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Dice don Emilio García Gómez que la veneración de las ruinas es un sentimiento desconocido en el Islam, pero ninguna otra civilización ha sido más fértil en ellas ni ha levantado edificios y ciudades enteras más velozmente destinadas a la destrucción. La primera Bagdad, la ciudad platónica de murallas circulares y calles que confluían en su centro exacto como los radios de una circunferencia, fue levantada en el desierto con la misma perfección y casi tan rápidamente como un compás dibuja un círculo sobre el papel en blanco, pero duró menos de un siglo, y hoy no es nada más que una llanura de escombros desfigurados por la arena. Madinat al-Zahra, la ciudad blanca de Abd al-Rahman III, fue construida en diez años y asolada para siempre al cabo de cincuenta. Pero ya escribió Ibn Jaldún en el siglo XIV, cuando la gloria de Córdoba había perecido y Granada era la capital de un reino débil y asediado, que los árabes no saben culminar obras duraderas, tal vez por delicadeza o por humildad, porque los primeros musulmanes, nómadas del desierto de Arabia, habían dictaminado que la construcción de altivos edificios era un acto de soberbia desagradable a Dios.

En rigor, la palabra masyid, de donde viene la española mezquita, no designa un templo, sino el abstracto lugar donde uno se prosterna, o donde los profetas conocieron la revelación. Para Ibn Jaldún, sólo tres santuarios del Islam merecen el nombre de masyid: el de La Meca, que fundó Adán y fue arrasado por el diluvio y reconstruido luego por Abraham, padre de los árabes, el de Jerusalén, erigido sobre el templo de Salomón, y en el que se venera la roca donde estuvo a punto de ser sacrificado Isaac, la misma desde la que fue levantado Mahoma al emprender su viaje nocturno por las esferas del cielo, que le llevó ante la presencia de Dios; y el de Medina, el último, pero no el menos sagrado, porque fue allí donde se refugió el Profeta y donde tuvo su comienzo la nueva era de los musulmanes. Pero, a diferencia de la iglesia cristiana y del tabernáculo judío, la mezquita no es la casa de Dios, la arquitectura necesaria donde se manifiesta su presencia. Cualquier lugar en cualquier parte puede ser una mezquita: «Allí donde te sorprenda la hora de la plegaria debes pronunciar la oración y aquello se convertirá en una mezquita». En mitad del desierto, el musulmán hinca una lanza o una estaca en el suelo para averiguar la dirección de La Meca, se purifica con agua o con arena, se arrodilla sobre una estera, para aislarse de la tierra, y el breve espacio que ocupa es el templo de Dios y el centro del Universo.

La indeterminada llanura no difiere de la horizontalidad interior de la mezquita. Dice Hossain Nasr que al entrar en ella el musulmán vuelve al seno de la naturaleza, «no externamente, sino a través del nexo interior que vincula la mezquita con los principios y ritmos de la naturaleza e integra su espacio en el espacio sagrado de la creación primordial». El suelo que pisa con sus pies descalzos y toca con su frente y con las palmas de sus manos es la tierra inviolada de los días inaugurales del mundo. Lo que importa no es la rígida arquitectura ni el lujo de los mosaicos y de las lámparas de plata y de bronce, sino la amplitud vacía del suelo purificado y la palabra, que es tan invisible y tan tenue como el aliento de la vida, y que también es eterna, porque antes de crear el mundo Dios creó la escritura y los versículos del Corán, uno de los cuales declara que las estatuas, el vino y los juegos de adivinación son abominables.

El Islam es una religión de nómadas que vivían en tiendas de pieles y no poseían más tesoros que los de una arcaica literatura oraclass="underline" no es extraño que venerasen las palabras y que cultivaran sobre todas las artes la escritura y la memoria. «La caligrafía es la geometría del espíritu», dice un místico sufí. Quien cuenta una tradición sobre la vida del Profeta se remonta uno por uno a todos los que la escucharon y la repitieron hasta llegar a aquel que la conoció de labios de Mahoma. Los historiadores procuran siempre restablecer la cadena de testigos que garantizan la fidelidad de un relato: hay una incesante multiplicación de voces que recuerdan a otras, que repiten palabras dichas o escritas hace siglos, gastadas de tanto repetirse y al mismo tiempo indelebles como el perfil de una moneda. Los libros son raros objetos muy difíciles de conseguir, y copiarlos es una tarea lentísima, pero es frecuente que un sabio haya aprendido de memoria los libros que más le importan, y que sólo mediante su voz los pueda transmitir a sus discípulos. Ziryab el bagdadí sabía de memoria más de diez mil canciones, y Abd al-Rahman II podía repetir sin omisión ni error cada uno de los versículos del Corán. Los hombres libro de Ray Bradbury no son una invención futurista, sino una cofradía dispersa por el Islam medieval. Más que al exótico papel y al pergamino y al papiro, los hombres confiaban a la memoria la perduración de la escritura y de los hechos del pasado. El mundo era una torpe alegoría de la eternidad, y la vida y los actos visibles se parecían a aquella simulación oscura de la caverna platónica: si cualquier hombre que mereciera salvarse imitaba la vida del Profeta, si la guerra santa era una repetición de las guerras que él debió librar para imponer las palabras de Dios, cualquier mezquita había de ser la sombra de un primer arquetipo, el de la casa de Medina donde se reunían con él sus primeros fieles.

