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Como los monarcas orientales, al-Nasir quería que el espectáculo de su omnipotencia cegara y sometiera a los hombres. El viaje de un embajador desde Córdoba a Madinat al-Zahra se parecía calculadamente al de un insecto hacia el centro de la tela donde aguarda la araña. Es fácil imaginar el asombro y el miedo de Sancho de Castilla, el espanto que atribuye Ibn al-Arabí a unos mensajeros del rey de los francos: desde que salieron de Córdoba avanzaron entre una doble fila de soldados, bajo un dosel de espadas anchas y desnudas que se cruzaban amenazadoramente sobre sus cabezas, como nervios de bóvedas. «Sólo Dios sabe el miedo que les entró», dice complacidamente Ibn al-Arabí. Desde la puerta de Madinat al-Zahra hasta el salón del trono se extendía una alfombra de brocado rojo. En la primera estancia donde entraron había un hombre con vestiduras de seda sentado en un sillón de maderas preciosas, y su mirada y su presencia les infundieron tal pavor que cayeron de rodillas. «Alzad vuestras cabezas -les dijo el chambelán que los acompañaba- porque éste no es el califa. Sólo es uno de sus esclavos». Cruzaron jardines cada vez más dilatados y espesos y llegaron a otras salas cuya magnificencia era semejante a la de las vestiduras de los hombres ante los que volvían a prosternarse, convencidos de que ahora sí se encontraban en presencia del califa: «Es otro esclavo, levantaos», repetía el chambelán, sonriendo.

Salieron por fin a un patio no muy grande, con el suelo de arena, donde había un hombre sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas. Tenía la cabeza baja y parecía absorto. Vestía una ropa gastada y vulgar, y cuando alzó los ojos hacia ellos, los embajadores advirtieron que eran de un extraño color azul oscuro. Se quedaron en pie, sin avanzar, imaginando tal vez que aquel hombre era una especie de eremita. Frente a él ardía una hoguera. A su derecha había un libro, y a su izquierda una espada. «He aquí al califa», les dijo el chambelán, y entonces se arrodillaron apresurada y torpemente y no se atrevieron a levantar las cabezas de la arena hasta que Abd al-Rahman les habló. «Dios nos ha ordenado que os invitemos a esto -señaló el libro, que era un Corán- y si rehusáis, a esto -y señaló la espada-. Y vuestro destino, cuando os quitemos la vida, es esto -concluyó, indicándoles la hoguera que ardía ante él». «Se llenaron de terror -dice al-Arabí-, les ordenó salir sin que hubieran dicho una sola palabra y acordaron con él la paz en las condiciones que quiso imponerles».

Ese hombre solo, sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas, es todavía más desconocido y más temible que el otro, el que se yergue en un trono de oro macizo ante un estanque de mercurio sobre el que pende una perla. La estancia mejor guardada y más secreta de Madinat al-Zahra es un patio con el suelo de arena donde no hay nada más que una hoguera, una espada y un libro. Puede que Hasday ibn Shaprut fuera uno de los pocos hombres de su tiempo que tuvo acceso a ese lugar, a ese recinto escondido donde el monarca más poderoso y más rico de Occidente reposaba en el suelo como un beduino, como si su ciudad y su reino fueran espejismos y no poseyera nada más que lo que habían poseído sus antepasados del desierto: la arena, las palabras, la espada, el fuego que iluminaba la noche. Tal vez, de todos los hombres que conocieron a al-Nasir, Hasday fue el único que no le temió. Su mirada de médico averiguaba en él lo que otros no veían, los primeros signos de la vejez y de la decadencia, el lento progreso infalible de la muerte. En marzo del año 961, el califa se expuso al viento frío de la sierra, que batía crudamente las explanadas de Madinat al-Zahra. Se temió que hubiera contraído una pulmonía, y su final pareció irremediable, pero Hasday, una vez más, logró una curación sorprendente, y a principios de verano, el califa, que ya había cumplido setenta años, volvió a conceder audiencias y a interesarse con el desasosiego de siempre por las obras de su ciudad, que no parecía que fueran a acabar nunca. Pero el médico estaba seguro de que el restablecimiento de al-Nasir era ilusorio. A principios de otoño, cuando volvieron los fríos del norte, el califa empeoró y Hasday supo que esta vez ni siquiera la pócima que había inventado veinte años antes lo podría salvar. Murió el 16 de octubre. Faltaban quince años para que su hijo, al-Hakam, diera por terminada la construcción de Madinat al-Zahra, y algo más de cuarenta para que todos sus palacios y sus jardines con lagos y animales salvajes fueran arrasados. Poco después de su muerte, alguien encontró entre sus papeles uno en el que había recordado y enumerado los días felices de su vida. Así pudo saberse que Abd al-Rahman al-Nasir, a lo largo de su reinado de medio siglo, había conocido exactamente catorce días de felicidad.

VIII. LOS LIBROS Y LOS DÍAS

Córdoba no es sólo la ciudad de las columnas, del laberinto de los callejones y los rostros innumerables, de las voces que murmuran o gritan en varias lenguas simultáneas, de las campanas cristianas y los cuernos judíos confundiendo su llamada litúrgica con la del muecín: también es la capital de los libros, cuyo número es tan incalculable como el de las gentes que viven en ella o el de las columnas y arcos que se despliegan en las mezquitas y en los palacios. Sesenta mil libros se publicaban anualmente en Córdoba. En un solo arrabal había a finales del siglo X ciento setenta mujeres consagradas a copiar manuscritos: las más veloces calígrafas podían terminar en dos semanas la copia de un Corán. En la mezquita mayor, los discípulos de cada maestro preparan el papel y el cálamo para guardar detallada memoria de sus explicaciones.

