Dicen que sus primeros arquitectos, al trazar los arcos que se abren hacia el techo, quisieron sugerir una forma como de bosque de palmeras, y que el patio, aislado de la ciudad tras los muros, con sus fuentes de agua limpia para las abluciones y sus rumorosos árboles, es una metáfora del Paraíso: «Quienes sean piadosos tendrán junto a su Señor jardines en que corren los ríos», promete el Corán. Y aunque no haya leído estas cosas en los libros, uno siente, al llegar al patio de la mezquita, que ha alcanzado un modesto edén, y no precisa una lección de teología para agradecer el agua que le limpia la cara y las manos y le sacia la sed y las sombras de los naranjos. Uno anda por allí, aturdido al principio a causa de la luz, como si todavía caminara por el interior de las naves, porque es cierto que su multiplicación se parece a la de los árboles, se acerca al estanque para beber un poco de agua, se sienta luego bajo las arcadas para fumar un cigarrillo o leer el periódico, apoyando la nuca y la espalda en la pared, cansado, feliz, deleitándose en la pereza. Al otro lado de los muros se oía la ciudad, pero todavía no era tiempo de volver a ella, aunque el patio ya hubiera sido tomado por escuadrones de japoneses y de alumnas de colegios de monjas, hirsutas damas de falda gris y calzado ortopédico que algunas veces usaban terminantes silbatos para disciplinar a sus pupilas. En el patio de la mezquita, donde leía todas las mañanas un libro de Walter Benjamin -Calle de dirección única-, me gustaba percibir como una costumbre íntima el tiempo y los sonidos de Córdoba para nutrirme de ellos en ese viaje al pasado que aún no había emprendido. Para mirar el paisaje de la ciudad e imaginarme cómo era hace mil años subía al campanario. En las paredes pueden verse incrustados algunos arcos del antiguo alminar. La primera vez me detuvo en mi ascenso una puerta cerrada sobre la que había un pequeño cartel escrito muy torpemente con bolígrafo: «Para subir llamar a la puerta. Entrada 10 ptas». Todo tenía tal aire de abandono el papel, una hoja cuadriculada de bloc, estaba amarillento que supuse que esa puerta llevaba años cerrada. Pero cuando llamé, previendo que nadie me respondería, una mujer abrió. Tenía el pelo blanco y vestía una bata de casa más bien desaliñada. En su presencia, en los muebles del pequeño cuarto de estar al que daba directamente la escalera, había algo de anacrónico, como si esa mujer habitara allí desde hacía tanto tiempo que ya nadie se acordara de ella ni del motivo inexplicable por el que se le concedió ese lugar para vivir. Cruzar su menesteroso comedor para seguir subiendo hacia el campanario costaba, efectivamente, diez pesetas, y cuando uno le pagaba -venciendo la incómoda sensación de estafar a una anciana- ella guardaba las monedas en un bolsillo de la bata y cerraba otra vez la puerta. (Más tarde, cuando bajé, vi aquel comedor con muebles tapizados de skay y estampas en las paredes invadido por una populosa expedición de orientales con pantalón corto y cámaras fotográficas. Braceando entre ellos para encontrar la salida, me acordé de esa película de Buñuel en la que lentos carros de bueyes transitan por un salón aristocrático y una vaca rumia tendida bajo el dosel de una cama Luis XV).
Córdoba es una ciudad tan llana que sólo se la puede dominar entera desde la altura de sus torres, desde la cima barroca del campanario de la catedral. Sólo desde allí se descubren sus jardines escondidos, la monotonía ocre de los tejados entre los que se abre el rectángulo de un patio, la extensión blanca del caserío que se prolonga hasta la orilla del Guadalquivir y hacia las primeras estribaciones de la sierra, donde también ahora, como en el tiempo de los omeyas, se multiplican las quintas de los poderosos, breves oasis de delicia para defenderse del calor y del estrépito de la ciudad. Allí estuvo el primer palacio de Abd al-Rahman I, que se llamó al-Rusafa para repetir el nombre de otro palacio de Siria, desde esta misma torre tal vez podía distinguirse a lo lejos la ciudad áulica de Madinat al-Zahra, de murallas tan blancas que un poeta musulmán la compara a una muchacha desnuda entre los brazos de un etíope. A un lado el río con sus molinos abandonados, el puente que llevaba al arrabal que fue destruido para siempre durante el reinado del temible al-Hakam I; al otro, los tejados y las torres de la ciudad perdiéndose hacia el doble azul de la serranía y del cielo, un azul casi blanco en el límite del horizonte. El horror y la gloria, el hormigueo de las generaciones, el fuego de los incendios, los gritos de los héroes, de los verdugos y las víctimas: todo eso había ocurrido en la ciudad que yo tenía ante mis ojos, tan impasible en la distancia como una llanura desierta en la que muchos años atrás hubiera sucedido una batalla. Aquí estuvo la biblioteca de al-Hakam II, tan vasta como la de Alejandría; aquí vivieron Ibn Hazm y el infatigable al-Mansur, que levantó cincuenta expediciones victoriosas contra los reinos cristianos; a un precipicio de esta sierra se lanzó el extravagante inventor Abbas ibn Firnas, atado a una máquina de volar que tenía alas de seda; tal vez desde las torres de la iglesia que hubo en este mismo lugar antes de que se construyera la mezquita vio alguien llegar a los jinetes árabes y bereberes que conquistaron Córdoba para el Islam en el otoño del 711. La Historia es eso, una ficción nacida del gusto de saber lo que no puede recordarse, un gran teatro de sombras custodiadas en los libros o surgidas de las ruinas y del suelo estéril como nacían los hombres de las piedras sembradas por aquel Deucalión que en la mitología griega restaura el linaje humano tras el diluvio universal.