Se dice que las columnas y los arcos de la mezquita de Córdoba recuerdan un bosque de palmeras; las voces sucesivas de la tradición contaban que la casa del Profeta en Medina tenía una gran sala de oración sostenida por troncos de palmera y techada con barro y palmas; junto a ella había un patio rectangular, y el edificio entero estaba rodeado por una cerca defensiva de tres metros y medio de alto y tenía la forma exacta de un cuadrado, figura que según los teólogos adeptos al pitagorismo es una de las más bellas de la geometría, porque está hecha con dos triángulos iguales y constituye el elemento generador del cubo, que es uno de los cinco cuerpos cuya perfección expresa la inteligencia divina, de modo que no es casual que la Kaaba, el monolito sagrado de los musulmanes, sea una piedra cúbica. Pero la mezquita, como la casa del Profeta, no es sólo un lugar de oración, sino también el espacio donde la comunidad guarda su tesoro y se encuentra para reconocerse y afirmarse contra los infieles y los enemigos. Tiene sólidos muros exteriores porque es la fortaleza del Islam, y su gran patio equivale a las plazas públicas de las ciudades mediterráneas. La oración, que se repite cinco veces al día, es un acto íntimo que vincula al creyente con Dios sin mediación de nadie, pero el viernes a mediodía se celebra obligatoriamente en común y en la mezquita mayor, y la dirige el imán, que al principio fue el mismo Mahoma y luego el califa o su delegado. En la mezquita se guarda el ejemplar del Libro Santo, que es leído durante la oración. El que había en la de Córdoba era tan pesado que hacían falta dos hombres para alzarlo, y tenía cuatro páginas escritas por el califa Otmán, que fue el tercero de los sucesores de Mahoma, y que se pinchó ligeramente un dedo mientras escribía: las manchas de unas gotas de su sangre eran todavía visibles en el manuscrito, que se guardaba, dice una crónica, «en un estuche enriquecido con los adornos más delicados y extraordinarios; lo sacaban del tesoro los viernes, y se colocaba en el pupitre que le estaba reservado en el oratorio, y después que el imán lo había leído se restituía al tesoro». Para orar, el creyente ha de inclinarse en dirección a La Meca: el nómada del desierto, que carece de puntos de referencia permanentes, gracias a la orientación deduce el orden del mundo y sus caminos invisibles. Las naves entrecruzadas de la mezquita de Córdoba se despliegan radialmente hacia cualquier punto cardinal, pero la posición en que se arrodillaban los fieles hacía que las miradas y las hileras iguales de columnas confluyeran en el muro sur, el de la qibla, que designaba entre el dédalo de todos los caminos posibles el único que conducía a La Meca. Es allí, en la pared de la qibla, donde se abre el nicho vacío de mihrab, su oquedad sagrada como la de una cueva primitiva en la que resuena la voz del imán igual que la palabra divina encuentra su resonancia más íntima en el corazón de cada hombre, y junto a él hay un púlpito de maderas labradas, el mimbar, al que sube el imán para dirigir los rezos, leer el Corán y pronunciar la jutba, un sermón que no es únicamente religioso: puede ser un discurso político o una arenga en favor de la guerra santa, o la proclamación de un nuevo emir, porque el Islam es una teocracia en la que no existen diferencias entre la vida civil y la religión. Desde el mimbar de la mezquita de Córdoba fue anunciado el emirato de Abd al-Rahman I, y cuando uno de sus descendientes, el tercero de su nombre, decidió reclamar para sí el título de califa, eligió los mimbares de todas las mezquitas de al-Andalus para anunciarlo públicamente. En la de Córdoba se bendecían las banderas de los ejércitos que iban a partir hacia la guerra, y en sus muros se colgaban como trofeos las de los cristianos derrotados.

Al principio, en los tiempos del Profeta y de los primeros califas, el mimbar era un simple estrado con unos pocos escalones, y el imán no estaba separado de los fieles. Dice Ibn Jaldún que el primer mimbar lo mandó construir, en la mezquita de El Cairo, el gobernador de Egipto Amr ibn al-Ass, y que el califa Omar, al tener noticia de esa ostentación, que consideraba una herejía, le ordenó derribarlo: «He sabido que te sirves de un púlpito mediante el cual te elevas sobre las cabezas de los verdaderos creyentes. ¿No te basta permanecer de pie, en el suelo, y tenerlos detrás de tus talones? ¡Rómpelo, te lo mando!». Pero a medida que crecía el poder del Islam y la arrogancia de sus príncipes, los mimbares fueron haciéndose más lujosos y más altos, y los cubrieron con cúpulas, como los tronos de los monarcas orientales, y los labraron en maderas preciosas con incrustaciones de marfil y de oro: el de al-Hakam II estaba hecho de ébano, de sándalo rojo y de áloe, costó treinta mil setecientos cinco dinares y se tardaron cinco años en terminarlo.