En Córdoba, bajo el rumor de las voces, escuchamos el más amortiguado de las palabras escritas, el de las pesadas hojas de los libros que pasan los eruditos humedeciéndose el pulgar y el de los cálamos de los copistas que rozan el pergamino o el papel para que perduren las sagradas palabras escritas por otros, las del Corán, dictadas por el mismo Dios a los ángeles, mágicas, increadas, anteriores a la escritura y a la voz humana, y también las otras, las de las obras de los griegos, los tratados de astrología y de medicina, los venerados libros de Aristóteles, a quien llaman en árabe Aristú, los manuales de gramática, de teología, de adivinación, las desaforadas enciclopedias que tratan extenuadoramente de todas las materias posibles, como el Iqd al-farid o «Collar único» escrito a lo largo de veinte años por el polígrafo cordobés Ibn Abd Rabbihi: constaba de veinticinco volúmenes, titulado cada uno con el nombre de una piedra preciosa, tenía más de diez mil páginas y la sola enumeración de su índice ya es agotadora, aunque nos recuerda a las enciclopedias chinas imaginadas por Borges. Encerrado en su biblioteca de Córdoba, Ibn Abd Rabbihi escribió sobre el gobierno bueno y justo, sobre la guerra, los caballos y las diversas clases de armas, sobre la generosidad y los regalos, sobre las embajadas, sobre la manera de dirigirse a los príncipes y a las ceremonias de los reinos, sobre el saber y la educación, sobre los proverbios, sobre la religión y el ascetismo, sobre los pésames y las elegías, sobre la esperanza, el arrepentimiento, la peste, el llanto, la risa excesiva y las tribulaciones, sobre los epitafios -distinguiendo entre los que se dedican a los padres, a los hermanos, a las esposas y a las concubinas-, sobre las genealogías y virtudes de los árabes desde los tiempos de Noé, sobre el lenguaje, sobre la conversación entre hombres selectos, sobre la elocuencia y los sermones, sobre la escritura, sus instrumentos y los secretarios, sobre la historia de los califas, sobre las tribus árabes antes del nacimiento de Mahoma, sobre la excelencia de la poesía, sobre la prosodia, sobre el canto (que es, a despecho de quienes lo condenan por impío, «el alimento del oído, la pradera del alma, el manantial del corazón, el solaz del triste, el compañero del solitario y la provisión del peregrino»), sobre las mujeres y sus virtudes y defectos, sobre los falsos profetas, los locos, los avaros y los tramposos, sobre la naturaleza humana y animal, sobre los pájaros, sobre las provincias y las mezquitas del Islam, sobre el número y las jerarquías de los ángeles, sobre la longitud de la tierra, sobre el veneno, el mal de ojo, la magia y la donación de regalos, sobre los alimentos y su correcta masticación y las bebidas, distinguiendo las lícitas de las prohibidas a los musulmanes, sobre las horas adecuadas para comer, sobre las bromas, sobre los chistes y la manera de contarlos, sobre las biografías, sobre los jardines y los ríos del Paraíso…

Como en Alejandría y en Roma, cualquier hombre rico y cultivado posee una extensa biblioteca particular. La del cadí Ibn Futais ocupaba un edificio entero, y sus pasillos, escalinatas y anaqueles estaban trazados de manera que había un punto central desde el que se dominaban todas las estanterías. Trabajaban permanentemente en ella seis copistas, no a destajo, sino con un salario invariable, para que la prisa, tan enemiga de la caligrafía, no ocasionara incorrecciones en la escritura, y todas las paredes, el techo, el vestíbulo, las terrazas, los almohadones y alfombras estaban pintados de verde, color que simbolizaba la nobleza al mismo tiempo que favorecía la serenidad de la lectura. Dicen que fue la segunda biblioteca de Córdoba, después de la del califa, y que su dueño, Ibn Futais, cuando se enteraba de la existencia de algún manuscrito que aún no poseía, estaba dispuesto a cualquier sacrificio para conseguirlo, y pagaba el triple o el cuádruple de su valor para que no se le escapara, y aun perdiéndolo era tan obstinado que no descansaba hasta forzar a su dueño a que le permitiera copiarlo. Vigilaba a sus bibliotecarios y calígrafos como el carcelero del panóptico imaginado por Bentham -esa fantasmagórica prisión en la que un solo guardia, con la ayuda de los espejos, custodia sin moverse a todos los condenados-, y era tan avaricioso de sus posesiones que por nada del mundo accedía a prestar un libro. «Demasiado sabía, por experiencia, de cuán mala gana se suelen devolver, y con cuánta facilidad se hacen los aficionados los suecos y olvidadizos», escribe don Julián Ribera y Tarragó, que también da noticia, en un impagable opúsculo publicado en Zaragoza en 1896, de algunas damas de alcurnia poseídas por la pasión de la bibliofilia: «Aquella mujer muslímica que muchos describen sentada perezosamente sobre mullidos divanes -dice el vehemente don Julián-, aspirando los aromas que se desprenden de humeantes pebeteros, recluida en las interioridades del harén, soñando siempre en materiales placeres, ésa no es la española». En la biblioteca de al-Hakam II trabajó hasta el final de su vida una erudita virtuosa llamada Fátima, tan ajena a todo lo que no fuera el placer de los libros que murió virgen, y que en la más extrema vejez siguió conservando su pulso infalible para la caligrafía. En Córdoba y en aquel tiempo vivió también Aixa, «de familia muy principal -sigo citando a Ribera-, a quien los amores literarios dieron tales instintos de independencia que no quiso casarse nunca, muriendo también doncella y de edad avanzada. Era un portento de elocuencia en sus odas, modelo de decir en sus versos, y tenía habilidad tan grande para la copia, que causaban admiración los códices que personalmente escribía de su propia mano».