Nunca pudo imaginar que esas vicisitudes a las que tanto temía iban a arrasar su obra entera, su palacio y su estado, en menos de medio siglo. Murió a los setenta y tres años: no había cumplido veintitrés cuando sucedió a su abuelo. Nos dicen que tuvo una adolescencia silenciosa y más bien gris, dedicada al estudio, y que el emir Abd Allah lo había preferido siempre a sus propios hijos. En el emirato omeya la primogenitura no implicaba el derecho a la sucesión, y la abundancia de esposas y concubinas -cuyos hijos, al serlo del cabeza de familia, eran todos igualmente legítimos- volvía particularmente confusa la elección de un heredero y fomentaba los rencores y las conspiraciones, de modo que los emires, para curarse en salud, tendían a mantener apartados del palacio a sus hijos. Los de Abd Allah vivían en lujosas almunias de las afueras de Córdoba, y sólo Abd al-Rahman compartía la difícil intimidad del emir, aunque seguramente no ignoraba que aquel anciano afectuoso que le había regalado su anillo al nombrarlo sucesor era el mismo que ordenó veinte años atrás el asesinato de su padre. Los imaginamos a los dos sordamente unidos por el recelo y la culpa: Abd Allah espiando en su nieto los rasgos sobrevividos del hijo al que mató; Abd al-Rahman, temiendo siempre sucumbir al mismo destino que su padre, desconfiando de la predilección del emir, que fácilmente habría podido convertirse en odio.
Su incontenible arrojo y su ambición, que lo impulsaron a guerrear sin tregua durante diecinueve años para restaurar la unidad del reino y la soberanía de la corona y a desafiar al sacro imperio romano y al califato de Oriente, tal vez no fueron sino la laboriosa máscara del miedo. Tenía miedo de morir, de ser traicionado o vencido, de que la posteridad lo olvidase. Sus antepasados, que habían gobernado en rebeldía contra los califas de Bagdad, no se atrevieron sin embargo a darse a sí mismos otro título que el de emires. Sólo él, al-Nasir, en un gesto de meditada soberbia, se proclamó califa y príncipe de los creyentes -Amir al-Muminin, de donde viene la estupenda palabra española miramamolín-, consumando así la sedición de su lejano antecesor Abd al-Rahman I y restableciendo, tantos años después de la matanza de Abu Futrus y de la usurpación de los abbasíes, la legitimidad de la familia omeya.
Construyó un alminar para la mezquita de Córdoba y una ciudad más hermosa que ninguna otra en el mundo. Quería que su ciudad surgiera de la nada, como Bagdad, crecida en el desierto, y que existiera sólo gracias a su propio designio. Quería que se pareciera a las ciudades imaginarias de los árabes, a Iram, la ciudad de las columnas, de la que dice el Corán que fue creada como ninguna otra en el mundo, y en la que habitó el pueblo primitivo y tal vez mitológico de Ad, de cuyo linaje provenía la reina de Saba. Nadie vio nunca esa ciudad, pero la descripción que hace de ella el geógrafo Abu Hamid al-Garnatí nos recuerda poderosamente el empeño descomunal de al-Nasir en levantar Madinat al-Zahra: mil príncipes de los gigantes buscaron en el Yemen una tierra amplia, de muchas fuentes y buen clima, y construyeron con ladrillos de color rojo un muro de quinientos codos de alto, para lo cual agotaron las minas de toda la tierra y los tesoros más escondidos. Luego hicieron en su interior trescientos mil palacios y en cada uno de ellos había mil columnas de esmeraldas y jacintos, «y sobre cada columna se extendieron losas de oro y plata sobre las que levantaron alcázares de oro con habitaciones de oro y con incrustaciones de jacintos y aljófares, y en el camino de la ciudad pusieron ríos de oro cuyos guijarros eran jacintos y esmeraldas, y a las orillas de los ríos pusieron árboles cuyas ramas eran de oro y sus hojas y frutos eran diversas clases de esmeraldas, jacintos y perlas». Los príncipes de los gigantes tardaron quinientos años en terminar la ciudad, y luego «marcharon hacia todos los confines del mundo en busca de tapices, alfombras, colchas de seda, vasijas, fuentes, lámparas, marmitas, mesas, jarras, cántaros y toda clase de utensilios de oro, y luego llevaron comidas, bebidas, dulces, perfumes, velas, incienso, áloe, ámbar y alcanfor…». Abu Hamid, que seguramente visitó Madinat al-Zahra, escribió su Libro de las maravillas a finales del siglo XI. En el XVI, los moriscos españoles seguían recordando imaginariamente la ciudad de Ad, ahora con el dolor de ser extranjeros en la misma tierra en la que habían nacido: «Fabricóse muy altos sus muros y resplandiaban y cercábanla ríos muy deleitosos y vergeles y arboledas, la cual alcázar está edificado encrucijado de muchos caminos y carreras, dellas que van la vía del Yemen y otras dellas la vía de Siria…».