Hay libros que uno sueña despierto antes de empezar a escribirlos, libros que uno presiente, todavía velados en su imaginación, pero ya vivos e impacientes en ella, en el espectáculo de las ciudades y de las vidas. Sin que hubiera escrito ni calculado una sola palabra, yo veía mi libro en las calles de Córdoba, y por eso, algunas veces, las recorría como quien está leyendo y se muere de impaciencia por averiguar lo que ocurre en la próxima página. Me gustaba perderme en los callejones y entrar en todos los portales, en las honduras lóbregas de todas las iglesias vacías, y cuando estaban clausuradas las puertas miraba un patio prohibido a través de una cerradura o de una rendija entre dos tablas, y casi siempre veía lo mismo, lugares desertados donde crecían malezas entre los escombros. Dice el gran Ibn Jaldún que la extinción es el porvenir de todas las dinastías y de todas las ciudades. Para entender el dolor de Ibn Hazm por la decadencia de la Córdoba que había conocido en su primera juventud no hace falta visitar las excavaciones de Madinat al-Zahra ni leer las crónicas donde se cuentan los saqueos y asedios que padeció la ciudad durante las guerras civiles del siglo XI. La memoria y la evidencia continua de la destrucción forman parte de Córdoba tan indisolublemente como las hojas podridas y los árboles derribados que fecundan el subsuelo de un bosque. A cinco metros bajo el pavimento de las calles actuales dice Torres Balbás que yacen los restos de la Córdoba romana, piedras quemadas y cenizas, estatuas sin rostro y losas y columnas de patios que han seguido repitiéndose en la ciudad hasta ahora mismo como arquetipos platónicos.
Una mañana me llamó la atención la alta fachada de una casa que parecía sostenerse en pie gracias únicamente a las vigas que la apuntalaban. Unos maderos fuertemente clavados defendían la puerta, pero el candado estaba roto y conseguí entrar. En el vestíbulo, a la izquierda, había una pequeña ventana oval que me recordó a una taquilla, y en la pared colgaba el anuncio de una actuación musical. De la puerta que daba entrada a un gran salón con columnas de hierro y techo de cristal ya no quedaban más que los goznes. Vi una barra como las que tenían los ambigús en los cines antiguos: tras ella había un espejo roto y un anaquel de botellas cubierto de polvo, incluso un fregadero de cinc con cristales de vasos. Al caminar pisaba astillas de vidrio y restos de basura, botellas de licores que estuvieron de moda hace diez o quince años, envoltorios de plástico. Del techo de cristal sólo quedaba intacto el armazón metálico, y al fondo había un escenario tal vez destinado en otro tiempo a modestas atracciones musicales, a melancólicos concursos de poesía o de belleza local. Imaginé un baile violentamente interrumpido por alguna catástrofe, mujeres huyendo hacia las salidas de emergencia con tacones de aguja y ceñidas faldas de los años sesenta. Detrás del escenario había una pared de ladrillo medio derruida, y la luz indiferente del sol resaltaba un jardín con falsos arcos musulmanes. Aún no conocía estas palabras de Ibn Hazm: «Sus huellas se han borrado, sus vestigios han desaparecido y no se sabe dónde están. La ruina lo ha trastocado todo. La prosperidad se ha mudado en estéril desierto; la sociedad, en soledad espantosa; la belleza, en dispersos escombros; la tranquilidad, en encrucijadas aterradoras». Él escribía sobre un barrio de Córdoba arrasado hace casi mil años, pero la sensación de soledad y despojo era la misma, y hasta el miedo: vi las cenizas de una hoguera reciente y una o dos agujas hipodérmicas, oí los pasos de alguien que se movía en una habitación cercana. Salí huyendo de aquel lugar con la sensación de haberme salvado de una trampa.