agradece cada nuevo día de su vida.