Ad, rey de los gigantes, había dicho: «Yo haré en la tierra una ciudad semejante a la del Paraíso». Probablemente Abd al-Rahman sintió el mismo deseo temerario y blasfemo, y ya no nos importa que su ciudad haya existido y la otra no, porque las dos se han vuelto tan ilusorias como los reyes que las fundaron, y no hay diferencias notables entre las crónicas de los geógrafos que conocieron Madinat al-Zahra y las lujosas mentiras de los que nos describen los palacios de Ad. Ambos gastaron tesoros inconcebibles en la construcción de sus ciudades. Ad tardó quinientos años en terminar la suya: Abd al-Rahman, su vida entera. Diariamente se empleaban en la obra seis mil sillares de piedra labrada, transportados por mil cuatrocientos mulos y cuatrocientos camellos. Mil cien cargas de limo y yeso se gastaban cada tres días en las obras. De las cuatro mil trescientas dieciséis columnas que hubo en la ciudad, algunas vinieron de Roma, dice Ibn Hayyan, diecinueve del país de los francos, ciento cuarenta fueron ofrecidas por el emperador de Constantinopla, ciento trece, la mayor parte de mármol rosa o verde, llegaron de Cartago, de Túnez, de Sfax y de otras antiguas ciudades devastadas de África. Pero el mayor número de ellas provenían de las canteras de al-Andalus: las de mármol blanco de Tarragona y Almería, las de mármol rayado de Málaga: por cada bloque que llegaba a Córdoba pagaba el califa diez dinares de oro, y trescientos mil gastó durante cada uno de los veinticinco años que vivió desde la fundación de la ciudad. Tenía prisa por verla terminada, lo desesperaban la impaciencia y el miedo de morir sin ver su obra concluida, porque hubiera querido que el trabajo de los arquitectos y los albañiles avanzara tan velozmente como los espejismos de su imaginación. El año 936, cuando los astrólogos hubieron determinado el día y la hora exacta que serían propicios, se enterró la primera piedra en la primera zanja de la nueva ciudad. Apenas seis años más tarde la corte ya se había trasladado a ella. La mezquita de Madinat al-Zahra se concluyó en cuarenta y ocho días, «porque al-Nasir tuvo continuamente empleados en ella a mil hombres hábiles, de los que trescientos eran albañiles, doscientos carpinteros y los demás enladrilladores y mecánicos de varias clases». Tenía cinco naves y un soberbio alminar, y un patio pavimentado de mármol de color de vino en cuyo centro había un manantial de agua helada.
A una legua de Córdoba, en las estribaciones de la sierra que llamaron los árabes monte de la Desposada, se extendieron en pocos años las edificaciones en terrazas de la ciudad del azahar, pero era tan intenso el contraste entre el blanco de los palacios y la vegetación oscura que los rodeaba, que el califa ordenó talar todos los árboles y los ásperos matorrales silvestres y plantar en su lugar higueras y almendros que tintaran de un verde más suave el paisaje. No le bastaba regir ciudades y hombres: quería modificar también los colores y los ritmos de la naturaleza que miraban sus ojos, y cuenta al-Maqqari que cuando ordenó cortar los bosques próximos a Madinat al-Zahra hubo quienes se escandalizaron, porque entendían que estaba desafiando a Dios: «Lo que pretende el califa repugna a la razón, pues aunque se reunieran todas las criaturas del mundo a cavar y a cortar, no lo lograría sino el propio Creador». Pero al-Nasir, como un pintor que diluye en agua los colores, logró difuminar el verde oscuro de la serranía de Córdoba y añadirle cada primavera las manchas blancas de los almendros florecidos.
Cuentan que era cortés, benévolo, generoso, perspicaz: también que podía ser sanguinario más allá de todo límite. Quiso ver con sus propios ojos la muerte de su hijo sublevado Abd Allah, y lo mandó ejecutar en el salón del trono y en presencia de todos los dignatarios de la corte. A unos esclavos negros que lo habían enojado los hizo maniatar vivos a los cangilones de una noria que no paró de dar vueltas hasta que se ahogaron. Con los años se fue volviendo cada vez más dócil a la bebida y la lujuria: una noche, en un jardín de Madinat al-Zahra, una esclava puso un leve gesto de contrariedad cuando al-Nasir, que estaba muy excitado y muy borracho, la empezó a acariciar y a morderle los labios. La muchacha volvió la cara hacia otro lado, tal vez para eludir su aliento alcohólico. Poseído por la cólera, el califa ordenó a sus eunucos que la sujetaran mientras uno de ellos le acercaba una antorcha a la cara y se la iba quemando para que su belleza no sobreviviera a su desdén.
Siempre había junto a él un verdugo de guardia, con una espada recién afilada y un tapete de cuero para recoger la cabeza y la sangre de algún posible condenado. Ibn Hayyan cuenta una historia que le dijeron que contaba uno de aquellos verdugos, llamado Abu Imran: «… Entró con su espada al aposento donde bebía el califa, y lo halló sentado en cuclillas, como un león sobre sus zarpas, en compañía de una muchacha hermosa como un orix, sujeta en manos de los eunucos en un rincón, pidiéndole misericordia mientras él le respondía de la forma más grosera. Díjole entonces: “Llévate a esta ramera, Abu Imran, y córtale el cuello”. Cuenta éste. “Yo remoloneé, consultándole como de costumbre, mas me dijo: ‘Córtaselo, así te corte Dios la mano, o si no, pon el tuyo’. Y el servidor me la acercó, recogiéndole las trenzas y descubriéndole el cuello, de manera que de un solo golpe le hice volar la cabeza…”».